El mito de la Europa democrática

El 5 de Febrero de 1794, Maximilien Robespierre hacía un discurso ante la Convención Nacional en el que, entre otras cosas, afirmaba que «la democracia es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí mismo». Refulge ahí la cuestión de la representatividad, que en el fondo no es más que una herramienta necesaria, aunque no suficiente, para optimizar el desarrollo de ese sistema político que conocemos como democracia y cuyas características esenciales deberíamos delimitar si pretendemos centrarnos en la realidad europea.

Decía Cornelius Castoriadis que, desde un punto de vista etimológico, demokratia significaba «dominación de las masas» pero puntualizaba que «el dominio real es el poder decidir por (uno) mismo sobre cuestiones esenciales y hacerlo con conocimiento de causa» y que ahí, en el conocimiento de causa, «se encuentra todo el problema de la democracia». Por su parte y desde una perspectiva eminentemente filológica, Luciano Canfora se ha remontado hasta el Pericles tucidídeo para recordarnos que «kratos significa precisamente la fuerza ejercida con violencia», es decir, los pobres libres, el demos, ejercía un poder impregnado de connotaciones violentas. Recordemos que la demokratia fue definida en aquel tiempo por sus críticos, cuando no enemigos.

En este punto se presenta como elemento o característica esencial del hecho democrático la proximidad, la cercanía al núcleo o centro de participación, deliberación y toma de decisiones del sistema que se pretende democrático. La proximidad facilita la participación y el conocimiento, la lejanía los dificulta u obstaculiza, cuando no los impide. La gestión en común de lo común debe ser de proximidad. Del mismo modo que la producción de proximidad es una característica esencial de los alimentos llamados ecológicos, y que no son más que los alimentos de toda la vida previos a la globalización capitalista y sus desmanes, la democracia requiere de proximidad para su optimización.

La demokratia implica etimológicamente el dominio de una parte. La participación en igualdad de condiciones, como ha recordado el propio Canfora, «se expresa mejor con isonomía» (del griego isos, “igual” y nomos, “uso, costumbre, ley”). Es decir, el equilibrio que a priori confiere la igualdad en el marco de la ciudadanía deriva de la ley. Esto es muy importante, pues nos permite introducir un concepto fundamental para delimitar el uso que pretendemos darle a la idea de democracia. Hablamos del Estado de derecho, que debe mantener una relación de simbiosis con los ideales de participación y conocimiento de causa, lo que implica que las leyes deben emanar de la ciudadanía y no de una élite o selección interesada de la misma, como ya apuntaba Robespierre en la cita inicial. Como dijo Cicerón, todos somos esclavos de las leyes para que podamos ser libres.

Por otro lado, la condición de ciudadanía en la Europa de hoy, en la Unión Europea si queremos centrar el objeto de la reflexión, no es universal, como tampoco lo era en la ciudad-Estado demokrática de la Grecia clásica. Los diversos procesos de migración, generalmente dramáticos e inasequibles a toda categorización, de actualidad por la llamada crisis de los refugiados, pero también la limitación del derecho al voto entre migrantes que trabajan, cotizan y, según la terminología al uso, disponen de papeles desde hace mucho tiempo, conforman una ingente masa de no-ciudadanos que también niega de facto la universalidad a nuestro cuerpo electoral.

Así pues, participación (con la inevitable representatividad), conocimiento de causa, proximidad, isonomía (Estado de derecho) y universalidad deberían situarse como puntos de partida para empezar a hablar de democracia en un sentido amplio, abierto y siempre sujeto a mejoras, matices o críticas, pues no pretendemos dejar cerrado su sentido y significado. Partiendo por tanto de lo esgrimido, ¿podemos hablar de democracia en la Unión Europea? Analicémoslo.

