¿Guardia Nacional? El oscuro rostro del Ejército a través del Cine

Por Alberto Colin Huizar

La Guardia Nacional es una iniciativa política de grado constitucional en materia de seguridad pública que el presidente Andrés Manuel López Obrador defiende como la principal solución para enfrentar los problemas de inseguridad y violencia en el país. La intención general es instaurar a nivel nacional un cuerpo de seguridad militarizado que agrupe las distintas corporaciones policiacas (naval, militar y federal) bajo su propia reglamentación interna y sujetos a mandos militares centralizados que respondan directamente al Secretario General de la Defensa Nacional y, a su vez, al presidente de la república. En este escenario, el partido político Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), con mayoría en las cámaras legislativas, planea debatir a principios de 2019 el primer dictamen enviado por el ejecutivo federal para modificar, eliminar o agregar elementos en cada uno de los párrafos que constituye la nueva estrategia jurídica para la creación de la Guardia Nacional. Sin su aprobación legislativa, ni marco legal que lo respalde, el presidente ya emitió la primera convocatoria para incorporación de elementos en la Guardia, porque “lo ameritan las circunstancias”, sostuvo la mañana del 3 de enero.

El modelo de militarización de la vida para afrontar la inseguridad no es nuevo. En 2006 Felipe Calderón instaló la “guerra contra el narcotráfico” al enviar batallones del ejército a las calles con el discurso de “combatir” la delincuencia con labores de vigilancia y seguridad, la cual generó violencia sistemática sobre ciertos sectores de la población (clases populares) y graves violaciones de derechos humanos. El modelo continuó durante el sexenio de Peña Nieto, quien también planeó la militarización de la seguridad pública mediante la Ley de Seguridad Interior que, tiempo después, fue invalidada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al considerar que la operación de los cuerpos castrenses debe limitarse a aspectos estrictamente del orden militar, más no de seguridad pública [1]. Además, el concepto de “seguridad interior” era ambiguo y no existía precisión sobre las implicaciones jurídicas en el actuar de las fuerzas armadas. Anteriormente, se creó la gendarmería nacional, así como la policía federal en el sexenio de Vicente Fox, pero estos modelos de organización policial han sido objeto de profundas críticas y desconfianza social, precisamente por estar anclados en esquemas de complicidad con grupos criminales (el caso Tierra Blanca, Veracruz [2]), ejecuciones extrajudiciales (la masacre en Apatzingán, Michoacán [3]), construcción de evidencia y protección de negocios ilícitos (sobornos millonarios a Genaro García Luna, Secretario de Seguridad Pública al mando de la policía federal [4]).

Tres datos ilustran las consecuencias del modelo de seguridad de guerra interna en México: 1) El sexenio de Peña Nieto (2012-2018) deja como herencia un saldo de 121 mil 940 personas asesinadas, una cifra aún mayor que en el sexenio de Felipe Calderón [5]. 2) Existen alrededor de 35 mil personas desaparecidas en el país, con registros oficiales y no oficiales muy diversos [6]. 3) De 2006 a 2016 se han encontrado 1,978 fosas clandestinas en 24 estados, un método de eliminación de personas, lo que el Quinto Elemento Lab [7] denomina “el país de las fosas”. Quizá en muchas de estas fosas se encuentren los cuerpos de un porcentaje importante de lxs desaparecidxs en el país. Para terminar, el diagnóstico más actual sobre la percepción de la inseguridad en la vida cotidiana arroja que un 74.9% de la población de 18 años en adelante, considera que vivir en su ciudad es inseguro [8]. No quiero decir que este horror es consecuencia directa de los cuerpos policiacos y militares, pero sí son responsables en gran parte por seguir un patrón de operación que produce violencia sistemática en vez de atender la prevención del delito. No obstante, a pesar de los altos índices de violencia, prevalece una percepción más o menos general que apunta a que el ejército mexicano y la Marina son las instituciones de seguridad del Estado más confiables. Pero cabe preguntarnos si la continuidad del ejército en la calles podrá revertir esta realidad, además de cuestionarnos porqué muchas(os) mexicanas(os) siguen confiando en que mandar a los militares a patrullar es la mejor opción o sí es verdad que si regresan a los cuarteles estaremos en la “indefensión”, como señaló López Obrador.

El principio (1973)

No parece exagerado asumir que el gobierno de MORENA se ha arropado de esta percepción general no por casualidad, sino como la pieza de una estrategia política más amplia que el Estado impone para la dominación de las clases populares con el uso del brazo armado. Habrá que recordar episodios simbólicos antes y después del primero de diciembre de 2018 que muestran la estrecha relación entre el cuerpo castrense y el presidente electo. Dos días antes de tomar posesión, López Obrador se mostró cercano con el ejército mexicano, la Marina y la Fuerza Aérea en un evento público celebrado en el campo militar número uno, donde les pidió su apoyo para emprender la Cuarta Transformación del país, argumentando que ellos son “pueblo en armas”. La señal de confianza depositada en la agrupación armada contrasta con la nula presencia y acompañamiento a las corporaciones policiales. Un día después, Manelich Castilla, comisionado de la policía federal, llamó al presidente a que conociera la corporación policiaca y confiará en su excelencia. En resumen, la Guardia Nacional es la moneda que está jugando el ejecutivo federal que decide por la continuidad del ejército en las calles y la integración progresiva de las policías a la lógica militar. Una apuesta arriesgada si consideramos el pasado nada decoroso de las fuerzas armadas. Cualquiera que haya leído la obra de Carlos Montemayor entenderá el papel del ejército en la violencia de Estado y su rol contrainsurgente [9].

