La poesía feroz en 8 bits de Alejandra Olson
La poesía —muchos no se dan cuenta— aprende de la música. Para precisar este argumento expongo, tal y como la escuché del maestro de poetas Ricardo Yáñez, la siguiente frase: “La poesía, si se quiere, es la madre de las artes, pero la maestra es la música.”
Naturalmente tal aseveración puede ser discutida y refutada. Hay quienes defienden la idea de que la madre de las artes es la danza, o la arquitectura (por mencionar sólo dos casos). Argumentos hay de sobra para ponderar cualquier arte sobre las otras.
Sin ir más lejos, lo que nos interesa comentar ahora es el papel de la música, como tema central de un libro que habla de la música a través de la poesía: Blackout de Alejandra Olson.
Lo verdaderamente esencial, lo que merece ser discutido, es si la música es la maestra de la poesía. Yo digo que sí, y que los músicos son en realidad los verdaderos maestros de los poetas. Por eso, tal vez, muchos de nosotros (los que escribimos poesía) confiamos más en la música que en la propia poesía.
Es cierto, confiamos más en los músicos que en los poetas. Sin embargo, ahora mismo, yo confío en Alejandra Olson porque al leer Blackout encuentro en su poesía un homenaje secreto, por íntimo (sólo ella conoce sus sacrificios, sus ceremonias, sus rituales, y apenas nos permite entrever algo de ello), a la música.
Este homenaje da como resultado un poemario nacido a partir de la intuición y de la sensibilidad de conocer y reconocer el ritmo y la melodía de su universo personal, el cual es traducido en imágenes (las cuales van de lo únicamente visual —collage o ilustración— a lo meramente literario).
Este homenaje también tiene su origen en el acto de imitar un sonido, el de los músicos que ella admira, como Groundislava y su exploración del trip hop, el minimal techno, house, R&B, trance y el pop. Ale toma estos sonidos, consciente o inconscientemente, para incorporarlos en su escritura. Por lo cual, además de las atmósferas que generan estos sonidos, sus versos influenciados también por la música de 8 bits provocan en quienes los escuchan una especie de alegría nostálgica, el recuerdo del pasado que sólo en el recuerdo se ha vuelto dichoso. Ale Olson y Groundislava comparten las mismas exploraciones, cada uno de ellos con sus temas y obsesiones particulares.
En lo que a la autora de Blackout se refiere me da la impresión que su obsesión es la música. Olson se reconoce —espiritualmente— en ella y es a partir de ahí que nace su experiencia poética y el viaje hacia el poema. (No me vas a dejar mentir, Ale, la música te guía, y es el alimento de todos tus presentimientos como artista, como poeta). Esto se evidencia en ciertos versos del libro. Por esto, quizá, el tema central del viaje poético que emprende es el deseo de un chico que sólo quiere hacer música. Un acto que no sólo se queda ahí, sino que representa algo más importante, se hace música para vivir, sentir, para ser.
David Bowie, cómo no, es el maestro de Olson. Recuerdo un amigo diseñador gráfico, artista visual, escultor, que me dijo algo que ahora me resuena con más fuerza, cuando le pregunté quién o quiénes eran sus influencias. Dijo mi amigo, sin pensárselo dos veces, que ningún artista plástico lo había influenciado, su verdadero y más grande maestro era David Bowie.
Bowie, maestro de artistas, maestro de poetas.
Escribo esta presentación inspirado también por la rola de Bowie que da título al libro. Releo, por cuarta ocasión el libro de Olson, un apellido que me gusta mucho pronunciar, por su ritmo interno, su doble o que genera un eco nasalizado como el de la misma respiración. ¿Pero quién respira? La luz o las sombras, el apagón o el destello. Porque el Blackout, más que “un pasar a negro”, es un pasar a la luz, es encontrar, después del caos, o la crisis, la revelación, el trance, la iluminación.
Es encontrar el sonido.
Porque Olson es también all sound —que se traduce como “todo sonido”. Olson es todo sonido. Un sonido que revienta en el Blackout.
Una traducción torpe del epígrafe que introduce al libro es “Mi piel se expone a la oscuridad del apagón”. ¿Qué es el apagón? ¿La pérdida del conocimiento, la interrupción de la conciencia? Esta pérdida, para Olson, es un trabajo visual que tiene como centro la poesía. Por eso su libro está compuesto por textos que se interrumpen, frases tachadas que dejan entrever la poesía, imágenes intervenidas. Un trabajo que me hace pensar en una artista delicada y sensible que basa su exploración artística en un proceso más violento de lo que parece. Un proceso que tiene que ver con la irrupción, la intervención, y, ya lo dijimos, la interrupción. A partir de este proceso, se crea otro objeto: el poema. La poesía como artefacto.
Esa es la ruta hacia el apagón, que la conciencia quede en negro. Aunque en México, decimos, más bien, “me quedé en blanco”, para explicar esa interrupción mental que no nos permite reaccionar en una circunstancia determinada. Y yo, como dije anteriormente, creo que pasa esto en el libro. En realidad, más que la sombra, pasamos a la luz. La luz de la música.
