Convivir con la pandemia: El mundo después de la primera ola de Coronavirus

Han pasado casi tres meses desde aquellos días cuando, por indicaciones de las autoridades, la vida cotidiana de millones de personas se interrumpió de repente ante la amenaza de un virus desconocido. Salir a la calle, una de las cosas a primera vista más necesarias e inocuas, se convirtió en fuente de peligro, una decisión a evitar lo más posible para no poner en riesgo la vida propia y de las personas queridas. El encierro, la cuarentena, la curva de contagios, el dilema cubre boca sí o cubre boca no, las cada vez más creativas teorías del complot se han convertido en el pan de cada día. Una situación nueva para muchos, incluso para las generaciones mayores, que si bien encuentra antecedentes en los libros de historia, no ha representado parte de la experiencia de vida de casi ningún viviente.

La experiencia surrealista del quedarse en casa para defenderse de un enemigo invisible ha sido un reto y al mismo tiempo un trauma, capaz de marcar un antes y un después en las trayectorias de vida individual. Y ante un trauma no todos reaccionan de la misma forma: quien se frustra, quien se desespera, quien saca a la luz sus peores instintos, pero también quien mete manos a la obra, quien se adapta para sobrevivir, quien hace del caos la oportunidad para encontrar el propio camino. Ahora que la cuarentena se acabó, aunque se sigan manteniendo las medidas sanitarias, muchas inquietudes que surgieron en las semanas del encierro siguen ahí, en espera de respuesta. Todos tenemos claro que la “nueva normalidad” no es el regreso total al estilo de vida anterior, pero al mismo tiempo no sabemos decir bien en qué consistirá. La falta de un medicamento para el Covid-19 nos obliga a entender que si bien estamos a punto de poder volver a la calle, a ver familiares y amigos, a instalarnos de nuevo en nuestros lugares de trabajo, tendremos también que cambiar algo. Y es justo sobre este “algo” se trata de imaginar los escenarios posibles.

El Coronavirus puso en discusión la manera que tenemos de dar sentido a algunos elementos fundamentales de nuestras vidas, por ejemplo nuestra relación con el tiempo. Antes la normalidad consistía en medir el tiempo, tratar de capitalizarlo a toda costa, condenar el tiempo no productivo como pecado mortal. La relación entre presente, pasado y futuro venía marcada por la idea que la modernidad consistía en la capacidad de prever el futuro. Por años hemos interiorizado el hecho que alguien puede decirnos cuál será el clima de la siguiente semana, cómo evolucionarán los precios de los alimentos, cuál será el valor del PIB del siguiente año. En este modelo vivir significaba adaptar las acciones al pronóstico del futuro. Traer el paraguas si se espera lluvia, comprar dólares si el peso se devalúa, exigir la renuncia de un presidente si el PIB no crece como imaginado. El Covid-19 puso un alto a la capitalización extrema del tiempo. Obligó los individuos a recordarse que el futuro es la esfera del imprevisto, donde todo tipo de proyección, incluso la más meticulosa y cuidadosa, puede perder de vigencia ante hechos extraordinarios. Nos recordó del aburrimiento, de lo que significa tener abundancia de tiempo, nos quitó las anteojeras que sin darnos cuenta teníamos puestas para volver a ver el tiempo en toda su amplitud. 

