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Crisis de Legitimidad, crisis de la política en democracia.

A través de la historia las diferentes formas de gobierno conocidas por la humanidad han enfrentado crisis de legitimidad, las cuales en varios de los casos están en la base de su corrosión, fractura y sustitución por otras formas de gobierno, desde luego vinculadas a procesos de cambio económico, social y cultural.  Sin embargo, adquiere relevancia para los que vivimos en el siglo XXI la crisis sucesivas de las democracias, las cuales, dicho sea de paso, distan de ser nuevas. Basta una panorámica sobre las formas de gobierno de la segunda y tercera década del siglo XX  para percibir el modo en que los regímenes políticos que se adscribían a la democracia se desvanecían. Pocos países practicaban la democracia en los años treinta bajo los principios de libre elección de gobernantes, alternancia en el poder y economía liberal o si se quiere bajo el derecho individual a la propiedad privada.

En realidad, la universalización de los valores y prácticas democráticas se generó bien entrada la década de los años ochenta del siglo XX. La democracia se presentó como una forma transitable para acceder a mayores libertades bajo la promesa -dígase las promesas sucesivas- de que los procesos de liberalización de las economías traerían por consecuencia el desarrollo social y humano. En efecto, la democratización de América Latina se entreveró con el diagnóstico y evidencia de un mercado mundial organizado en regiones al seno de la globalización de las finanzas y las comunicaciones.

Los procesos de transición a la democracia apostaron a institucionalizar la elección pública de los gobernantes con base en complejas leyes y crecientes masas de recursos para asegurar que sus resultados fuesen confiables, creíbles y aceptados por todos los involucrados. La democracia electoral, esto es, la democracia de leyes y procedimientos se abrió paso como garantía para las élites políticas y las ciudadanías de que cada voto contaría y se contaría bien. Los años noventa del siglo XX sobresalen por la adopción de la democracia electoral y por la economía abierta. El binomio del liberalismo democrático campeó por el mundo como vía para la modernización política, económica, social y cultural de las naciones. Los acontecimientos de 1989 eclipsaron otras formas de organización social posible, y la apuesta con la democracia se redobló en diferentes latitudes. Parecía entonces que el llamado “discurso único” se imponía como “La vía” por excelencia para lograr nuevas síntesis entre libertad e igualdad, más aún cuando los derechos humanos se entreveraron como parte sustancial e inequívoca del cambio.

En los organismos internacionales y en las administraciones estatales en proceso de reforma hacia las coordenadas de la organización mundial, los consensos fueron similares: desregulación, apertura comercial, venta de activos del Estado, reducción del costo fiscal de la administración, racionalidad en el manejo de las finanzas públicas, promoción de las inversiones internacionales en cartera o directas, y desde luego la plena libertad a los capitales financieros. En el mundo de lo político se significó el proceso de reforma por la apuesta con la competencia política, el afianzamiento del mercado político, elecciones periódicas ciertas y bajo el sello de la alternancia, fomento a las organizaciones sociales, en aquel tiempo bajo el signo de organizaciones no gubernamentales, y una inversión neta de recursos fiscales en los partidos políticos para asegurar la estabilización del orden político.  Parecía entonces que la economía de mercado acompañada de su carga aspiracional brindaría mayores espacios para la realización individual y colectiva y daría dinámica y fortaleza a la política.

Quizá pocas veces en la historia se ha visto que los procesos de elección pública prometieran tanto a tantos como los que se sucedieron en la década de los noventa, las reformas económicas estaban en la base de una serie de promesas que movilizaban la acción de la política, y en el caso de América Latina y desde luego de México la generación de expectativas desde la acción política no podía ser mayor. Renacía la esperanza tras la “década perdida” de los ochenta y las ciudadanías acudían a votar en cifras por demás emblemáticas, todo en  medio de cambios generalizados en el ejercicio concreto de la política, de las ideologías y del fin último de los partidos políticos. Las instituciones tradicionales de la democracia avanzaron hacia momentos de redefinición y en varios casos de fortalecimiento, sin embargo, sólo unos años después, aun con la alternancia en el poder, inició un proceso acelerado de “desencanto” con la democracia, de crisis de legitimidad y de crisis de expectativas en grandes segmentos sociales.   

En menos de veinte años los procesos de reforma económica se expresaron a nivel mundial y en la mayor parte de los países como series completas de contradicciones donde aún los grandes impulsores de las reformas económicas comenzaron a alzar la voz y realizar preguntas, hasta cierto punto simbólicas, como aquella de ¿en qué nos equivocamos?. En sólo veinte años la concentración del ingreso a nivel mundial alcanzó y alcanza niveles no conocidos en la historia de la humanidad, los capitales internacionales distantes de controles eficaces o siquiera de controles básicos se tornaron en epicentros de crisis que lanzaron y lanzan a millones de personas a la marginación en semanas, las condiciones de exclusión impuestas por las nuevas tecnologías minaron las posibilidades de inserción de decenas de países, y factores como capital humano, revolución científico tecnológica y la capacidad agregada de competir en los mercados mundiales fracturaron modos locales de producción en todo el planeta, en especial en América Latina.  

Lo paradójico es que el diagnóstico antes descrito no es una síntesis de revistas de “izquierda radical” sino que proviene del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial (BM) y aun de los precursores de la reforma liberal. Para ponerle un corolario a esta cadena de contradicciones ocurre que en la segunda década del siglo XXI, prestigiados expertos advierten que es difícil saber, sobre las bases actuales, qué sucede en la economía mundial, a vistas de la crisis en los Estados Unidos donde esa potencia debió asumir la fórmula tantas veces vista en América Latina: privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.  

En evidencia, esta suma de contradicciones que se volvió inherente al nuevo modelo de creación de riqueza impactó el mundo de la política. Las administraciones públicas, los partidos políticos, los sindicatos, y  aún la narrativa de la modernización, debieron enfrentar sendas críticas por parte de ciudadanías inconformes con las promesas de la democracia, ahí mismo se crearon las condiciones para una proliferación de movimientos, actores, corrientes y posturas que van de lo anti-sistémico hasta las apuestas con líderes carismáticos en el propósito de lograr procesos de cambio que reconduzcan la acción de la política y de las instituciones de gobierno hacia un mayor bienestar. Todo lo anterior sin desestimar los problemas, contradicciones y escándalos públicos que los partidos y actores políticos han protagonizado en México y en el mundo.  

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La inconformidad con la democracia se ha medido con diferentes instrumentos y en todos prevalecen la desconfianza hacia las instituciones, la crisis de representación de los partidos, las críticas a la situación económica, la crisis de expectativas y quizá el sello más ominoso de lo que hemos dejado pendiente: capas de la población dispuestas a cambiar libertad por bienestar. Ante esta situación, se hace evidente que la reinvención de los partidos políticos desde prácticas y acciones transversales que generen nuevas formas de relación con la ciudadanía es una necesidad para el propio orden de libertades y para la defensa del único orden político en la historia que ha logrado vincular libertad con igualdad que es la democracia.

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