Sin embargo, somos un pueblo con poco conocimiento de la historia. Vale la pena preguntarse ¿Por qué seguimos creyendo en los militares cuando sabemos de su actuación en la masacre estudiantil de 1968, en la Guerra Sucia de la década de 1970 o en su estrategia contrainsurgente en territorio chiapaneco desde 1994?, ¿Por qué ignoramos que planearon y ejecutaron represiones como el “Halconazo” en 1971 y ordenaron “abatir” a civiles en Tlatlaya en 2014? y ¿A quién le conviene que olvidemos estos episodios históricos?

Cuando no hay ventanas suficientes para ahondar en la historia del marco de impunidad que envuelve a las fuerzas armadas, el cine resulta ser una herramienta esencial. A continuación recupero algunos ejemplos de películas mexicanas que abordan las violaciones de derechos humanos, ejecuciones y desaparición de personas a manos de miembros del ejército:

La película “El principio” (1973) dirigida por Gonzalo Martínez Ortega relata los abusos del ejército de Victoriano Huerta en los albores de la revolución mexicana. La primera escena del filme muestra la violación y asesinato de una mujer y un niño cometido por un general que de manera impune realiza los actos ante la mirada de su batallón. La trama de la película se desenvuelve en el inicio de la revolución y muestra cómo los nacientes grupos armados funcionaron al servicio de caciques locales que despojaron tierras a comuneros en el norte del país. La resistencia de campesinos y herreros frente a las fuerzas armadas detona una violenta batalla que produce numerosas víctimas.

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Una producción muy censurada fue “Rojo amanecer” (1989) dirigida por Jorge Fons, la cual describe los hechos ocurridos en la matanza del dos de octubre de 1968 en la plaza de las tres culturas de Tlatelolco. A partir de una narrativa situada en la historia de una familia habitante del edificio Chihuahua, el filme arroja elementos para comprender la participación del ejército y del batallón Olimpia en el operativo organizado por el Estado para exterminar el movimiento estudiantil. Con un guión muy bien realizado, los diálogos entre los miembros de la familia explican la condición política del momento y enarbolan argumentos para comprender el horror vivido en Tlatelolco sin necesidad de mostrar escenas explicitas de la represión. La escena final de la película que durante años fue prohibida, muestra un soldado vigilando la zona después de la masacre.

Rojo amanecer (1989)

Por su parte, la película “El violín” (2006) dirigida por Antonio Vargas, contextualiza una historia de injusticia social que plantea de una manera particularmente interesante la acción de las fuerzas armadas. “El Violín” narra la vida de Don Plutarco, un violinista que junto a su familia, apoya a una organización político-militar en un contexto rural que se mantiene en lucha frente a la clase dominante. Un día, el ejército mexicano invade su pueblo e instala sus tropas en la región como parte de un plan contrainsurgente para eliminar la “guerrilla”. La represión militar, sus métodos de tortura para extraer y construir información y la violencia que desatan los soldados en el pueblo muestra las contradicciones del cuerpo castrense. Los actos de violación, tortura y ejecución dibujados de manera sugerida por el filme condensan las prácticas sistemáticas del ejército.

Por último, dos producciones más actuales en el género documental contribuyen a mostrar las atrocidades organizadas y ejecutadas por miembros activos del ejército. En “Hasta los dientes” (2018) dirigida por el joven Alberto Arnaut, se desenmascara la impunidad de las fuerzas armadas en la ejecución extrajudicial de Jorge y Javier, estudiantes de excelencia del Tecnológico de Monterrey, quienes fueron ultimados por elementos del ejército mexicano al ser confundidos con sicarios del “crimen organizado”. Mediante una narrativa que aborda múltiples miradas, registros, documentos e incluso un video donde se observa la modificación de la escena del crimen, se evidencia el diseño de un complejo aparato de criminalización de las víctimas y de una red de impunidad que involucra la jerarquía militar que encubrió los hechos.

Así mismo, el documental “Mirar morir. El ejército en la noche de Iguala” (2017) dirigido por Coizta Grecko, es quizá la más profunda investigación sobre el papel de los militares en los hechos del 26 y 27 de septiembre del 2014, cuando desaparecieron forzadamente a 43 normalistas de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero. El trabajo fílmico ahonda la historia de represión, control social y violencia de las fuerzas armadas en territorio guerrerense en la época reciente. Muestra con claridad las contradicciones en el discurso gubernamental respecto al rol de los soldados y las consecuencias de sus operativos en el marco de la política de “guerra contra las drogas”. También explica con plena coherencia la participación del ejército en tareas de inteligencia, vigilancia y ejecución de operativos específicos, así como concluye con líneas de investigación muy claras para indagar en la participación oculta de los militares en crímenes de lesa humanidad.

Si queremos impulsar la difusión de la historia no contada del ejército mexicano, el cine ha demostrado que los militares históricamente no representan los intereses de los de abajo. Si bien se trata de una narrativa cultural que, sobre todo en las producciones del cine ficción, representa una visión particular de sus creadores, en su conjunto es una estructura de denuncia importante e incluso validada por la censura de la que fueron objeto en su época. Las referencias podrían continuar con una lista amplia de producciones cinematográficas que cuando menos podrían hacernos dudar de la eficiencia de los cuerpos militares. Ahí se encuentra uno de los valores profundos de la cultura y el arte, el de recordarnos que la historia no se borra con discursos y buenas intenciones, que por más que depositemos nuestras esperanzas en ellas no existen las mágicas transformaciones que inviertan de la noche a la mañana el papel de los opresores, ni liberen a los oprimidos.

Referencias:

 

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