Transformación y transformismo

La «cuarta transformación» anunciada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO) inicia su curso ahora que, a cinco meses de su contundente victoria electoral, el líder tabasqueño se colocó la banda presidencial en una secuencia ceremonial minuciosamente orquestada para reflejar la historicidad del momento: el discurso programático con acentos moralizadores y antineoliberales en el recinto parlamentario, el ritual indígena de purificación y la entrega del bastón de mando y, como culminación, la arenga a la multitud reunida en el Zócalo capitalino, donde enlistó solemnemente, uno por uno, sus 100 compromisos de gobierno.

Como quedó de manifiesto en la jornada de asunción, AMLO encarna e instala deliberadamente un cambio de clima político en un país hundido en una crisis societal generada por tres décadas de ininterrumpidas políticas neoliberales y agravada por la sangrienta descomposición de los últimos 12 años de desborde de la violencia criminal y política. En este contexto, el liderazgo de AMLO genera esperanzas, expectativas e inclusive cierta mística del cambio en fracciones importantes de las clases subalternas. Alcanzó 30 millones de votos no solo porque se movió pragmáticamente hacia el centro y por las debilidades de sus adversarios políticos (el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y el Partido de la Revolución Democrática), sino también porque consiguió una representación por identificación nacional-popular y no por distinción o delegación tecnocrática, como era propio de la democracia neoliberal. En efecto, el pueblo «raso», la «gente», se reconoce y confía en AMLO porque es honesto y austero, porque habla un lenguaje llano y coloquial, porque desprecia los oropeles del poder. Justamente por ello y por sus orígenes plebeyos es despreciado por la oligarquía clasista y racista. A este pueblo se le dedica una serie de gestos de gran simbolismo e impacto político, como por ejemplo la conversión de la residencia presidencial de Los Pinos en museo, la venta del avión presidencial, la renuncia a la protección del Estado Mayor y la disminución de salarios y prebendas presidenciales y de los altos funcionarios públicos. Pero pesan en esta dirección también muchas promesas enumeradas en la Plaza de la Constitución que giran en torno de algunos ejes fundamentales: la cruzada contra la corrupción, el fin del neoliberalismo, el rescate de la soberanía energética y alimentaria, la extensión de becas y subsidios, el aumento de los bajos salarios y las oportunidades educativas y laborales, el respeto por la naturaleza.

«Primero los pobres, por el bien de todos», reza el lema que acompaña a AMLO desde 2006. Sobre esa consigna insistió en ambos discursos de toma de posesión. En ambos sentidos, entre los pobres y todos, los límites de la «cuarta transformación» están marcados por el perímetro de la tradición desarrollista, el restablecimiento del papel interventor y redistributivo del Estado en un esquema en el cual no dejan de ser fundamentales la iniciativa privada y la inversión extranjera. A estos guardianes de la dinámica capitalista se les garantizó expresamente que el cambio se realizaría en plena continuidad y asegurando ganancias crecientes, como quedó inscrito y sancionado en la letra chica del programa y en la composición de la alianza y del gobierno, así como en las declaraciones del nuevo presidente y de sus principales ministros y colaboradores.

Más que en otros experimentos progresistas latinoamericanos, en el caso mexicano son evidentes las obstáculos para el pasaje a una etapa posneoliberal ya que, al margen de las intenciones, pesa el carácter tardío, en una coyuntura que, como lo admitió el mismo AMLO, no es económicamente favorable ya que «el país está en quiebra». A ello se suma un contexto político regional en el que tanto al Norte como al Sur soplan vientos de derecha. El proceso es tardío también en la medida en que la llegada al gobierno no corresponde a un ciclo de movilización antineoliberal como en el primer quinquenio de 2000, sino a un mero repudio generalizado hacia las elites partidarias gobernantes, al cual solo eventual y puntualmente corresponden dinámicas de protesta y de organización social. En este contexto, y no solo por cálculo electoral, se entiende que la composición del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y, más aún, la coalición que sostuvo la candidatura de AMLO y que hoy conforma su gobierno, tengan un carácter de corte moderado y sustancialmente conservador. En Morena, lo nacional-popular y lo plebeyo quedaron vaciados de sus contenidos izquierdistas en los planos programático, ideológico y, en particular, organizacional, ya que se trata de un partido que tiende a regirse por una lógica vertical acorde con una cultura caudillista-presidencialista y se estructura como aparato electoral, conforme a los tiempos y las razones de su surgimiento alrededor de la candidatura de AMLO en 2012 y su inmediato y casi exclusivo vuelco hacia la ocupación de espacios en las instituciones públicas. Al mismo tiempo, en la conformación del equipo de gobierno, se impusieron el pragmatismo y la moderación al repartir cuotas entre aliados, grupos políticos o personalidades que representan o simplemente ofrecen garantías a sectores empresariales y otros poderes fácticos.