De la misma manera el encierro puso en discusión la relación entre el individuo y el dinero. El neoliberalismo desde los años Ochenta del siglo pasado se centraba sobre una ecuación: el estado tiene que ser austero, los individuos deben gastar lo más posible; de esta forma se mantendría la economía, la producción y se generaría riqueza. La utopía de un consumismo radical y perfecto se tradujo en un bombardeo de tarjetas de créditos, meses sin interés, comerciales, etcétera. Dos los enemigos declarados de esta utopía: el gasto público y el ahorro privado. Uno de los mayores méritos del coronavirus ha sido el de poner en discusión los excesos de esta utopía: los banqueros del FMI que hasta hace poco parecían los guardianes del dogma neoliberal están revirando hacia la idea de que el estado debe gastar y generar deuda pública para hacer frente a las crisis. En escala individual los tres meses del Covid-19 representaron “la revancha de las hormigas”: aquellas personas que no sucumbieron ante el canto de las sirenas del “gasta el dinero tuyo” fueron más preparadas a enfrentar el encierro y al no poder ir a trabajar, mientras quien llevaba el hábito de gastar todo se vio ante la frustrante situación de no poder pagar las deudas, ante acreedores que no se movieron a compasión y exigieron que se cumpliera con los pagos (piensen en la CFE de Bartlett). Aunque no sepamos lo que nos espera, es de creer que muchas personas revaloren el ahorro, entendiendo que el “no gastar” es una conducta prudente para protegerse en el tiempo, no un pecado mortal.

La principal barrera que limitó las compras de los individuos fue el hecho de no poder salir de las casas, aunque – veremos más adelante – el internet se ha revelado un instrumento formidable para “llevar la montaña a Mahoma”. El encierro forzado nos obligó a modificar la relación que tenemos con nuestras casas. Los profesionales que pasan la vida brincando de una oficina a otra y regresan a la casa para dormir, de un día para otro empezaron a conocer sus casas. Personas que antes compartían un techo pero con vidas separadas se vieron orillados a pasar más tiempo juntos. En cierta retórica melosa esto significa el redescubrimiento del gusto para la vida hogareña: para los padres pasar más tiempo con los hijos y viceversa, compartir experiencias como cocinar, comer, arreglar las habitaciones. Pero esta imagen idealizada no aplica siempre y para todos. Aquel que parece un hogar pudo haberse convertido para muchos y en muchos momentos en una cárcel. Es sencillo entender que la cuarentena puede vivirse como algo ameno en casas grandes, amplias, con jardines y comodidades, mientras en departamentos pequeños y saturados de personas la casa puede convertirse en una fuente de estrés sin fin (y no se diga de quien ni siquiera un techo tiene, porque también eso existe). Veníamos de años donde el discurso político y la mercadotecnia hacían de la casa el reflejo de un pequeño paraíso en tierra. El Covid nos recordó que estos paraísos pueden convertirse en infiernos en un instante. 

Hay otro factor que se conecta a la idea que tenemos de nuestras casas: la familia, que se convirtió en una experiencia 24/7. Maridos con mujeres, mujeres con maridos. Padres con hijos e hijos con padres. Sin escape. También desde esta perspectiva se enfrentan una imagen idealizada y una realidad más problemática. Si una pareja se ama, si los hijos no sufren por alguna razón física o psicológica, si no hay conflictos familiares la condición de un encierro temporal a final de cuenta es algo que se puede vivir como una aventura, un cimiento que fortalece la unidad familiar. Pero hay familias donde es común la violencia de maridos hacia mujeres o de padres hacia hijos. La situación de compartir el tiempo estresa además los padres, quienes se ven privados de la posibilidad de delegar tareas educativas a una universidad, a una escuela o a una guardería. El encierro de estas semanas llevó los motivos de tensión de estrés y de conflicto. Los tres meses que acaban de pasar fueron una prueba de fuego para las familias, en todos los aspectos. Las que salieron fortalecidas por el Covid tendrán larga vida frente a sí. Para las que ya estaban en crisis antes, la cuarentena se convirtió en la gota que hizo derramar el vaso. No es un caso, por ejemplo que una de las primeras consecuencias en China de la pandemia fue un boom de divorcios. Hay razones para suponer que algo análogo va a pasar en casi todo el mundo. 

