Ecocidio y etnocidio en el Tren Maya

Por Giovanna Gasparello, investigadora, DEAS-INAH

Estoy en el interior de la gruta inundada o cenote Dama Blanca, justo debajo de la vía del Tren Maya en las cercanías de Playa del Carmen. Me encuentro aquí como parte de la delegación del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza, que en marzo de 2023 visita el territorio atravesado por el Tren Maya, registrando los impactos socioambientales y los testimonios de pueblos y comunidades afectadas. 

En la ancha brecha abierta en la selva ya han sido colocados cientos de gigantescos pilotes, clavados en un suelo que no es más que una delgada capa de piedra debajo de la cual se extiende una vasta red de cenotes y ríos subterráneos, ya próximos a desembocar en el mar Caribe. Sumerjo los pies en el agua pura, naturalmente potable, y decenas de peces me rodean curiosos, mientras el revoloteo de los murciélagos hace eco en el silencio que me envuelve en el vientre de la tierra. La cueva, como muchas otras, es refugio y sustento para la fauna que vive en esta selva aún conservada, y es lugar sagrado para los maya, que desde siglos o milenios llevan ofrendas a este punto de conexión con el inframundo. 

Repentinamente el silencio es interrumpido por el estruendo de las máquinas que perforan el suelo para colocar nuevos pilotes, a pocos metros de aquí. Decenas de lugares como éste ya dejaron de existir, rellenados de piedras para afianzar los pilotes. Esta cueva, ecosistema único en el cual la tierra abre sus entrañas para ofrecer vida, agua, abrigo a los seres vivos que la habitan, tiene los días contados. La profundidad de sentidos que envuelve a este lugar y al territorio maya en su conjunto se mezcla con la conciencia de ser testigo de lo irreparable, irremediable, irreversible, y me provoca un profundo desasosiego, tal vez similar a lo que Susan Sontag definió epifanía negativa.

Este territorio desgarrado ya no volverá a acoger la vida y a quienes la celebran, y este proceso ha sido claramente nombrado en el veredicto del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza: ecocidio, término que refiere a “la pérdida, daño o destrucción severa del medio ambiente, al punto en que reduce drásticamente el disfrute pacífico por parte de los habitantes de un territorio”, según la reconocida jurista Polly Higgins.

La reproducción material de la vida está vinculada de manera indisoluble con su reproducción simbólica, con la recreación de las culturas que han transformado y se han transformado junto con el territorio. La afectación a los modos y medios de vida de los pueblos originarios, como los pueblos mayas, impacta inevitablemente en la reproducción del cosmos de vida que sustenta la diversidad cultural. Si el despojo de territorios y oportunidades impulsa al abandono del trabajo en el campo, la milpa maya se volverá marginal en la economía de la vida; con ello, los jóvenes dejarán de nombrar en su lengua materna los cultivos que ya no son parte de su cotidianeidad, y se difuminarán los momentos rituales y las celebraciones vinculadas al ciclo agrícola, como el ch’a’ cháak; sin ser invocados, los yumtsilo’ob (espíritus guardianes o señores)  dejarán de acompañar la vida cotidiana de los mayas. Y este proceso también tiene un nombre, claramente enunciado en la referida sentencia: etnocidio, “que ocurre cuando la sociedad subordinada pierde el control sobre su vida y es compulsivamente colocada por la sociedad hegemónica en una posición que dificulta su reproducción cultural y organizativa, y estimula, en cambio, el renunciamiento de sí misma” (Barabas, 2021).

El Tribunal llegó a nombrar tajantemente los impactos del Tren Maya tras una visita de varios días a comunidades de Yucatán y Quintana Roo, y escuchar los 23 testimonios de comunidades y organizaciones afectadas de estos estados y también de Chiapas y de Campeche. El jurado, conformado por personas de reconocidas trayectorias en el campo intelectual, ambiental y de los derechos humanos, ubicó las afectaciones socio-ambientales del megaproyecto en un marco jurídico novedoso, enfatizando la violación a los derechos de la naturaleza y a los derechos bioculturales de los pueblos indígenas. Este paradigma, ya reconocido en países latinoamericanos y en varias legislaciones estatales mexicanas, asume la naturaleza (y todos los seres vivos y no vivos que la conforman) como sujeto de derechos en sí, que deja de ser vista como un mero recurso que está a disposición de los seres humanos; asimismo, enfatiza la necesidad de proteger la integridad de los ecosistemas o del complejo de la vida, en lugar de elementos aislados. Por su parte, los derechos bioculturales refieren a los derechos de los pueblos originarios a administrar y a ejercer tutela de manera autónoma sobre sus territorios, un ámbito ampliamente reconocido por la legislación nacional e internacional y vinculado estrictamente con el derecho a la libre determinación. 

En un contexto político que cada vez más adquiere las características de un estado de excepción, donde el poder ejecutivo transforma los marcos normativos a discreción para facilitar la ejecución de los Proyectos Prioritarios a como dé lugar, los tribunales éticos y de conciencia representan aún más espacios ciudadanos legítimos desde donde enunciar derechos y fortalecer las urgentes luchas por la vida. 

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