La memoria política de paladar

Nos acostumbramos a escuchar sobre la crisis del sistema, pero lo que nosotras vemos es su rearticulación, su reestructuración en el contexto económico de un espacio concreto de intereses inmobiliarios: el centro de las ciudades, que deja de ser un punto de encuentro, ya que restringe los accesos, las rentas son cada vez más caras y un café americano es lo más barato de una carta.

No siempre nos alcanza. Eso produce en nosotras un sentimiento de culpa, porque no podemos compartir a los mismos niveles: las entradas a los eventos culturales son libres, pero no gratuitos, y de esta manera entra en disputa la distribución de los derechos sociales y se enarbola uno nuevo -e inecesario-, que es el derecho del consumidor. Es decir, que dejamos de ser ciudadanos con derecho a habitar y caminar por la ciudad para limitarnos a consumir en ella. Si la cultura se consume, adaptamos nuestra existencia a las exigencias del status quo, y lo simulamos, en vez de afrontarlo.

Nuestra cotidianidad tiene el sabor del capitalismo financiero: está en la mesa y atraviesa nuestros cuerpos. El poder no solo está en la cama, también en la mesa, si la comida es la herramienta que nos permite constituir identidad, también nos ayuda a aprehender el mundo y al que le atribuimos sentido en cada trago amargo. La ciudad se llena de centros comerciales, restaurantes con la etiqueta de comida de autor, y chefs encarnan el discurso neoliberal, de colonización a través de la tradición culinaria y del blanqueamiento por despojo.

Por eso comer en una mesa abre el espacio para la discusión: abre la posibilidad del diálogo y la construcción de vínculos afectivos que rige nuestra relación con el otro; cocinar es una fuerza de creación y por lo tanto un proceso de vida. Germinamos nuestras capacidades críticas para digerir lo social, que muchas veces nos rebasa.

En este sentido, la comida ya no es garantía de nada: nuestra alimentación y sus formas están condicionadas por las tendencias, bajo principios de mercado y lógica mediática. Comemos frente a la computadora, viendo series: desde que la televisión se instauró en el comedor, existe una crisis de referencias; si no podemos entrar al restaurant, compramos productos que por lo menos permiten la sobrevivencia: grasas, azucares, hidratos de carbono…dulce sabor de ilusión, que nos permiten ubicar el control y la regulación de los procesos alimentarios. Aunque alimentarse es un derecho, nos hacen creer que es un privilegio, porque la buena comida es poder político.

Consideramos que la comida es la herramienta para pensar lo político también y dejar a un lado todos esos escenarios posapocalipticos donde hay enfrentamientos por comida. Sin embargo los robos de camiones y trenes con semillas y acopios son reales y son producto de la marginalización y precarización de la vida: robar comida es un derecho, reivindicaremos cuantas veces sea necesario la expropiación de la alimentación y lo haremos valer para disfrutar nuestra comida mientras se desploman los centros mercantiles de las ciudades.

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