Entendamos bien: no hay que creer en un ingenuo mito de la familia, solo entenderla como institución y en su funcionamiento. Queda claro por ejemplo que uno de los elementos que dan cierta solidez a la institución familiar es la sexualidad clandestina, incluyendo la mercenaria. La vida paralela típica de muchas personas que sin tener alguna intención de poner en peligro su núcleo familiar se dan a momentos de diversión libertina para evadir de la rutina en una búsqueda del placer. Tres meses de encierro detuvieron todo un universo de sexo extraconyugal hecho de amantes, prostitutas y encuentros ocasionales. Es de esperarse que la nueva normalidad implique un regreso al pecado, para “recuperar el tiempo perdido”. Un regreso que tendrá que ser enfrentado con mucho cuidado y prudencia por parte de todos. No se trata de negarlo en nombre de un inútil moralismo, sino de canalizarlo hacia el control de la sexualidad, sino queremos que después del Covid la siguiente pandemia sea de enfermedades venéreas. 

Dentro de las familias se nota también que la pandemia ha representado un momento importante para reformular la relación entre los géneros. En el siglo pasado el feminismo se fortaleció porque las mujeres salieron de sus casas y demostraron que podrían hacer lo mismo que los hombres. Ahora el nuevo empuje al feminismo parece proceder de un proceso en dirección opuesta: esta vez el hombre no sale y la mujer le puede exigir la igualdad en el lugar que fue por siglos el origen de todas las desigualdades: la casa. La cuarentena fue un extraordinario laboratorio para practicar la igualdad de género. En las parejas que supieron adaptarse a las circunstancias se compartió todo el trabajo doméstico  y muchos los hombres que lavaron platos, cocinaron, trapearon, barrieron, hicieron la lavadora y se dieron cuenta que todo esto no esto afectó de forma alguna su virilidad ni su ser hombre. Sin embargo en muchos otros contextos el esquema patriarcal se mantuvo, agudizando las tensiones, provocando con una sobrecarga de labor para la mujer frente a hombres flojos moldeados bajo un ideal anticuado de familia.

El espacio familiar comprende varias de las imágenes que como individuos proyectamos de nosotros, pero no es la única forma de dotar de una identidad colectiva a los seres humanos. Una categoría, seguido relegada a mero asunto sanitario, es la que divide el mundo en sanos y enfermos. A lo largo de la historia los “apestados”, los “leprosos” o más recientemente los “seropositivos” fueron ejemplos de cómo la enfermedad deja de ser un aspecto individual y se convierte en una identidad colectiva. El mecanismo es muy sencillo. En primer lugar se divide el mundo en dos partes, luego se busca un estigma, una justificación previa, por lo cual la enfermedad sería consecuencia de una conducta inapropiada. A partir de esto se evita lo más posible cualquier relación con los enfermos, negando también cualquier forma de compasión y comprensión de sus razones. Puede que los más jóvenes no recuerden esto, pero apenas hace treinta años había miedo a dar un apretón de manos a un enfermo de VIH. Sin contar el universo de la enfermedad mental que merecería por sí sola un estudio a parte. Los avances de la medicina en los últimos años parecía haber eliminado este instinto humano a separar el mundo entre sanos y enfermos. La aparición del Covid-19 reactivó este automatismo de las relaciones humanas. La ausencia de un fármaco que pueda curarlo hizo que esta situación se viva con una sensación de terror “latente”: en cualquier momento y sin darnos cuenta se puede pasar de ser sano a ser apestado, perdiendo así todas las ventajas y los privilegios que implica la imagen social del individuo “sano”.

