Deportación de Yarrington a México reaviva caso de corrupción y vínculos con el narcotráfico tras siete años preso en EEUU

Después de siete años tras las rejas en Estados Unidos, el exgobernador priista de Tamaulipas, Tomás Yarrington, fue deportado a México. Aunque su caso parecía ya enterrado en las páginas del pasado político reciente, su regreso marca un nuevo capítulo —esta vez en suelo nacional— en una historia que combina corrupción, narcotráfico y tensiones diplomáticas.
Detenido en Italia en 2017 y extraditado a EE.UU. en 2018, Yarrington se declaró culpable de lavado de dinero relacionado con sobornos aceptados durante su gestión (1999-2004). En 2023, recibió una sentencia de nueve años, de los cuales cumplió solo siete. La “liberación anticipada” y su posterior entrega a México generan más preguntas que respuestas: si bien se había pactado que enfrentaría primero a la justicia estadounidense, su traslado en 2024 —antes de concluir su condena— ha sido interpretado por algunos como parte de un delicado reacomodo en la política bilateral.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha subrayado que el proceso debe “seguir su curso” y dejó claro que no se aceptarán injerencias extranjeras, aunque reconoció la cooperación continua entre ambos países en materia de seguridad. Esta colaboración, particularmente en lo relacionado con la lucha contra el narcotráfico y el tráfico de fentanilo, es el telón de fondo de una posible ola de deportaciones y extradiciones en los próximos meses.
Yarrington fue entregado por el cruce fronterizo de Tijuana-San Isidro y recibido por agentes de Interpol México. Desde allí fue trasladado al penal de máxima seguridad del Altiplano, donde lo esperan dos órdenes de aprehensión por delitos contra la salud y operaciones con recursos de procedencia ilícita. El expediente en su contra tiene origen en una averiguación previa de 2009 iniciada por la extinta PGR, tras la denuncia de un testigo protegido, presunto integrante del Cártel del Golfo, quien lo señaló por permitir —cuando era gobernador— el lavado de dinero y el narcotráfico en el estado.
Más aún, la DEA llegó a acusarlo públicamente de recibir sobornos de los cárteles de Los Zetas y del Golfo, lo cual reforzó su perfil como símbolo de la narcopolítica mexicana de principios del milenio. Aunque durante años negó cualquier nexo con el crimen organizado, su propia confesión en Estados Unidos echó por tierra aquellas declaraciones que, hoy, lucen como ejercicios de cinismo.
El caso también expone la lentitud procesal en México: en enero de 2024, la FGR pidió su extradición formal, pero la jueza encargada del caso devolvió el expediente por deficiencias. Ese traspié no impidió que, meses después, llegara deportado y listo para enfrentar nuevos cargos, esta vez sin necesidad de un juicio de extradición. Un atajo legal o una decisión estratégica, el resultado es el mismo: Yarrington vuelve, pero no como libre ciudadano, sino como pieza de un ajedrez político y judicial que rebasa las fronteras.
Entre las piezas aún sueltas están los motivos exactos de su repentino retorno. ¿Fue una concesión diplomática de Estados Unidos en el contexto del combate binacional al fentanilo? ¿Una moneda de cambio en una relación de cooperación tensa, pero constante? ¿O simplemente una coincidencia procesal? Las versiones oficiales eluden esas preguntas, pero la narrativa general sugiere una operación más política que judicial.
Así, el regreso de Yarrington no sólo revive los escándalos de la vieja guardia priista, también funciona como un espejo incómodo del presente. En tiempos donde el combate al crimen organizado se mezcla con discursos de soberanía y colaboración internacional, su figura reaparece no como protagonista de una historia cerrada, sino como actor persistente de un drama sin final claro.