Louis Armstrong: El bufón que gobernó la corte

Esta entrada forma parte de la sección El Canon del Jazz

Aunque el jazz fue y sigue siendo una herramienta de lucha, como todo acto de rebeldía fue perdiendo importantes batallas ante un sistema de dominación que entre sus muchas estrategias sabe encontrar las formas de perpetuarse, tragando parte de las resistencias y devolviéndolas más suaves, más digeribles, más blancas. Los mitos que rodean a Storyville son un ejemplo de esto. Se tiende a pensar esa “zona de tolerancia” en la ciudad de Nueva Orleans como un sustrato amable para ver crecer la historia temprana del jazz, pero una revisión minuciosa nos dice que ese sitio no sonaba precisamente como el Basin Street Blues. 

Duke Ellington decía que “El recuerdo de las cosas pasadas es importante para un músico de jazz”, sin duda se refería a los buenos recuerdos de un amor pasado, pero también al dolor de la despedida y sobre todo a la lucha que cada cual tuvo que dar para sobreponerse al odio blanco que les cercaba desde la infancia. 

La crudeza, la brutalidad que enfrentaron quienes forjaron el arte del jazz, suele narrarse desde una perspectiva romántica, pero en realidad resulta todavía más extraordinario que desde esos márgenes, las y los músicos lograran no solo resistir sino construir una de las artes más elevadas y profundas. Y sobre todo es realmente valioso que, viviendo rodeados de las peores experiencias que una vida humana puede experimentar, hayan producido tanta belleza.  

Cuando revisamos la vida de los grandes jazzistas, nos damos cuenta de que, además de la tradición de resistencia frente al poder político, debían enfrentar demonios personales; la mayoría sufrió abusos y maltratos en la infancia y encontraron en la música el espacio para fugarse de su tragedia. Ese encuentro con lo más grotesco de lo humano y esa luminosa respuesta que encontraban en una batería, una trompeta, un bajo, una guitarra, un saxofón, un piano o en la propia voz, definieron la personalidad de cada una y uno de los genios que dieron forma al jazz.  

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El camino de una pasión es extraño y muestra tantas formas como personas hay en el mundo. Algunas llegan muy tarde pero llegan, otras nos rodean pero simplemente no son escuchadas y aunque claramente es más fácil encontrarlas en espacios de privilegio, el jazz demuestra que a veces la pasión más grande, la más potente y transformadora surge de los estratos más difíciles. La pasión de Armstrong es de esas, y del tipo que golpea una vida desde muy temprana edad y no la deja hasta el último de sus días. 

“En Armstrong -explica Lincoln Collier– los sentimientos fluían con más facilidad que en muchos de nosotros, criados en circunstancias más comunes. Y éste es el motivo por el cual no sólo su música, sino toda su personalidad atrapaban a tanta gente: siempre nos estaba diciendo honestamente lo que sentía. Se hallaba presente para nosotros todo el tiempo. No había nada opaco entre nosotros y la parte más profunda de su ser. Eso se encontraba allí, delante nuestro”. 

En la excelente serie documental “Jazz” de Ken Burns, se plantea que Armstrong estaba enormemente agradecido con la familia blanca de origen judío que le trató como un ser humano, en particular de la señora Karnofsky, quien “insistía en que cenara cada noche antes de regresar a casa”. Wynton Marsalis explica que, después de vivir en medio de peleas con cuchillos y pistolas, en un ambiente en donde su propia madre tenía que prostituirse para darle de comer a él y a sus hermanos, que la familia Karnofsky le tratara con respeto cambió su perspectiva de las cosas; “Piensen en un niño que ve que algo está mal. Y después entiende que es el color de su piel. Llamado “negro” de manera irrespetuosa y entonces aparece alguien que es como todos los que te degradan, pero son buenos contigo. Te invitan a su casa, te cuidan, te dan de cenar… y es siendo niño con los Karnofsky que se da cuenta de que todos somos humanos.” 

Pero Armstrong, no experimentó esto de tal manera que le hiciera perder de vista lo que significaban estos gestos para un pueblo que de todas formas estaba obligado a permanecer en una posición de sumisión. Años más tarde le expresó a un reportero: “En aquellos días, si no tenías un blanco que te respaldara, que colocara la mano sobre tu hombro, eras sólo ese maldito negro desgraciado. Si un negro tenía al blanco indicado que llegase hasta la ley y dijese: ¿Qué diablos haces encerrando a MI negro?, entonces la ley lo dejaría en libertad… ¡Cae en esa maldita celda sin tu jefe blanco y allí vienen las cadenas!” 