  1. Participación. Si por algo se caracteriza la integración europea ha sido por su condición elitista. La participación popular ha brillado históricamente por su ausencia y en su última etapa se ha distinguido por convertirla en una mera apariencia, siempre sometida a los intereses de un reducido grupo de personas y manifiestamente pervertida. Tanto los padres fundadores de lo que hoy conocemos como Unión Europea como quienes la imaginaron, pensaron y diseñaron desde al menos las ruinas de la Primera Guerra Mundial formaban parte de las élites políticas, económicas y aristocráticas. Conviene extenderse en este punto y hacer un breve esbozo histórico.

El proyecto inicial de integración se concibió como un acuerdo comercial centrado en el entendimiento franco-alemán en el que los ciudadanos del continente no tuvieron voz ni voto. De hecho, como ha recordado Perry Anderson, la figura central en el nacimiento de la integración europea, Jean Monnet, «era una figura ajena al proceso democrático (…). Nunca se dirigió a una multitud ni se presentó a unas elecciones. Evitaba cualquier contacto directo con el electorado y se limitaba a trabajar exclusivamente con las élites». El Tratado de Roma, que marcaba el punto de partida del proyecto, se firmó en 1957, pero la primera consulta a la ciudadanía no llegó hasta el referéndum británico del 5 de Junio de 1975, dos años después de la entrada del Reino Unido en la entonces conocida como Comunidad Económica Europea (CEE).

La apariencia de participación de nuestros días está directamente relacionada con el proceso de implementación de un Tratado constitucional para la Unión Europea. Como en su momento dejó por escrito Gerardo Pisarello, ahora Primer Teniente Alcalde de la ciudad de Barcelona, la «creciente erosión del carisma europeo y la necesidad de acomodar en términos institucionales a los nuevos países del Este» condujo a la Unión Europea (UE) en el Consejo Europeo de Laeken en 2001 a iniciar un proceso constituyente «que, al menos formalmente, apelaba a la legitimidad del concepto de Constitución». El Consejo nombró a una Convención o grupo de expertos encabezados por el ex-presidente francés Valéry Giscard d’Estaing, que elaboró un texto en el que «los grandes grupos empresariales» (…) hicieron «valer sus demandas privatizadoras», mientras que «la incidencia de las publicitadas audiencias de la Convención con la sociedad civil o con los más jóvenes fue escasa. (…) Una vez que ésta presentó las partes I y II del proyecto de Tratado Constitucional, los gobiernos impusieron de manera furtiva la parte III, que reproducía con detalle la orientación económica de los Tratados ya existentes y que ni siquiera se llegó a discutir». A esto cabe añadir «recortes ulteriores a muchas de las pobres previsiones “sociales” y “federales” contempladas por la convención» por parte de los diferentes ejecutivos estatales. El texto final debía ser aprobado por los diferentes estados. En algunos de ellos se hizo pasar directamente a los Parlamentos correspondientes, pero en otros se convocó un referéndum. Entre estos últimos, el 29 de Mayo de 2005, los franceses rechazaban la propuesta de Tratado en las urnas, exactamente igual que los holandeses tres días después. La exigencia de unanimidad provocó una parálisis que la Presidencia Alemana de la UE trató de solventar en Lisboa en Diciembre de 2007, donde se dio luz verde a un refrito del texto anterior que conservaba los ejes esenciales de aquél y que, gracias a ciertas particularidades político-jurídicas, permitía su aprobación en los diferentes Estados de la Unión sin necesidad de pasar por las urnas. El ejecutivo francés, en lugar de someter el nuevo texto a un nuevo referéndum lo derivó sin despeinarse a la Asamblea Nacional, que dio su visto bueno por amplia mayoría. La UE, no obstante, estaba a punto de enfrentarse a la enésima parálisis. Nos recuerda José Manuel Martínez Sierra en un escrito sobre el Tratado de Niza que «la ratificación de los tratados constitutivos, (…) reglada de conformidad al Convenio de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados, nos remite a los ordenamientos constitucionales nacionales», lo que convirtió a Irlanda en un obstáculo. La constitución irlandesa, al no contener «un receptáculo específico para el derecho europeo» debe tomar la ratificación de cualquier tratado europeo como una reforma constitucional propia y, por tanto, obliga a someter cualquier Tratado constitucional europeo a referéndum, caso único en la UE. A este respecto nos cuenta Martínez Sierra que «la reforma de la Constitución (Amendment of the Constitution) regulada en el artículo 46 de la Carta Magna irlandesa, se articula en tres momentos. La propuesta de reforma se inicia en la Cámara de Representantes (Dáil Éireann) en la forma de proyecto de ley (Bill). En segundo lugar, ambas Cámaras del Parlamento (Houses of the Oireachtas) deben tramitar y aprobar dicho proyecto, el cual adquiere el carácter de “Ley de reforma constitucional”. Dicha Ley contiene el objeto material de la reforma y debe, en tercer lugar, ser sometida a referéndum popular». De este modo, el 12 de Junio de 2008 los irlandeses rechazaron en las urnas la propuesta de Tratado constitucional surgida de Lisboa. Kristin Ross nos ha recordado que «Giscard d’Estaing fue el primero en admitir que (…) el texto en cuestión (…) apenas había sufrido revisión alguna respecto al documento que ya habían desestimado dos años antes los franceses y los holandeses, cuando fueron consultados en referéndum popular», lo que no deja de ser sintomático. Como los irlandeses habían votado “mal” debían repetir el referéndum, lo que sucedió casi año y medio más tarde, el 2 de Octubre de 2009, tras una durísima campaña mediática trufada de amenazas al desastre que se avecinaba para los irlandeses si no votaban “bien”. La durísima coyuntura de la recién iniciada crisis del sistema capitalista terminó de convencer a los irlandeses, que al fin dieron su visto bueno a la «caja de herramientas» surgida de Lisboa. El proceso de implementación del Tratado para una Constitución europea mostró con nitidez que era un perverso tejemaneje de las élites europeas al que la ciudadanía asistió con miedo y pasividad, sin capacidad real para modificarlo o revertirlo.

