La Poeta Gorda: una estampa de perversión y ternura

Ella era una de esas historias por las que vale la pena morir”.

José Alberto Medina es un ser gris pero que brilla en la oscuridad. Se enamora de la Poeta Gorda cuando la observa en el Caligari, un café-bar temático de Guadalajara. Desde ese momento, nacerá y crecerá en Medina un sentimiento unilateral -aunque en el plano sexual sea multilateral- que expresará por medio de una correspondencia digital en la que él propone un romanticismo cortazariano y que a cambio recibe los reproches de una amante distante, que sólo puede vivir en las palabras, los recuerdos y los imposibles. Por eso Medina redacta como quien tiende una trampa:

La sensación de morir que anhelas es poesía, sí. Recostarse entre letras, sentir y cerrar los ojos deseando que sea por última vez, sí, también es poesía. Llevar la química, la física y la metafísica al punto rojo púrpura en que el frío metal desborda los cristales, poesía pura, sin duda. Pero también es cierto que hay poesía que sólo provoca sonrisas (…). Claro que puedo darte poesía. Está aquí en mis labios, tómala”

Pero la Poeta Gorda será evasiva. Su ley es huir y recelar. Persigue siempre, pero no se encuentra a sí misma ni deja que Medina la alcance.

La prosa de José Luis Valencia es ágil, juguetona y popular. Su escenario, como señalé, es Guadalajara y el Caligari, que son espacios habitados por artistas como José Fors, Paola Ávalos, Juan Carlos Macías y Sergio Garval, pero también por periodistas como Alejandro Sánchez, Lolita Bosch, John Gibler y Javier Valdéz, a quienes podemos encontrar entre los pliegues de la historia; están, además, otros personajes no menos interesantes, que son mitad reales, mitad ficticios: Diego, Chavita, Audifaz, Vértiz y Chef, quienes siempre se enredan en diálogos filosóficos, albureros y entrañables, así como Juez, Licenciado, Pintor y Editor, que representan a todos los que tienen algún poder pero que han perdido el alma en el camino: esos que al final se han reducido a la faceta de su máscara corrompida.

La Poeta Gorda es, por tanto, un mosaico de situaciones, personajes y lugares que concurren en poco menos de ciento cuarenta páginas, si bien su signo es el destiempo. Estamos ante una historia de desencuentros, asimetrías amorosas y despedazamientos del sino. Tal vez por eso la Poeta Gorda siempre escapa, porque lo intuye, y por eso dice:

“Quien no necesita meterse algo para aguantar la vida, seguro oculta algo perverso”.

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Después de leer “La Poeta Gorda” corroboré que los autores de libros suelen ser lo contrario de lo que escriben. En algunos casos, la pureza lírica que logran plasmar en sus novelas contrasta con la miseria moral de la que hacen gala en su vida cotidiana; en otros, como en el de José Luis Valencia, nos encontramos con un ser afable que en su literatura desdobla las voces que lo habitan -corrosivas, dolorosas, malditas- y a las que suele mantener amordazadas. Es alguien que se profundiza en esta Ópera prima, misma que no es “sencilla”, como se ha dicho, sino directa y descarnada.

Como trasluce, conozco personalmente a José Luis Valencia, el hombre, y debo decir que enfrenta la vida con dos atributos: la calma y una sonrisa. En su faceta de escritor -no es casualidad- hizo cerrar el ciclo de uno de sus personajes con exactamente las mismas actitudes. Y es que quizá no hay otra forma de recibir la vida y la muerte.

Alguna vez escuché que La Poeta Gorda era una novela para adolescentes. No sé cómo lo tomaría el autor, pero es verdad que se trata de uno de esos libros que pueden enganchar fácilmente a una persona joven a la literatura. Por un lado, porque desmitifica la lectura como un pasatiempo solemne y aburrido, sin dejar de ser literatura pura y dura. Por otra parte, porque delinea a la perfección un mundo cruel, del que ya sospechamos a los quince años, pero que todavía nos parece lejano. La Poeta Gorda es una novela que estoy seguro que calará en los jóvenes porque les mata ingenuidad sin que pierdan la inocencia.

Pero no se vayan con la finta: la Poeta Gorda es una novela que hay que leer a cualquier edad. Sobre todo porque nos recuerda que, entre tanta mierda, podemos ser lo que queremos, incluso si sólo es por un breve momento.

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