Tres estudiantes, tres consignas, tres consideraciones

Tres estudiantes desaparecen de golpe. Se escucha como un eco de otros 43, que desaparecieron casi cuatro años antes. Como un eco de muchos en el entretiempo. Ahora tres y en la misma semana otros tres, que ya fueron localizados: vivos o muertos, no como los desaparecidos. No como el “Otro” des-realizado del que habla Judith Butler, atrapado en una forma “interminablemente espectral”, blanco de una violencia que “se renueva a sí misma frente a la aparente inasibilidad de su objeto”, atacado una y otra vez.

En una marcha, una consigna como #NoSonTresSomosTodxs puede tomarse de una multiplicidad de maneras. Una primera: que los desaparecidos no son tres, sino muchos más. Segunda: que lo que sucede ahora mismo con Marco, Daniel y Salomón puede ocurrir también con nosotros: que la desaparición está cada vez más extendida, que todos somos desaparecidos en potencia. Tercera: que al desaparecer a otros también desaparecen algo nuestro, un pedacito de los no-desaparecidos que queda suspendido con esta espectralidad. En el límite, todas estas lecturas se cruzan justo donde nosotros mismos tenemos algo en común y es la vulnerabilidad: que nos están desapareciendo.

Pero esa consigna también trata de producir un cuerpo colectivo. Decir que no son tres, que somos todxs, es intentar-inventar una colectividad que camina y resiste junta en este panorama adverso: más que constatarla, hacerla venir. Franco Bifo Berardi: “una sublevación colectiva es antes que nada un fenómeno físico, afectivo, erótico. La experiencia de una complicidad afectuosa entre los cuerpos.”

Sin embargo, nada de esto ha de convertirse en un pretexto para la homogeneización, que de cualquier manera no es necesaria: “no necesitamos conectarnos a un solo modelo de comunicación, un solo modelo de razón, una sola noción del asunto, antes de que estemos en capacidad de actuar” (Butler). Tampoco hemos de usar lo anterior para creer que somos iguales: que estamos parados en el mismo sitio solamente porque pisamos un mismo suelo. Hay vidas que no son dignas de ser lloradas, marchadas ni, en última instancia, vividas: vidas que no valen como vidas.

Consignas como “somos estudiantes, no somos delincuentes” dan cuenta de esto. Si protestamos contra la desaparición de alguien, ¿por qué habríamos de hacerlo marcando una distinción con los Otros? Si no se tratara de estudiantes, si se tratara de delincuentes, ¿quién marcharía también? Nos quejamos de que se impute a los desaparecidos haber andado en “malos pasos” y denunciamos la criminalización de los estudiantes, pero hemos caído en una criminalización de los criminales.

Por eso también en la marchas se escuchan otros coros, coros minoritarios: “somos delincuentes, no somos estudiantes”. Contextualizar esa consigna implica no reducirla a una apología de la delincuencia (no en un sentido corriente). Tanto como la anterior, esta consigna reivindica la vida, pero lo hace a través de un llamado a delinquir: a abolir la ley, o mejor, el orden que establece estas normas de reconocimiento y desconocimiento de las vidas. Aquí, si ya hemos asumido nuestra vulnerabilidad, delinquir es asumir también nuestra agencia.

Hay dos palabras que las tres consignas comparten. Una es la afirmación de la colectividad que, como hemos dicho, más que constatarla pretende inventarla. Es el “somos” que ya estaba en “Ayotzi somos todos”, el “somos” que nos viene de una miríada de luchas (potencia instituyente). La otra es un “no” que ya se escuchaba en el “no más sangre” y que aparece con una ligera variante en los “ni una menos” y en todos nuestros rechazos políticos (potencia destituyente). ¿Será que atenderemos, ahora sí, el eco de una historia que ahora resuena con cuarentaitrés, tres, tres…?

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