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  1. Conocimiento de causa. Esta característica señalada por Castoriadis se desprende de la explicación anterior, como queda en evidencia tras lo sucedido en Irlanda entre la celebración de los dos referéndums y las presiones ejercidas desde diversos frentes para persuadir a los irlandeses. Evidentemente, el conocimiento de causa está íntimamente relacionado con la participación, pero se trata de algo difícil de analizar porque, más allá del activismo y la militancia, más allá del grado de participación de cada individuo, nos enfrentamos al espinoso debate sobre la información y los medios de comunicación, que son el eje alrededor del que gira ese conocimiento de causa al que nos referimos. De algún modo, los medios de comunicación coagulan la representación en forma de conocimiento. Allí donde la participación directa no es posible necesitamos estar informados y el necesario papel de canal de transmisión de la información lo juegan los llamados medios. La representación de la ciudadanía se materializa en los representantes políticos, mientras que la representación del conocimiento está en buena medida en manos de los medios, que podríamos entender idealmente como representantes comunicacionales. Nos limitaremos a dar algunas claves que merecen un desarrollo ulterior que sin lugar a dudas podría beber de no pocos analistas, académicos y fundamentalmente periodistas que se han dedicado a ello, no pocas veces con resultados clarividentes.

El paralelismo que nos permite hacer la idea de representación se fundamenta en el ideal democrático. Si los representantes políticos se la juegan en las urnas, ¿qué sucede con los representantes comunicacionales? ¿Dónde se la juegan los medios o, dicho de otro modo, a quién responden? Es una idea capital, la idea de respuesta, que no es más que la idea de rendir cuentas. En un sistema mínimamente democrático los representantes políticos deberían rendir cuentas ante sus electores, ante la ciudadanía. ¿Podemos decir que sucede tal cosa con los representantes comunicacionales? No parece que los medios de comunicación respondan ante la ciudadanía. En todo caso responden ante sus propietarios, que casi sin excepción son una pequeñísima parte de dicha ciudadanía. El sufragio comunicacional, si se nos permite decirlo así, es censitario. La independencia de los medios llegará hasta ese punto en el que no perturbe a sus dueños. Un sistema de comunicación, o de medios, democrático debería garantizar la optimización de su representatividad comunicacional. El debate en este terreno permanece abierto. Se habla de sistemas comunicacionales mixtos, de la coexistencia de medios bajo propiedad o control privado, que incluye a los medios privados independientes, que son propiedad de sus lectores/consumidores/suscriptores, junto a medios bajo control estatal. Es en el papel del Estado, por otro lado, donde suelen confluir las controversias, las prevenciones y las críticas desde los sectores más reactivos al mismo y que han dominado las sociedades modernas desde hace décadas, lo que no deja de ser una perversión de lo que es o debería ser realmente el Estado bajo condiciones democráticas, algo muy distinto a la caricatura liberal del mismo o, si afinamos un poco, distinto al Estado liberal realmente existente. Luciano Canfora nos remite al clásico estudio de Noelle-Neumann (La espiral del silencio: opinión pública; nuestra piel social) para dejar «fuera de toda duda» que «el medio televisivo influye directamente en la “intención de voto”». Como él mismo nos dice, «el epílogo ha sido la victoria, que tiene perspectivas de larga duración, de la llamada por los griegos “constitución mixta”, en la que el “pueblo” se expresa, pero las que cuentan son las clases propietarias: traducido a un lenguaje más actual se trata de la victoria de una oligarquía dinámica y centrada en las grandes riquezas pero capaz de crear el consenso y de legitimarse electoralmente manteniendo bajo control los mecanismos electorales.