Los Karnofsky, que vendían carbón a las prostitutas de Storyville eran ese blanco para Armstrong pero curiosamente parece que él nunca se dio cuenta de ello, ni tampoco de que “esos blancos” que le respaldaban solo para explotarlo cada vez más siguieron apareciendo durante toda su vida. El documento Karnofsky, un texto de memorias que Armstrong escribió en su lecho de muerte, es el registro más complejo de la mente del músico. En ese texto, que suele presentarse desde lo menos polémico (en otro de esos ejemplos de como para vender un mito es necesario suavizarlo) Armstrong vanagloria a la comunidad judía y se centra en una suerte de repudio por su pueblo, el pueblo afrodescendiente que sin duda también le violentó cuando era un pequeño, creciendo en la miseria de Storyville 

Ningún músico como Satchmo1Apodo que deriva de la abreviatura de Satchelmouth (boca de bolsa) por la forma que tenía de embocar la trompeta. representa mejor los contrastes en la resistencia de las personas racializadas a principios del Siglo XX, ya que nadie puede negar el artefacto de liberación personal que le significó su primera trompeta2Por cierto, la propia narrativa de Armstrong, rompe la idea de que esa trompeta haya sido un regalo de Morris Karnofsky, sino que se trató de un préstamo que Louis debió pagar con su trabajo. Con la historia de Armstrong, también se romantiza el trabajo infantil., ni tampoco deberían olvidar que con Armstrong se experimentó la industrialización de los afectos; vendiendo una mezcla de felicidad y esperanza a toda una sociedad marcada por el odio y la división, pero no para romper esa marca sino para matizarla.  

Quizá nadie lo expresa mejor que Dalton Anthony Jones, experto en estudios afroamericanos con el grado de Doctor en la Universidad de Yale: “Aunque estaba claro que el bufón de la corte se estaba muriendo, nadie se atrevió a sugerir que su papel como alquimista de la armonía racial y la alegría era el veneno que lo estaba matando. Armstrong siguió siendo el favorito de la industria de la cultura pop estadounidense hasta el final. Durante más de cinco décadas había servido en el frente del combate emocional, un soldado de buena voluntad durante una era de luchas civiles en el país y hostilidad de la guerra fría en el extranjero. Por supuesto, hubo algunas quejas. Una nueva generación de militantes no estaba dispuesta a fomentar ninguna ilusión sobre su descontento con el status quo de la nación. En 1968, mientras las ciudades del interior ardían, cuando el poder negro se apoderó del Movimiento de Derechos Civiles, mientras las protestas contra la guerra de Vietnam estallaron, cuando los activistas blancos se apoderaron de la Convención Demócrata en Chicago, era difícil ignorar el hecho de que Armstrong no solo permaneció silencioso sobre estos temas, pero eligió grabar e interpretar la “Balada de Davy Crockett” (una oda a las fundaciones coloniales de la nación), “Zip-a-Dee-Doo-Dah” (una melodía sentimental de plantación digna de Thomas Nelson Page), y la canción que probablemente ha llegado a definir su imagen pública más que cualquier otra, “What a Wonderful World”.” 

Como vemos, para algunas personas vender ese compuesto de falsa alegría que escondía la brutalidad de la época, también era venderse a sí mismo. Y aunque nadie podría culpar a Louis de aprovechar el espacio que esa mano blanca protectora le había dado para salir de la miseria que se le había impuesto al nacer encerrado en el cuerpo de un niño de piel negra, es importante entender que en la historia del jazz, los dueños de la industria han favorecido ese tipo de relatos para desplazar en el imaginario popular la importancia de la rebelión de este arte frente al poder. 


Armstrong, siguió aferrado hasta el último de sus días a buscar el aplauso popular, incluso si para ello debía rechazar públicamente el valor de la nueva ola bebopera (una ola que irrumpía no solo para elevar a su máxima expresión a la música negra, sino para lanzar un mensaje de frente contra la opresión racial). Un aplauso que además siempre encontró fácilmente, al grado de desplazar momentáneamente a los Beatles con su “Hello Dolly”, que se mantuvo por algunas semanas en el número uno cuando la irrupción imparable del pop británico llegó a los Estados Unidos . Una anécdota del Doctor Gary Zucker ilustra lo que significaba esto para Satchmo. En una de sus últimas visitas al hospital, cuando los efectos de una dieta alimenticia que a pesar de su pequeña estatura le llevara a pesar hasta 120 kilos en algún momento de su vida, Zucker tuvo esta conversación cuando le recomendaba dejar los escenarios:  

“Podrías caer muerto mientras estás tocando. El respondió: Está bien doc, no me importa. Entonces hizo algo muy interesante. De pronto pareció transportado y ahí sentado en la camilla me dijo: – Doc, tú no comprendes. Toda mi vida, toda mi alma, todo mi espíritu está en soplar esta trompeta. Permaneció sentado con una expresión distante mientras soplaba una trompeta imaginaria… -Tengo un compromiso y la gente me está esperando. Tengo que hacerlo doc, tengo que hacerlo.” 