Aun en estas circunstancias, se podría argumentar que, como ocurrió en otras latitudes, es relativa y aparentemente fácil tener un mejor desempeño que los anteriores gobiernos «oligárquicos-neoliberales-corruptos», sobre cuyas miserias AMLO insistió, haciendo un implícito guiño a su trayectoria política personal desde finales de la década de 1980. Al mismo tiempo, la retórica rimbombante sobre el alcance histórico de la «cuarta transformación» y las promesas tanto generales como particulares que incluye colocan las expectativas en un nivel tan exorbitante que difícilmente se podrá contener en el marco de un ejercicio simplemente comparativo. Botón de muestra de un desborde de la esperanza son las 27.500 peticiones recibidas en la Casa de Campaña de AMLO en los meses posteriores a la elección. Al margen de las peticiones particulares, más que en contra del neoliberalismo, el voto de confianza a AMLO se fincó en la esperanza de que atienda los problemas socialmente transversales de la corrupción y de la inseguridad, identificados con los gobiernos anteriores y los partidos que los encabezaron. En ambos rubros, las medidas anunciadas son de compromiso y sus alcances, inciertos. La lucha contra la corrupción no será retroactiva y, por lo tanto, se basa en la simple amenaza de futuras sanciones legales. Por su parte, el combate contra el crimen organizado está supeditado a que surta un rápido efecto la prevención, es decir la política social, mientras que en términos represivos se mantendrá un esquema similar al actual, con su ineficacia relativa, en tanto se creará una Guardia Nacional militarizada que sustituirá al Ejército y la Marina en la tarea. A estos se agregan otros temas delicados que se han ido instalando en estos cinco meses de transición y marcan la agenda inmediata: el del aeropuerto de la Ciudad de México, el Tren Maya y las consultas correspondientes, la iniciativa de limitar los cobros excesivos de los bancos, la derogación de la reforma educativa, la democratización sindical, etc.

No está dicho, por lo demás, que aquellas fracciones de las clases dominantes que están dando el beneficio de la duda a AMLO no se lo retiren rápidamente y que las otras fracciones, así como las oposiciones priístas, panistas y perredistas y los intereses legales e ilegales que representan, se queden por mucho tiempo de brazos cruzados.

Por ello, AMLO aprovecha el momento favorable para impulsar su apuesta hegemónica, de creación de consenso interclasista, tanto en relación con sus aliados como con sus adversarios. Esto bien puede expresarse en un equilibrio entre transformación y transformismo, un equilibrio que evoca otras experiencias históricas y la antigua tradición de la cultura política priísta, que no dejó de expandirse y reproducirse en las oposiciones de izquierda y de derecha que la rodearon. En efecto, cada una de las tres transformaciones históricas a las cuales hace alusión AMLO como antecedentes de la que pretende impulsar –independencia, reforma y revolución– tuvo su dosis de transformismo, es decir de reacomodo conservador, fincado en particular, como lo señalaba Antonio Gramsci, en el drenaje de los grupos dirigentes de las clases subalternas, en su inserción en el aparato estatal como paso previo a su absorción en el campo de la conservación, en calidad de operadores de las reformas necesarias y estrictamente suficientes para garantizar la continuidad sustancial de las relaciones de dominación y de explotación. En México, las reformas –incluidas las que derivaron de una revolución social– pasaron por el tamiz de formas ambiguas y contradictorias de reajuste político que han sido caracterizadas como bonapartistas, populistas o de revolución pasiva. Esto tanto en las primeras tres décadas del siglo XX como en los años 60 y 70, cuando el empuje desde abajo y la modificación de la correlación de fuerzas se hicieron sentir de forma mucho más nítida que en la actual coyuntura. En este sentido, al margen de la cuestión de la tensión entre autoritarismo y democracia –que merece un tratamiento específico y no deja de ser una cuestión que tensa el discurso y la práctica del obradorismo–, no se puede dejar de advertir y señalar una línea programática de fondo: es, evidentemente, el reformismo desarrollista nacional-popular que une al Partido Nacional Revolucionario (PNR) de la década de 1930, a la izquierda del PRI que se extendió entre finales de la década de 1950 hasta los años 70, al PRD de la década de 1990 y al Morena de nuestros días.

En conclusión, en medio de recurrencias y ambiciones históricas, la dinámica del naciente gobierno encabezado por AMLO parece instalarse en el equilibrio precario entre tendencias progresivas y regresivas, entre transformación y transformismo.

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