  1. Proximidad. Tanto la participación como el conocimiento de causa se benefician de la proximidad. La estructura política y/o administrativa (estatal, por ejemplo) también dirimirá la eficiencia de su condición democrática a partir de la proximidad. Es una característica de ida y vuelta. El demos se implicará con mayor frecuencia e intensidad (lo que redundará en el conocimiento de causa) si tiene a mano, a su alcance, el centro de toma de decisiones. Éste, con más o menos representantes de la ciudadanía, podrá optimizar sus funciones si los objetos de su deliberación y decisión se encuentran tan próximos como sea posible. No es nuestro cometido establecer un baremo de proximidad o una escala de distancias (espaciales se entiende) que fije las dimensiones de esa estructura política y/o administrativa, pero conviene recordar que aquí entra en juego la idea de soberanía. A nivel europeo hemos observado, ya desde la implementación del Tratado de Maastricht, una progresiva centralización de la soberanía en instancias crecientemente alejadas de la ciudadanía, lo que sin duda ha provocado tensiones en la tradicional estructura de los Estado-nación europeos. Hay una tensión no resuelta en Europa y, de hecho, en el mundo, entre dichas estructuras, heredadas del s. XIX y los embates de la globalización, que persigue la implementación de estructuras supraestatales que de algún modo acompañen e incluso faciliten el libre albedrío neoliberal, inopinadamente anti-estatal. La deslocalización de las antiguas soberanías estatales ha ido acompañada del predominio progresivamente ilimitado de los llamados poderes económico-financieros. Las izquierdas tradicionales que se hicieron con el poder tras la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia, incapaces de asumir un discurso coherente frente al imparable proceso globalizador, han entrado en crisis y, paradójicamente, una derecha radical de tintes xenófobos y no pocas veces racistas abandera un acusado replegamiento a la busca de las soberanías perdidas. La contradicción salta a la vista y se manifiesta a diario en diversos parlamentos, empezando por el europeo: frente a la depauperación de la democracia a causa del alejamiento de los centros de decisión de la ciudadanía, es la extrema derecha del Frente Nacional francés o el UKIP británico quien lidera la exigencia de proximidad. Frente a ese inquietante repliegue derechista que gana adeptos a diario, una izquierda calificada de populista y radical, se encuentra entre dos aguas, señalando los excesos de la globalización, así como el proyecto de construcción europea realmente existente, pero marcada muy de cerca por unos medios de comunicación que la ridiculizan sin descanso, cuando no la criminalizan. Resumidamente queda ahí descrita la batalla en curso por la Unión Europea que ha de venir.
  2. Estado de derecho (isonomía). El Sócrates platónico, como se aprecia en el Critón, consideró necesario someterse a las leyes pues no fue capaz de persuadirlas, de convencerlas, y dejó bien claro que eran los hombres y no las leyes quienes le condenaban injustamente, es decir, nos decía que éstos habían ocupado el espacio reservado a aquéllas, espacio que Carlos Fernández Liria denomina ‘espacio vacío’ y que define como «espacio de la ciudadanía», situado «en el centro de la ciudad», alrededor del cual bascula toda la vida ciudadana, un lugar o espacio «sin dioses ni reyes». Por tanto, es un lugar en el que todos los ciudadanos son iguales y que «puede ser ocupado por cualquiera. Y sólo en ese sentido puede ser el lugar de todos, a fuerza (…) de no ser el lugar de nadie, a fuerza de que nadie pueda apropiarse de ese lugar». Así pues, es «el lugar sobre el que habría (…) que levantar la asamblea, el Parlamento, el edificio de la ley, la ciudad». Aunque los ciudadanos seamos diferentes, en ese espacio seremos todos iguales y será ahí donde hablemos, dialoguemos y argumentemos, es decir, donde utilicemos la razón. Por eso él mismo se refiere al Sócrates platónico cuando nos dice que «ese lugar vacío estaba, todavía, siempre demasiado lleno» de dioses, reyes e ídolos, «de pequeños déspotas celestes y terrestres».

