Billie Holiday: El duro camino de una voz eterna

Esta entrada forma parte de la sección El Canon del Jazz

El jazz es la consecuencia de un diálogo lleno de tensiones que duró varios siglos y fue Louis Armstrong quien terminó de darle su forma definitiva. Si bien es cierto que desde que el jazz es jazz, su historia está marcada por muchos “antes y después”, el “antes y después” que emergió de su trompeta es el auténtico big bang de la música improvisada.

Pero Armstrong también tuvo su propio “antes y después” y según sus propias palabras ese fue el «Ain’t Misbehavin’» del Fats Waller, que Satchmo interpretó en un espectáculo llamado Keep Shufflin’ que se estrenó en 1928. Años después del trompetista diría «Estoy convencido, de que esa canción magnífica y la oportunidad que tuve de tocarla fueron de enorme ayuda para darme a conocer por todo el país».

Como explica Gioia “el éxito de Armstrong resulta aún más extraordinario si se tiene en cuenta que no aparecía en el escenario, sino que se limitaba a cantar y tocar la canción desde el foso de la orquesta durante los entreactos”. Pero a la luz del tiempo, no sorprende el impacto de esa trompeta.

El escritor y crítico de jazz Gary Giddins, asegura que con Armstrong (y sus Hot Five-Hot Seven) por primera vez sabemos que el Jazz es un arte. Resulta extraordinariamente novedoso porque primero establece que el Jazz será un arte de solistas, no de grupos. En segundo lugar confirma que la base, la sangre, la vida de esta música será la estructura del Blues. Lo tercero y más significativo, la innovación más importante de la música americana, la más sorprendente; Armstrong inventó lo que, a falta de una palabra más específica llamamos swing. Él creó el tiempo moderno y por eso la música que improvisó en 1928 nos sigue emocionando de la misma forma.

Es por eso que a partir de ese momento en que Waller proporcionó las condiciones para que Armstrong fuera conocido, ahora lo que Armstrong hacía se convertía en el referente para las y los demás músicos de su época. Así que si Ain’t Misbehavin’ hizo famoso a Armstrong, ahora algunas de las voces más importantes del jazz la tomarían como propia, incluyendo a una mujer proveniente de Baltimore llamada Eleanora Fagan.

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Quizá este nombre no les dice mucho, pero su voz es inconfundible. Alguna vez expresó “Si hubiera escuchado a Pops y Bessie a través de la ventana del salón de algún ministro… habría estado haciendo recados para él”. Pero la pequeña Eleanora, con tan solo 6 años, no escuchó a Armstrong ni a Smith con un ministro, sino en el burdel de Alice Dean que podía darse el lujo de tener un fonógrafo y unos cuantos discos. Siempre cantaba mientras trabajaba, ya fuera haciendo esos recados para Alice o haciendo la limpieza para señoras blancas de Baltimore; cantó todo lo que había oído y al final eso haría la diferencia en una vida marcada por la tragedia.

Se apellidaba Fagan porque su bisabuela tenía una de esas casas especiales en la plantación de el señor Charles Fagan, una donde además de alojar a su esclava negra, vivían 16 de sus hijos e hijas. Eleanora tenía una relación especial con su bisabuela y estaba con ella cuando murió. Pero cuando se trató de buscarse un nombre para los escenarios prefirió optar por su apellido paterno, aun cuando no se le había registrado con el y quizá para borrar de su historia el peso de la opresión de aquel hombre blanco.

Además su padre era músico así que era parte de la continuidad de esa herencia… y no debió ser un mal músico porque tocando la guitarra Clarence Holiday llegó hasta la influyente orquesta de Fletcher Henderson.

Pero mientras su padre se alzaba hasta ese importante punto, su pequeña hija todavía estaba por vivir tiempos difíciles. Antes de adoptar el nombre Billie, por la admiración que profesó en su juventud por la estrella del cine mudo Billie Dove, Eleanora sufrió abusos y atropellos de cada hombre que se atravesó por su vida. Desde el sujeto que intentó violarla a los 10 años, en su natal Baltimore, pasando por el juez que se negó a creerle, hasta el político de Harlem que la encerró cuando se negó a complacerlo, en un momento de su vida en donde la circunstancias la llevaron a ejercer la prostitución.

La música siempre estuvo ahí para salvarla. Después de salir de esa prisión “donde las ratas eran casi tan grandes como gatos”, decidió que ya no sería una prostituta. Su madre estaba enferma y no podía trabajar. El alquiler estaba vencido. “Teníamos tanta hambre que apenas podíamos respirar”. Billie partió en una tarde muy fría y caminó por la Séptima Avenida desde la Calle 145 hasta la Calle 133. Cubrió todos los bares, clubes, cabarets, after hours (y en ese entonces podría haber una docena por cuadra) y pidió trabajo, cualquier tipo de trabajo que no implicara volver a su vida pasada.

Antiguos clientes se acercaron pero ella los rechazó. Entró en el mítico Catagonia Club, también conocido como Pod’s and Jerry’s. Pidió una bebida, la primera que había tomado, sin un centavo en el bolsillo. Le dijo a Jerry Preston que quería probarse como bailarina. Entonces Dick Wilson, el pianista de la casa, tocó algo y ella dio dos pasos… Fue lamentable.