A estas alturas recurro a Spotify. Escribo Groundislava. Pulso la sugerencia. Escucho Suicide Missions. Mientras escucho siento, veo el artefacto de Olson en 8 bits, reconozco el trip hop, el downtempo. Una rola que no dura mucho pero que me permite vislumbrar mejor la sombra del músico vestido de negro a través de una persiana púrpura. La persiana es la poesía. El púrpura es el color, de la melancolía sí, que nos hace sentir que somos solamente un espectador de la realidad. El color es la barrera, es el color y es la poesía, y la poesía está ahí para impedirnos penetrar, pero entramos porque la poesía es precisamente ahora una emoción, la emoción de estar y no estar, de participar de la acción en la medida en que no podemos participar, de dejar que el arte nos intervenga y también intervenir ese arte con lo que sentimos, nuestras emociones. Todo a través del acto de la mirada, el cual es, en este caso, un acto de reflexión.
Un niño hace lo que quiere: crea música
Olson hace música en 8 bits. Poesía en 8 bits.
Poesía de reconocimiento, reconocerse en la música, para reconocer el camino, la ruta del poema hacia el trance, hacia la iluminación.
¿Por qué es importante la música?
La música no es importante, es esencial.
¿A qué me refiero? Hay quienes dicen “no me gusta la música” o, en un caso más aceptable, “no me interesa la música”. Sin embargo, no hay nadie que pueda decir jamás en su vida “nunca he escuchado música”.
Lo primero que podrían señalarme es lo siguiente, ¿qué pasa con la discapacidad auditiva? Las personas sordas, déjenme decirlo, también disfrutan la música, porque la sienten. Una persona con el oído afectado puede sentir la música.
Todo artista —sea de la disciplina que sea— es un amante de la música, aunque él mismo no lo sepa, o no quiera reconocerlo. Los pintores aman la música, porque “todo en el universo tiene ritmo, todo baila” (frase expresada por la escritora y activista social Maya Angelou). En el caso de un bailarín, por ejemplo, lo que señalo resulta obvio. No tanto para el caso del pintor. Lo que sucede es que el trabajo del pintor, así como cualquier otro artista visual, es el de plasmar en imágenes el ritmo de los seres. Hasta una piedra inmóvil plasmada por un artista tiene ritmo. El ritmo es sencillamente la sucesión de sonidos y silencios que se repiten en un intervalo periódico de tiempo, entonces el danzante interpreta el ritmo a través de la danza con una sucesión de movimientos que incluyen también la inmovilidad. Hay momentos de la danza en que el bailarín tiene que quedarse quieto. La inmovilidad como parte de la danza. Eso es el ritmo.
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El pintor, por su parte, pinta la inmovilidad y pinta el movimiento porque está interpretando el ritmo del universo. O de un determinado fragmento del universo.
El universo es sonido. Como ha explicado la física, todo tiene sonido porque todo está vibrando. Lo dijo Pitágoras, pero lo comprobaron los científicos estadounidenses que lanzaron al espacio las sondas Voyager I y II. Una de ellas captó la resonancia del viento solar en la ionosfera de los planetas Júpiter y Saturno. Dicho sea de paso, estos artefactos cumplen 50 años aproximadamente de vagar por el universo, emitiendo señales de radio que tardan un día en llegar hasta nosotros, donde podemos escuchar el sonido de lo que está más allá de nuestra atmósfera.
Es el sonido de un cerdo gigante que se eleva sobre nuestras cabezas mientras un músico legendario toca una de sus emblemáticas canciones mientras Alejandra Olson, como la sonda Voyager, capta ese instante y lo reproduce en ondas radiales que se convierten en piezas musicales que se convierten en versos que, a su vez se han convertido en poemas.
La física cuántica también ha avanzado en sus investigaciones, y ha descubierto que las partículas que conforman el átomo también producen una vibración especial, y que esta vibración es parte del proceso en que los átomos se unen. Es decir, los átomos se unen por su música interna.
Somos ritmo, somos música.
Desconfiemos de los poetas que, dicen ellos mismos, no les gusta la música. Desconfiemos de ellos como personas, y como artistas. Desconfiemos plenamente de su obra poética y de cada una de sus palabras. Los mejores escritores, al menos lo que tenemos en el imaginario colectivo, fueron amantes de la música, Juan Rulfo o Julio Cortázar, Shakespeare o la misma Sor Juana Inés de la Cruz, quien escribió también villancicos (composiciones musicales creadas en España durante el siglo XV, formas de carácter popular que recreaban temas amorosos, sin embargo, después del descubrimiento de América estas formas se centraron en los temas religiosos debido a que eran un buen mecanismo de evangelización de las naciones originarias del nuevo continente).
Confiemos en Alejandra Olson, que hace poesía feroz de 8 bits (hay que decirlo, con todas sus letras, una poesía no apta para cualquier lector), una poesía que nos hace reflexionar, y sobre todo, sentir.
*Este texto leído en la presentación del libro originalmente se tituló “Alejandra Olson me cae muy bien porque confía en la música”
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