La ley, como nos dijo Robespierre, debe ser obra del pueblo, lo que vuelve a evocarnos la participación, que no puede limitarse a un grupo de elegidos, justo como sucedió con la confección e implementación del Tratado constitucional europeo, para el que ni siquiera se pensó en una asamblea constituyente. La ley debe ser obra de sus destinatarios, que intervendrán en su elaboración y discusión hasta donde sea posible, punto en el que sus representantes se harán con el testigo. La máxima de Cicerón sobre la relación entre leyes y libertad adquiere todo su sentido en un Estado de derecho democrático, es decir, en un Estado en el que las leyes han surgido de la deliberación pública y abierta de sus ciudadanos, apropiadamente calificados como tales precisamente por dicha participación efectiva que, obviamente, requerirá conocimiento de causa.

  1. Universalidad. Éste es el punto que nos debería diferenciar con mayor claridad de la polis democrática de la Grecia clásica. El demos ya no puede circunscribirse a los pobres libres sino que exige universalidad. Subyace aquí uno de los eternos debates de la política a lo largo de su historia y que ha cobrado inusitada fuerza en la contemporaneidad, el de la condición de ciudadanía. Más allá de hasta dónde pretenda cada cual extender dicha condición y del grado de universalidad que exija, saltan a la vista terribles contradicciones que asolan a la UE. Hablamos anteriormente, por ejemplo, de la negación de la ciudadanía a migrantes que viven, trabajan y tributan en nuestros países. El auge de la extrema derecha, con sus discursos xenófobos y racistas, en no pocos países europeos no es más que la exacerbación de corrientes subterráneas siempre presentes, sólo que en tiempos de bonanza económica no fluían hacia la superficie. No cabe duda de que la crisis iniciada en 2007/08 ha provocado la emergencia de estos movimientos con la inestimable ayuda de una izquierda, la socialdemocracia realmente existente, incapaz de asumir un discurso y una práctica que proteja o cuide a las mayorías sociales, a la clase trabajadora. De hecho, las políticas efectivamente aplicadas, empezando por el dogma de la austeridad, han caído como una losa sobre esas mayorías, gozasen de la condición de ciudadanía o no. La percepción o el sentimiento de formar parte de un sistema oligárquico o una democracia demediada, cuando no inexistente, se propaga como la pólvora entre los europeos, hartos de los desmanes de una clase política corrupta que fundamentalmente trabaja en beneficio de las grandes corporaciones multinacionales y las entidades financieras. En este marco se explica también el auge de la extrema derecha, garantía de mayores limitaciones para la condición de ciudadanía y, por tanto, en el creciente detrimento de la universalidad.

