Adriana Dorantes #VocesVioletas

#VocesVioletas es un espacio semanal dedicado a compartir poesía escrita por mujeres de México y Latinoamérica.

Adriana Dorantes nació en la Ciudad de México en 1985. Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato. Primer lugar del Certamen Relámpago Internacional de Poesía Bernardo Ruiz, 2009.

Muestra de su poesía aparece en la antología Trívium (Altaller, Ediciones Universitarias, Guanajuato, 2012); ha publicado poemas en revistas digitales e impresas como Moria, Cofibuk, Casa del Tiempo, Revarena, entre otras. Autora de los libros de poesía Quién Vive (UAM, México, 2012), Entre mares alados (Ediciones y punto, México, 2014) y ¿No habrá puerta de salida? (Abismos, México, 2016). Obtuvo el segundo lugar en el Torneo de Poesía Adversario en el Cuadrilátero 2015, organizado por Editorial Verso Destierro.

A continuación presentamos una breve selección de sus poemas:


El jardín

No quería el jardín para vivir

sino para contemplar la belleza de sus seres.

Quería la sombra de sus árboles y la calma de yacer sin pensar.

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Porque también soy un fruto maduro

que la tierra expulsa y debe cumplir su función:

esperar, nutrir, servir.

Pero no todos los frutos sirven.

El jardín escondía retazos oscuros: frutos secos.

El jardín que yo buscaba no era el de la luz y el color

sino el de la putrefacción.

Supe entonces que mi existir entre la espera

formaba parte de otro destino.


Yo no estaba hecha para saciar;

mi ser era como el de aquellos de olor rancio y piel seca

yo debía yacer inerte hasta la pudrición.


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Entonces corrijo:

Sí quería el jardín para vivir.

Yo era parte de esa especie en abandono hecha menos.

Porque vivir es también esperar y no lograr

esperar y no servir,

esperar y marchitarse.

Vivir también es esto: pudrirse.


Carta a destiempo

El día de tu muerte me despedí

y tus ojos, canicas vidriosas y desgastadas,

miraban fijos a un lugar que no estaba en ese cuarto.

Pasaste meses en la cama de hospital vomitando todo lo que comías,

no supe si sentías dolor,

porque el silencio era una planta que ya envolvía tu anatomía.

En las horas en que mirabas al techo tus lágrimas caían hacia adentro

regando esa maleza que te engullía poco a poco.

Nunca fui buena como tú para el silencio,

Ignoraba qué decir porque ya era inútil ayudarte.

Cuando fui a verte, perdón por eso, de mi boca brotaban tonterías

que llenaban el aire para ahuyentar el vacío por tu inminente deceso.

Una tarde el cansancio te arrebató la última sonrisa,

meses de recuperación fracasada acabaron con los ímpetus:

la última vez que te miré fue cuando yacías en paz, por fin, adentro del féretro,

¿quién mandó que te pusieran el traje negro?

El mismo que usaste para mi fiesta de quince años,

¿quién dio las herramientas equivocadas al maquillista para que arruinara tus trazos?

Nadie le dijo que nunca usaste labiales ni máscaras de pestañas,

que tu piel reseca no conoció jamás el rubor ni los polvos para cubrir las arrugas.

Tu cabeza estaba limpia, con apenas un poco de cabello que comenzaba a crecer.

Entre sueños veo tu rostro amarillento

y tus ojos posados en la pared, sin encontrarme.

Lamento que tus silencios se quedaran atrapados en la pena;

que hayas rehuido a tocarte porque sabías lo que hallarías.

Más lo lamento porque igual que tú,

también me quedé al ras de la línea de la sospecha;

tenía que haberte visto de fijo en tus cuencas perdidas

y arrancado la enredadera de tu pecho

porque igual que tú

tampoco creo en la voluntad divina,

y aunque no supiera que así era,

sí quería comprarte más tiempo.

 


Segundo Prometeo

Cuando el dios robó el fuego

no sabía que habría de pasar el resto de sus días en la cima

cumpliendo un castigo eterno.

Con el destino y la faz de un segundo Prometeo,

cuando yo amé tampoco lo supe: habría de sufrir todos los días

sin piel que me guardara; las manos atadas e impedida.

Repito el castigo:

miro tu andar indiferente,

sé que el silencio de tus ojos

y tu voz indispuesta

son las aves rapaces que vienen cada día

al festín eterno de mis entrañas.

 



 

La esperanza

“I’ve Heard it in the chillest land –

And on the strangest Sea –

Yet, never, in Extremity,

It asked a crumb – of Me”.

Emily Dickinson

En medio del mar

un hombre rescata una esperanza del naufragio.

No sabe que aquella caprichosa se tiró por la borda,

no sabe que el agua nunca habría de matarla.

El héroe la toma y la siembra en el mejor campo,

en el mejor suelo

y cuida de ella.

No sabe que poco le faltaba para llegar al puerto.

 

Tampoco sabe que es mortalmente alérgica a la tierra.

 


La luz

Desde este blanco refugio

he soñado que conquisto todo lo que existe.

Y el alcance de mis ansias no es mayor que el grano de arena.

El todo es simple:

un instante encapsulado que se repita hacia el fin de los tiempos

en una sincronía más perfecta que la que cualquier dios pudo haber

imaginado siquiera.

En este intersticio de sombras,

sé que jamás tendré los bríos para alumbrar camino alguno

—ni siquiera y mucho menos el mío—,

paseo a través de un sendero que se acabará,

a través de lamentos que florecen.

He soñado demasiados sueños postrada en la vigilia más tibia.

He sentido la terrible inminencia del derrumbe, cuando todos caminan

en alegría.

Aspirar a todo es el problema:

creer que se conquista y que el regalo se resbale entre los dedos,

porque fue un engaño, porque no existe.

Quiero ser una luz que sobresalga,

pero sólo puedo quedarme atrapada entre mis moribundos destellos.

 

 

 

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