Ayotzinapa: 730 Noches

Narrativa / Por Ernesto Gutiérrez, colaborador invitado

«Yo pensaba que todo lo que perjudica a quienes hacen cementerios merece la pena. Que merece la pena que Edgar, Kurt y Georg, por el hecho de escribir poemas hacer fotos y tararear una canción por aquí y por allá, provoquen odio en quienes hacen cementerios. Que ese odio perjudica a los vigilantes. Que todos los vigilantes e incluso el dictador acabarán por perder el juicio a causa de ese odio».

[Müller], Herta. “La bestia del corazón”

 

Durante las últimas 730 noches he tenido la misma pesadilla. Cinco tipos mal encarados nos apuntan con un arma larga y nos repiten con sonrisas nerviosas “Ya se los cargó la verga”. No sé cómo es que llegamos a estar de rodillas y contra el camión, con el corazón a punto de salirse del pecho, con ganas de llorar y con miedo de emitir cualquier sonido que pudiera significar nuestra sentencia final. No sé qué hicimos y tampoco sabía que se podía dormir dentro de un sueño, pero en el camión en el que viajaba regresé dormida y fue un cachazo, seguido de un manoseo, lo que me despertó junto a mis amigas, a quienes en sueños no reconozco, aunque sé que las quiero y que verlas aquí me angustia.

En 20 minutos voy a despertar y de pronto el sueño se hace negro, oscuro, viscoso, vacío, sin fronteras, una sucesión de abismos. La memoria recurre al olvido para empezar a tranquilizar el corazón, para relajar mi cuerpo poco antes de que despierte, para que el sudor frío deje de manar y se quede como una mancha, atribuible solamente al calor de la noche, en las sábanas. En 20 minutos me encontraré con los párpados inflamados y el sabor de la saliva contenida frente al espejo, me lavaré los dientes y dejaré que el agua corra por mi cuerpo, lavando los residuos de un miedo ahora escondido en alguna parte, porque la vida continúa y una no puede andar arrastrando sus demonios por todas las calles de la ciudad.

La vida cotidiana exige una dosis buena de olvido. La cordura lo reclama. En alguna parte de mí sé que el origen de mis pesadillas fue la nada grata coincidencia de llegar a mi casa de un viaje vacacional la misma noche que vi y escuché en la televisión sobre la desaparición de 43 estudiantes. Claro que una se siente vulnerable. Afortunadamente mi olvido me cuida cada mañana de la angustia permanente.

Ese día textee a mi madre. Le dije que estaba cabrón, que una ya no puede andar sola sin miedo. Me indigné y recorrí el manual del ciudadano de conciencia tranquila. Mi postura política era la adecuada, pero esta vez era genuino el emputamiento. Tenía miedo. Pude haber sido yo, carajo. Pero no se puede vivir encabronada toda la vida, hay que seguir adelante, hacer esto llevadero y para eso una cuenta con sus pequeñas satisfacciones y una dosis de conciencia suficiente para no ser una imbécil, pero cuidando no excederse para tampoco ser una frustrada. Una carga de individualismo en el medio de esta abrumadora verdad compartida, que muchas veces tiene hedor a mierda.

Pero la noche me traiciona y la pesadilla es recurrente. La explosión que viene después de jalado el gatillo reanima el miedo que se esconde durante el día. Esta noche, la 731 volveré a gemir, a hablar a solas mientras duermo sin testigos del horror, con la piel erizada sin que nadie más que el viento de mi ventilador la recorra para tranquilizarla. En el reino subconsciente vuelvo a ser consciente de mi miedo, no quiero ser un número como esos 43, pero sé que ni a emblema llegaría porque aquí ya son miles, ya no cuenta la tragedia porque van demasiadas. La noche me traiciona colocándome con la fantasía onírica en la realidad detestable a la que le cierro los ojos.

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Pero hoy me despierto con el sudor todavía en el cuerpo. En la noche 731 me despierta un texto. Tienen a mi madre. No sé quién carajo ni donde. No levanta el teléfono de su casa y el puto timbre sin final me lleva al borde de la histeria y a confirmar que no está ahí. En el espejo veo mi mirada perdida, con reflejos de la pesadilla que hoy sí tengo presente. Quizá a mi madre también le están diciendo que ya se la cargó la verga. Mis ojos están vacíos del torrente de lágrimas, solamente los veo inyectados de la sangre que dejan las pesadillas que se viven lejos de la almohada.

Ha pasado una noche y no sé nada de mi madre. Al otro lado de la barda mi vecino sueña con sus propios miedos. Le importa un carajo mi crisis. En un par de horas se levantará al espejo, lavará sus dientes, su cuerpo, sus miedos. Hojeará el periódico y mirará sin reconocer a mi madre, la noticia de su secuestro. Una más de las que pasan cada día. Llegará su desayuno y mi madre pasará a ser un recuerdo liquidable con la primer cucharada de normalidad. Estoy sola en el mundo que todo lo olvida.

Mientras él paga la cuenta yo estoy convocando a la gente a movilizarse. Mi madre es parte de una cantidad indecente de personas secuestradas en la ciudad en los últimos meses. Quiero que marchen conmigo, que salgan, que se indignen. Podrían ser ustedes, podrían ser sus madres carajo. No quiero estar sola en este mundo.

No llegaron la masas que esperaba, pero al final no caminé sola y eso valió el mundo para mí. Ahora sé por qué yo había olvidado antes. Porque obstinarse a luchar contra la verdad de este mundo asquerosamente infrarrealista es exponer el corazón a ser machacado. Porque para acompañar a alguien en su dolor habría que renunciar al olvido, habría que ser responsable, habría que saborear la desesperanza, acostumbrar las mejillas al llanto y eso no combina con la felicidad instantánea que nos dijeron que debemos de alcanzar.

Habría que ser muy valientes y entender que somos lo que recordamos, somos el dolor de todos los que caminamos juntos. Hay que entender que las heridas son compartidas, que las pesadillas son de todos y que tenemos que enfrentar los miedos que las habitan. Habría que entender que entre tanta ausencia de sentido somos quienes se lo tenemos que dar.

Habría que entender, como ahora yo lo entiendo después de la tragedia en carne propia, que para hacerle frente a lo que nos pasa tenemos que ser como los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, como las madres que cavan fosas para encontrar a sus hijos, como los que acampan en las fiscalías para encontrar a sus amados, como los que no duermen esperando, como yo un mensaje, un gesto, una pista que nos recobre la capacidad de dormir, de despertar a reconstruir la vida a partir de un sueño que deje de ser pesadilla, a luchar para que el alba de la noche 732 nos miremos al espejo sin miedo, sin dolor, con esperanza.

Pero en 20 minutos hay que salir a la calle a reconstruir el mundo personal, el aislado, el que nos exige trabajo, cordura y olvido.

Publicado originalmente en ErnestoGutiérrez.mx

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