En Nápoles el tiempo se detuvo

A principios de junio tuve el gusto de pasar unos días en Nápoles, un fin de semana para hacer unas pequeñas vacaciones. No se trató de un viaje planeado con otra motivación que no fuera la de disfrutar de las bellezas de la antigua capital borbónica y de los deleites de la cocina partenopea.

En este plan hubo un factor que no calculé, aunque era bastante predecible desde el momento en que fijé las fechas de mi estadía: la llegada a Nápoles coincidía con la última jornada de la Serie A, la liga futbolística nacional. Ya desde semanas atrás el equipo local había alcanzado el título, el tercero en su historia. Tan solo a nivel futbolístico se trataba de un hecho extraordinario, al llegar 33 años después de su último triunfo. El primer título después Maradona: los otros dos fueron en 1987 y 1990, a lo largo de los siete años en que el Pibe de Oro encantó con su talento a los aficionados a la orilla del Vesubio. Una figura dominante en el imaginario de los napolitanos, a tal punto que desde su muerte el año pasado el estadio de la ciudad ha dejado de llamarse San Pablo, para dar espacio a otro santo, el de la mano de D10s. 

Si nos limitamos a esto ya tendríamos claro que el “scudetto” de Nápoles ha representado algo único, pero se daría una visión parcial que no tomaría en cuenta del espíritu que en aquellas semanas atravesó la ciudad. Una ciudad plagada de sublimes extremos. Donde la suciedad de la basura y la saturación de los barrios del centro convive con los olores de una cocina deliciosa y a la belleza de las vistas panorámicas que desde barrios como el Vomero dominan el Golfo. Después de haber comido una pizza ahí, esta tiende a convertirse en el criterio de medición: una buena pizza es “como la de Nápoles”. Un lugar donde las personas son al mismo tiempo amables y chismosas, geniales y traviesas. Donde la decisión más prudente es no ponerse el cinturón de seguridad en el coche, siempre y cuando el taxista ya no haya tomado medidas poniendo un aparato para impedirte de hacerlo. En Nápoles es todavía posible encontrar fuera de la estación de Piazza Garibaldi a vendedores de cigarrillos de contrabando, que esperan en la calle con una apariencia discreta pero que no paran de decir que en sus grandes bolsas de plástico se encuentran productos sueltos de todas las marcas. 

La ciudad más latinoamericana de Europa, o la más europea de América Latina: eso es Nápoles. Quizás es por esto que el turista mexicano no ubica este destino por encima de sus deseos: en mis charlas escucho a los mexicanos decir que quieren visitar la Roma barroca, la romántica Venecia, la renacentista Venecia o Milán, capital del glamour. En Nápoles se pueden ver escenas que no son del todo nuevas para sus los ojos de los latinos: el cantante que pide dinero en los bares, la cultura vial sui generis donde tanto el chofer como el peatón pasan con el alto, donde imponer el sonido de los pitidos de claxon es la forma de obtener la razón en los pleitos viales. 

La llegada del tercer título ha exaltado en estos días todos los vicios y virtudes de una ciudad única, que a veces parece irreal y que ya en las novelas de Boccaccio figura como un universo fuera de las reglas. El nivel de las celebraciones fue más allá de las más razonables expectativas, un orgasmo colectivo visible en todos los rincones. Los napolitanos, herederos de una larga tradición teatral, dieron muestra de las más creativas formas de festejo. No había lugar que no tuviera una referencia a la pasión por el fútbol. Lugares públicos donde la contraseña del internet era “terzoscudetto” (tercer titulo) o “forzanapoli”; restaurantes donde las servilletas celebraban el triunfo. A eso se sumaban las burlas, algunas finas otras más desagradables, dirigidas contra los equipos y sus aficiones que esta vez tuvieron que rendirse ante el triunfo del club del burrito (símbolo del equipo). 

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En toda la celebración el elemento más impresionante fue la sensación de vivir en un tiempo fuera del tiempo, donde kronos, kairos y aión se fusionaron en una sola cosa. Por un lado el tiempo lineal de los hechos (kronos), lleno de personas haciendo su vida cotidiana e intentando encontrar la manera de salir adelante. Por otro lado, el instante histórico (kairos), la sensación de vivir un momento único esperado por décadas y que en muchos aspectos suena a una revancha del Sur contra el Norte del país, de los pobres contra los ricos, de la humildad contra la arrogancia. Y por último el tiempo de la eternidad (aión). Nápoles ganó su título en 2023 y en las calles se veían más camisetas con el número 10 que Maradona vistió en los años ochenta, que la 77 de Kvaratskhelia y la 9 de Oshimen, los protagonistas del presente. El presente y el pasado fusionados juntos, el ciclo que se cerraba. El hechizo que empezó desde el día que el campeón argentino dejó Nápoles se rompió con el mismo Maradona a proteger desde el más allá a los campeones de hoy. El presente que revive el pasado; el pasado que bendice el presente. 

El hechizo se rompió, y lo que sigue es el futuro. Tal vez ha llegado el momento de que Nápoles empiece a “liberarse”, en buen sentido, de la nostalgia de su pasado de grandeza. Entender que el deporte puede llevar felicidad y satisfacción, pero no redención y resurrección. Sería maravilloso. No sabemos si pasará, pero mientras tanto, por unos días en Nápoles el tiempo se detuvo.

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1 comentario

  1. Monica
    28/07/2023 at 21:52 — Responder

    La mejor pizza del mundo, pizza frita , café.. y la ciudad donde se desarrolla l’amica geniale o las dos amigas. Hermosa ciudad con mar y volcán, Pompeya y sorrento, Ischia y Capri.

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