En estos cinco puntos, interrelacionados entre sí, abiertos a matizaciones, precisiones e incluso a impugnaciones, deberíamos fundamentar nuestras reflexiones sobre el ideal democrático nacido hace más de dos mil años. No obstante, como advirtió en su momento Juan Ramón Capella en relación a los procesos democratizadores de las sociedades antiguas, «hay (…) bastante que aprender si se contemplan sin gazmoñería de manual cívico, esto es, comprendiéndolos históricamente también en su funcionalidad metapolítica y sin hipostasiar, por otra parte, aquellos rasgos suyos que pueden coincidir más o menos nominalmente con los procesos modernos de relación política». A partir de los cinco puntos o características esgrimidas estamos en disposición de certificar la extrema precariedad de la democracia en la UE y, de hecho, en el marco de las llamadas democracias liberales, como hemos ilustrado en este artículo.

Sheldon S. Wolin ha popularizado el concepto de «totalitarismo invertido» como «un nuevo tipo de sistema político, aparentemente impulsado por poderes totalizadores abstractos, no por un dominio personal; un sistema que llega al éxito alentando la falta de compromiso político más que la movilización masiva, que se apoya más en los medios de comunicación “privados” que en las agencias oficiales para difundir la propaganda que confirma la versión oficial de los acontecimientos». Así pues, en el totalitarismo invertido «el líder no es el arquitecto del sistema sino un producto de él». En la modernidad, y más aún en el marco de la democracia representativa, ha prosperado el discurso que, como puntualiza Ignacio Sánchez-Cuenca, esgrime una «defensa consecuencialista de la democracia» en la que «la práctica democrática resulta valiosa porque produce ciertos resultados que consideramos justos, correctos o eficientes», pero dicho utilitarismo no puede esconder las severas contradicciones entre el discurso sobre la democracia y la democracia realmente existente.

Los análisis o las reflexiones actuales sobre la democracia falsean su naturaleza, maquillan su perfil y disipan, cuando no borran impunemente, cualquier arista que amenace a la idílica y fantasiosa imagen creada de la misma. Este relato dominante, a todas luces apologético y sectario, ha calado profundamente en el subconsciente colectivo con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, que trabajan desde tiempos inmemoriales al servicio de las élites extractivas. De ahí que a rebufo de los intereses oligárquicos que permean, cooptan o configuran a dichos medios, se pervierta sistemáticamente el uso de términos como ‘democracia’ o ‘dictadura’, mangoneados hasta lo indecible y que permiten catalogaciones partidistas y tramposas. La representatividad, tristemente diezmada o al menos depauperada, presume de su aureola indispensable sobre el papel, inequívocamente inútil en el escenario político real. El conocimiento de causa brilla por su ausencia, en buena medida por el distanciamiento de la sociedad del debate político, lo que nos lleva a recordar la distancia física que tanto tiene que culpar a la globalización, motor de mil y una deslocalizaciones. Finalmente, la igualdad sustentada en las leyes nacidas de esa misma sociedad, el Estado de derecho efectivo bajo condiciones democráticas, protagoniza inquietantes cotas de precariedad, y no sólo por la inverosímil división de poderes. En cuanto a la universalidad y la no discriminación, principalmente por origen, se ha visto comprometida ante las mínimas señales de crisis. El panorama es deprimente pero no lo superaremos desde el compadecimiento, en absoluto desde la resignación y menos desde le negación.

Marc Peguera Martínez

Doctorando en Ciudadanía y DDHH por la Universidad de Barcelona

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