Entonces Wilson dijo: “Chica, ¿puedes cantar?” “Claro que puedo cantar… ¿Pero de qué sirve eso?” Pero ella le pidió que interpretara el tristemente optimista Trav’lin All Alone de Earl Hines para demostrar que podía. Era como algo salido de un musical de la década de 1930. La gente dejó de hablar. Dejaron de reír. Dejaron de beber. Sus mandíbulas cayeron. Algunos empezaron a llorar. Wilson la condujo al Body and Soul. Todos en la habitación estaban con ella. Y cuando terminó, nadie aplaudió. Hubo un silencio muerto y aturdido que se rompió por una lluvia de monedas que cayeron sobre la pista de baile donde ella estaba parada.

Recogió 38 dólares y le dio la mitad a Wilson. Preston se acercó y dijo: “Chica, tú ganas”. “Lo primero que hice fue comprar un sándwich”, recordó Billie más tarde. “Me lo tragué… Salí corriendo por la puerta. Compré un pollo entero. Corrí por la Séptima Avenida hasta mi casa. Mi madre y yo comimos esa noche…” A los quince años, Billie Holiday era cantante profesional y otro de esos “antes y después” de la música moderna.

A partir de ese momento lo que Billie Holiday tenía que decir, lo dijo musicalmente. Su musicalidad no era un aspecto de su acto, era su esencia. Y esa maestría musical le valió el reconocimiento y el respeto de los músicos de todo tipo, todos los estilos, todas las escuelas, en todo el mundo. Cuando Billie Holiday cantaba The Man I Love o I Cried for You o Yesterdays o Them There Eyes, las canciones se volvían completamente suyas; a veces, incluso en formas que sus compositores originales no aprobaban del todo pero que, como el Ain’t Misbehavin’ de Waller en la trompeta de Armstrong, se volvieron eternas en su inigualable voz.

Billie Holiday tenía un excelente gusto intuitivo y talento para la melodía. Pero no el tipo de gusto que la haría negarse a hacer canciones inferiores o rechazar canciones medianas. De Louis Armstrong, aprendió a abrazar cualquier canción y transformarla. Podía detectar las debilidades en una canción popular, deshacerse de ellas y cantar algo propio en su lugar. Ella misma lo expreso así; “Odio cantar directamente. Tengo que cambiar una melodía a mi propia manera de hacerlo. Eso es todo lo que sé”.


Podía hacer melodías muy especiales con material muy banal. Incluso tenía un don con las buenas melodías. Ella abre The man I love subiendo una nota, agregando un acento extra, retrasando una frase ligeramente, y la vuelve a componer de ese modo. Cambia una nota en la apertura a More Than You Know, dobla otra y nos da una nueva y rica canción. También sabía cuándo dejar en paz una canción superior. Escúchala en Lover Man o en su propia canción, God Bless the Child.

Quizás el mejor ejemplo de todos viene con These Foolish Things, que como el propia Gioia señala, pudo convertirse en una canción artificiosa y ñoña, que pertenece al tipo de canciones-lista de los británicos pero que tuvo la fortuna de llegar a la voz de Billie Holiday quien la grabó dos veces, una en 1936, al principio de su carrera, y otra vez en 1952. En la primera versión, que llegó a las 10 más escuchadas, uno puede sentir que detectó ciertas debilidades en la melodía, dobla algunas notas y evita otras, creando lo que Gioia considera la versión definitiva de esta pieza.

En el These Foolish Things de 1952, Billie Holiday tomó algo que era simplemente superficialmente bonito y lo convirtió en algo eterno y hermoso. Su voz había cambiado para entonces. Algunos decían que se había deteriorado y otros aseguraban que se había ido para siempre. Estaban equivocados. Ella cantaba y hablaba más que cantar, es cierto. Pero el borde deshilachado de ese sonido no provenía de los cambios en su voz, sino de un sollozo reprimido, un sollozo tan profundo que si alguna vez lo dejaba ir, le provocaría un dolor más desgarrador y lágrimas más duraderas de lo que cualquier humano podría soportar.


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Billie Holiday fue encontrada acostada en la cama del pasillo de un hospital municipal de Nueva York en julio de 1959. Había estado allí, delgada y consumida, durante días sin que nadie supiera quién era. Nadie, salvo los agentes del Estado americano que la persiguieron por su impacto en la lucha de los derechos para el pueblo afrodescendiente. Murió días después en una habitación privada, detenida y custodiada por posesión de estupefacientes.

Apenas se puede creer que alguien tan grande como Billie Holiday falleciera en tales condiciones. Pero en realidad su muerte, como su vida, nos habla con toda claridad del sustrato de opresión racial y sexista de donde proviene el jazz. Aún así sus canciones, el hecho innegable de que su música sea una fuente de alegría que a traviesa a millones de personas de todas las generaciones que han habitado este mundo desde su partida, la convierten en un icono de resistencia que seguirá dando forma a lo más digno de la condición humana. Su compromiso fue tan grande que nos legó la canción del siglo XX, Strange Fruit, sobre la cual hablaremos en otra ocasión.

 

Texto de O’tan Huerta con información extraída de los libros Jazz Changes (Martin Williams), “El Canon del Jazz” (Ted Gioia), Louis Armstrong (James Lincoln Collier) y la serie documental “Jazz” (Ken Burns)

 

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