Pero, como suele suceder en artistas de su renombre, le importaba por igual la aceptación de la crítica. En la biografía de Armstrong que escribió James Lincoln Collier, se revela que su última decepción, días antes de su muerte, fue la opinión facilona de un “crítico” que despedazó su último espectáculo y que ni siquiera merece ser nombrado.  


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Según Joe Sully, el cuerpo cansado de Armstrong se desanimó más cuando escuchó de primera mano la narrativa de aquel comentador: “Subimos ahí y el sujeto estaba diciendo cosas espantosas sobre el espectáculo. Lo cual no era necesario”… Sully, sin embargo, pasaba por alto que para la industria lo único necesario es vender y a nadie de la industria le importaba Armstrong si no lo que vendía, y al final de su carrera lo único que podía vender era su propia decadencia. 

Según Collier, Louis solo se limitó a preguntar a Joe Sully si seguiría representándolo: “Después de toda la adulación, los éxitos discográficos, las presentaciones ante reyes; después de todos los premios, las miles de notas en periódicos y revistas; después de una docena de filmes, cientos de programas televisivos, miles de emisiones radiales; después de todo aquello tenía tan poca confianza en sí mismo que una sola crítica apresurada, hecha por un desconocido, podía llegar a destruirlo”. Uno puede mirar en la descripción de Collier, además de la tristeza del propio Armstrong, a esta figura mínima del crítico que, eclipasado siempre por quienes debe evaluar, intenta aprovecharse del declive de un artista para ganarse cierto lugar en la historia.   

Aunque consideraba importante retratar la dualidad de Armstrong como artista y como producto comercial, personalmente no me identifico con quienes, a la luz de las herramientas de análisis actuales que permiten establecer los claroscuros de un personaje como Armstrong, le tachen de “bufón de la corte”. Prefiero verle como ese niño que reconoce que su trompeta es un puente de liberación y sobre todo, desplazando cualquier narrativa, el hecho innegable y trascendente de que, aun buscando el aplauso de la gente para sentirse humano (ese sentimiento que la sociedad diseñada por la mano blanca americana le negaba por su origen) logró erigir uno de los legados artísticos más universales. Hay pocos ejemplos en la historia de personas que, dedicadas (a veces sin saberlo) al mero hecho de entretener, logran construir un arte auténtico, que se sostenga por sí mismo gracias a sus valores estéticos y que prescinda de toda narrativa para darle sentido. Louis Armstrong es una de esas personas.  

Siento que sin dejar de mirar que cualquier arte, cualquier persona, puede ser devorada por el status quo, es importante pensar el sonido de su trompeta, no como esa cortina con la que buscaban ocultar la marca de opresión que caracteriza a los Estados Unidos desde que se alzó sobre los hombros de las mujeres y los hombres esclavizados, sino como un relato que nos convoque hacia un futuro que efectivamente logré resolver las tensiones de la humanidad; un sonido que disuelva por fin el egoísmo y la miseria profunda de quienes se sienten superiores por su sexo, su color de piel o su estatus social. 

Texto de O’tan Huerta con información extraída de Jazz Changes (Martin Williams), “El Canon del Jazz” (Ted Gioia), Louis Armstrong (James Lincoln Collier), la serie documental «Jazz» (Ken Burns) y ‘Louis Armstrong’s “Karnofsky Document”: The Reaffirmation of Social Death and the Afterlife of Emotional Labor’ de Dalton Anthony Jones.

Referencias

Referencias
1 Apodo que deriva de la abreviatura de Satchelmouth (boca de bolsa) por la forma que tenía de embocar la trompeta.
2 Por cierto, la propia narrativa de Armstrong, rompe la idea de que esa trompeta haya sido un regalo de Morris Karnofsky, sino que se trató de un préstamo que Louis debió pagar con su trabajo. Con la historia de Armstrong, también se romantiza el trabajo infantil.
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