Otra manera que tenemos para interpretar el mundo que nos rodea es nuestra identidad generacional. Ya es algo común hablar de los millennials y en los años más recientes se ha introducido el concepto de generación Z o centennials para definir los nacidos a partir del 1997. En los estudios sociológicos hay un consenso generalizado en la idea que una generación no se define solo por compartir una fecha de nacimiento, sino que estas se identifican por transitar por las mismas experiencias individuales y colectivas en las etapas tempranas de sus vidas. Para entendernos: la generación X (los nacidos en los Setenta) vieron en su juventud la caída del Muro de Berlín, mientras los millennials formaron su manera de ver el mundo después del atentado del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas. Hasta el 2020 todos los estudios sobre la identidad de los Z carecían de un evento histórico capaz de moldear la forma que ellos tienen de ver el mundo. El Covid-19 cumplió con esta “necesidad”. Jóvenes y adolescentes fueron llamados a renunciar a la vida fuera de su casa, desde lo tedioso de la escuela a lo más alegre de la diversión, de los deportes, de la calle. Es por lo tanto probable que la vuelta a la normalidad lleve esta generación a querer ser compensada de su propio sacrificio. Además la pandemia provocó una situación paradójica: estábamos acostumbrados a considerar los jóvenes como una parte débil de la sociedad, en virtud de sus bajos o nulos ingresos propios, el creciente desempleo, la falta de experiencia. Pero el Covid-19 reordenó un poco las cosas y nos recordó a todos que los jóvenes son la parte más sana de la sociedad. Desde un punto de vista médico, dado que en todo momento se ha dicho que el virus tiene muy baja mortalidad en ellos, pero también desde el punto de vista social. Los Z (no todos, pero su mayoría) acataron las indicaciones de quedarse en casa, respetar las distancias, ponerse el cubre boca, sin cuestionar, sin pelear, con autocontrol y sin desesperación. Son las demás generaciones (de los millennials hacia arriba) a haber dado en muchas ocasiones una pésima imagen de sí: negándose a respetar las reglas, gritando al complot, dando prueba cotidiana de histeria en las redes sociales. Al día de hoy no sabemos cómo cambiará la forma de ver el mundo de los Z después de la pandemia, pero podemos dar por cierto que ellos van a adquirir un mayor protagonismo en la vida pública y van a exigir a la autoridad y a las demás generaciones que rindan cuentas de lo hecho en estos meses.   

El encierro, las renuncias, los trabajos perdidos, la necesidad de aplicar con meticulosidad las medidas de distanciamiento social, la cuenta cotidiana de los muertos y de los contagios han representado un shock potente, de aquellos que marcan una época. Pero no necesariamente solo en negativo. Los grandes movimientos artísticos y culturales de la humanidad se han alimentado de las fuertes emociones que generan las grandes crisis. Los genios del Renacimiento se formaron al final del siglo XIV y de sus frecuentes oleadas de peste. Isaac Newton hizo sus descubrimientos sobre la gravedad durante la Gran Peste de Londres entre 1665 y 1666. El movimiento de las vanguardias en el siglo pasado surgió como efecto de la desesperación provocada por la guerra antes y luego por la pandemia de gripe española. De ser así debemos esperarnos que estos años den a la luz obras de arte y literatura y descubrimientos científicos que van a marcar una época, quizás todo el siglo. Muchos periodistas y ensayistas, al hablar de la actual pandemia han recordado el Decamerón de Giovanni Boccaccio: una obra que cambió la forma de contar las novelas y que justo está construida sobre la historia de un grupo de personas obligadas al encierro por la peste. Siete siglos después hay todas las condiciones para escribir algo que marque de nuevo la literatura universal. 

La interpretación un poco simplista que circula en estos días es que la pandemia nos hará personas mejores. Una lectura que si bien se sustenta en la razonable expectativa de que algo va a cambiar, también subestima el hecho que hasta después de los grandes traumas hay elementos que refuerzan hábitos del pasado. La prueba más evidente de esta continuidad se vio con el uso de internet y de los Smartphone. Por ejemplo: no fue cierto la pandemia que inventó las video llamadas, pero el Coronavirus hizo que la gente hiciera más video llamadas. Los abuelos aprendieron a usarlas para ver los nietos. Se descubrió que muchas reuniones se pueden tener en esta modalidad economizando tiempos de traslado y también liberándose de preocupaciones mundanas como la del outfit (a cabo es posible estar con una camisa arriba y un short playero abajo y nadie lo va a ver). Mientras los trabajos tradicionales estaban en peligro proliferaban las entregas a domicilio de paquetería, de comida y hasta de la tienda de abarrotes. Los servicios públicos tuvieron que actualizar sus aplicaciones para poder atender a una población masiva y ya no solo a una elite. En general todos fuimos obligados a ser aún más digitales de lo que ya éramos antes. Y esto también es una arma de doble hilo. En el nuevo convivir con la pandemia somos más capaces de aprovechar las potencialidades que da internet. Pero al mismo tiempo este escenario nos hace más adictos a nuestros celulares, computadoras, a necesitar conexión como el agua, a reemplazar las relaciones humanas con las virtuales. Amplificando así la brecha entre lo que somos en red (los leones del teclado que son al mismo tiempo buenos políticos, historiadores, expertos de virus, economistas, filósofos, jueces y cuanto más) y lo seres mediocres, limitados y frustrados que somos en el mundo real. 

