AMLO y la crítica periodística

El problema no es que AMLO critique a las ONG’s, al CIDE, al INE, a medios de comunicación, a partidos políticos opositores, a la academia, a los jueces, a legisladores, a grupos de expertos, a cámaras empresariales, a periodistas, y un largo etcétera. Somos gente pensante y podemos suscribir algunas de sus críticas y rechazar las que nos parezcan infundadas.

El problema es que el presidente realiza una estrategia sostenida de deslegitimación de todos los actores y las instancias que no sean él o quienes lo apoyan sin reparos. Para mí ese es un problema, sobre todo porque estoy impedido a creer en nadie por encima de mi propio juicio, sin importar si es AMLO, el Papa, un Rey o cualquier otra persona que detente influencia y poder.

Por lo demás, en el ámbito en que yo me desempeño, que es el periodismo, las cosas han empeorado durante la actual gestión. Consideremos que de seguir la tendencia, rebasaremos el número de periodistas asesinados respecto a cualquier otro sexenio, en acuerdo con los registros históricos; el mecanismo de protección, necesitado de más recursos y libertad de acción, ha sufrido recortes, y ahora la entrega de sus recursos depende de Secretaría de Gobernación. Por lo demás, las desafortunadas declaraciones del presidente sobre medios y periodistas han creado un ambiente contrario al ejercicio de la libertad de expresión, como han declarado en sus informes Artículo 19, Amnistía Internacional, los Relatores de Libertad de Expresión, el CPJ, y un largo etcétera.

Aquí es donde muchos dirán que AMLO no cierra medios, como hizo Díaz Ordaz con revistas como “Política”; dirán que no interviene al interior de periódicos, como hizo Echeverría con “Excélsior”, ni hace campañas para quitar fondos a diarios semanales como “Proceso”, que es lo que hizo López Portillo, ni saca del aire a periodistas independientes, como hizo Calderón con Aristegui, por mencionar solo algunos casos. Sí, todo eso es verdad, y es un avance de nuestra frágil democracia. Ahora bien, AMLO también tiene sus medios consentidos, como cualquier otro presidente: tal es el caso de La Jornada, que entre 2019 y 2020 recibió más de 456 millones de pesos por publicidad oficial, que son cerca de 50 millones más que el presupuesto anual del CIDE, por ejemplo. Obviamente AMLO no ordena acallar periodistas, pero tampoco ofrece garantías de protección, como demuestran las estadísticas.

También es cierto que AMLO no mete a la cárcel a periodistas que disienten o que le son incómodos, pero es innegable que se ha creado un sistema que se asemeja a los “actos de repudio” en Cuba: cuando alguien no estaba en acuerdo con el curso de la revolución y decidía irse de la Isla –especialmente durante la crisis del Mariel–, no era necesario que desde el gobierno se reprimiera a quien así lo declaraba. En ese caso, los Comités en Defensa de la Revolución iban a la casa del desertor y lo imprecaban verbalmente, le atacaban, cortaban sus suministros y lo agredían físicamente. No tenía que haber una orden ejecutiva para castigar el disenso, sino simplemente dejar que actuaran libremente los grupos en favor del gobierno. Algo similar ocurre hoy en redes, como ha documentado el Signa_Lab del ITESO en diversas ocasiones: quien cuestione al presidente se convierte automáticamente en el enemigo, pues cuentas de esa red, de manera coordinada se dedican a atacar, amenazar y buscar aplastar cualquier oposición, creando así un ecosistema de opinión en donde se puede criticar todo, menos al presidente…justo como ocurría en el mejor momento del presidencialismo mexicano.

Considero que una manera de superar la situación actual pasa por normalizar la crítica como una parte central de nuestra cultura democrática. Ese debería ser el gran legado del “primer gobierno de izquierda” –ya hubo otros gobiernos de izquierda importantes, que son omitidos convenientemente, pero eso es otro tema–. Al gobierno le tocará aprender a tolerar la diferencia, mientras que a nosotros elevar la calidad de nuestros argumentos y de nuestra información, algo indispensable para de paso desmarcarnos de la mayoría de las voces opositoras, quienes odian visceralmente al presidente, y que salvo honrosas excepciones, suelen ser una pena absoluta.

Solo resta decir que realmente existimos quienes consideramos que el presidente no es ni un Dios ni una bestia –parafraseando a Pascal–, sino que se trata de alguien como nosotros, con la única diferencia de que ejerce el encargo de funcionario público.

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