Todo lo afirmado hasta ahora se basa en una premisa fundamental, que sin embargo no es obvia: la idea que sí hubo una pandemia y que sí hay un problema de salud pública que abarca todo el mundo. Esta idea no es obvia porque todavía hay quien duda o hasta niega en forma rotunda la existencia del virus: quien sigue creyendo que el virus es un problema de los ricos que viajan en avión (díganlo a los brasileños para ver si están de acuerdo) o  quien dice que el virus se debilitó y ya no existe (pero entonces de verdad debemos creer que los nuevos contagios serían resultado de una maquinación demoníaca de los malos de siempre?). En general todo este universo alimenta lo que será el conservadurismo de los siguientes meses o tal vez años. Los nuevos conservadores serán los que negarán la existencia del virus o, si no podrán hacerlo, afirmarán que fue un accidente que ya pasó y que hay tornar en todo a lo que hacíamos antes, tratando a toda costa de preservar un sistema social y económico que se reveló inadecuado para enfrentar la crisis.

Líderes que en nombre de una pasada edad de oro polemizarán contra las medidas sanitarias con argumentos al límite del grotesco, que se indignarán contra los “poderes fuertes” que quieren controlar la humanidad imponiendo el cubre boca sin darse cuenta de toda la información que las personas regalan (ni siquiera venden, regalan) diario usando Facebook, Twitter, Whatsapp y las demás redes sociales. El Covid-19 en este sentido marca una nueva época en el debate público por un lado los conservadores negacionistas del virus por otro los progresistas que tendrán que pensar a imaginar un futuro donde valores ideales como justicia, libertad e igualdad convivan en equilibrio en una realidad nueva marcada por la pandemia

En esta catarsis colectiva la lucha por el poder y el rol de la autoridad volvió a ser central. El estado retomó lo que en los últimos cuarenta años había perdido. Y no solo en su relación con la economía, de la que antes ya se habló. Los meses del coronavirus han cambiado la manera con la que los ciudadanos ven a sus gobernantes. Esto no significa, no confundamos, que después de años de desprestigio la política haya recuperado credibilidad. Lo que cambió es que por una vez los ciudadanos se interesaron de verdad en la solución de problemas de todos y no, como casi siempre sucede, en la búsqueda de un interés particular disfrazado de interés público. La ciudadanía por un momento dejó de lado el cumplimiento o menos de las promesas de campaña y buscó en sus gobernantes una respuesta a un problema nuevo, desconocido y aterrador. No se trata de algo inédito, al contrario: por siglos, ante que el conocimiento científico se impusiera como principal fuente de verdad gran parte de la humanidad ha creído que sus reyes tenían capacidades curativas mágicas, que representaban la evidencia del origen divina de su poder. Hoy difícilmente le creeremos a algún presidente o jefe de gobierno que nos diga que con su toque sería capaz de curarnos del Covid. Sin embargo en parte esta relación se vuelve a proponer actualizada: hoy no buscamos un rey taumaturgo, sin embargo exigimos que la autoridad nos de todos los días datos sobre el contagio, que busque una vacuna y la encuentre en tiempos rápidos, que resuelva el problema porque los individuos no sabemos cómo hacerlo.

El individuo, centro de cualquier filosofía de la libertad, vuelve a descubrir toda su insuficiencia y su necesidad de un poder que le sirva de algo. La autoridad que tanto había sido redimensionada después de los excesos totalitarios del siglo XX vuelve a ser algo de moda. 

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