Las marionetas de la miseria (a propósito de una rola post-punk)

Me sentía solo y vagabundeaba por los alrededores del Palacio de Bellas Artes en la ingrata Ciudad de México. El día era fresco y había poca gente en la calle. Sin nada qué hacer y triste, decidí largarme a casa, me dirigí a la entrada (o salida) más concurrida del metro Bellas Artes, la más famosa tal vez, aquella que tiene una contraparte francesa, cuyo parecido se supone es exacto con la del metro de París. A unos metros de aquella entrada, me percaté que se llevaba a cabo un espectáculo por demás inusual y hermoso.

Un viejillo achacoso barría la basura de una ciudad absurdamente contaminada, junto a su perro, como única compañía real. Era un viejo desgraciado, pobre, y triste. Recogía la basura con esfuerzo. La levantaba con su recogedor y la depositaba en su carrito que transportaba dos botes de basura anaranjados y sucios. Todo esto lo realizaba bajo la mirada expectante de un grupo de personas que lo rodeaban para seguir con detalle cada uno de sus actos. Este viejo barrendero era controlado por un hombre, un joven vestido de negro, que movía los hilos del títere con maestría y belleza. El viejo era pues una marioneta que nos divertía.

¿Por qué demonios me parecían tan bellos sus movimientos si eran la simulación de un viejo enfermo y pobre que recogía basura? Cada corriente artística podría formular una respuesta a esta pregunta, y tal vez todas estas respuestas coincidan en algún punto, pero yo creo que el arte, el arte verdadero, es la pregunta misma, no su posible respuesta.

Esta figurilla miserable actuaba en un teatro sombrío. Ante un público sombrío, que éramos nosotros, seres miserables, y en su actuación estaba la armonía de una pobreza que no podía desvincularse de la gracia y la belleza. Como si estas cualidades nacieran de una absoluta austeridad. Cada movimiento, tenía su centro de gravedad; bastaba con gobernar éste, en el interior de la figura; los movimientos describían directamente curvas; y que a menudo todo el mecanismo, meneado de manera meramente casual, se ponía en movimiento rítmicamente, de manera semejante a la danza. ¡Baila viejo enfermo! ¡Haz el espectáculo de tu pobreza, sé hermoso para mí, ten gracia y humíllame! ¡A mí, que soy sólo un hombre triste y delincuencial!

Después de perder la inocencia de esta manera, ¿cómo continuar en la misma dirección? Era necesario salir de ese pequeño teatro para regresar al otro espectáculo, al cotidiano, a la miseria humana. El paraíso está cerrado con siete llaves y el ángel detrás de nosotros; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirse.

Durante mi adolescencia me interesé por el teatro. Toda la preparatoria trabajé en un taller de teatro escolar. En el último año formé, junto a algunos amigos, una compañía teatral independiente. Nos llamamos “Teatro Peor es Nada”

La primera obra que montamos era un texto inédito de mi amigo el poeta Fernando Narváez, llamado Al final del abismo. Aquel texto, saturado de influencias del existencialismo más desolador, manifestaba el drama de una juventud que se enfrentaba a la imposición de la razón institucionalizada, y fracasaba en la lucha. Porque la razón es el discurso más violento de todos.

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La obra presentaba la vida despedazada de un psiquiatra (interpretado por el mismo Narváez) que, en el último intento de asirse al mundo, o mejor dicho, a la razón institucionalizada de la sociedad, pretende enfrentarse al discurso de un loco (yo interpretaba al loco). Este enfrentamiento sólo tenía una consecuencia, la razón  cedía ante la consciencia iluminada del loco. Pero la única forma de victoria, era la muerte. Porque la sociedad no acepta disidentes.

Como decía Atonin Artaud —el poeta disidente, el loco suicida—: es así como una sociedad deteriorada inventó la psiquiatría para defenderse de las búsquedas de algunos iluminados superiores cuyas facultades de adivinación le perjudican. Es así como la sociedad termina suicidando a los individuos. La sociedad suicidó a Van Goh, a Gerárd de Nerval, a Antonin Artaud, a Ian Curtis, por poner algunos ejemplos.

Por qué me vienen a la mente todos estos recuerdos tras escuchar la rola “Violent Whispers” de The Shadow Theatre? ¿Será simplemente el nombre de esta banda de Liverpool? ¿Será el género post-punk, al que relaciono con el suicidio de la juventud y el fracaso, la lucha perdida? Los post-punk (los jóvenes de 1977) estaban convencidos de que todavía se podía hacer música, de que todavía se podía ser joven, y se podía combatir a la sociedad absurdamente racionalizada, miserable, intransigente y déspota; estaban convencidos de que todavía se podía hacer arte y de que había un futuro por construir. Los jóvenes de ahora ya no tenemos las mismas certezas.

Para finalizar transcribo un poema de Fernando Narváez  que expresa el espíritu de la juventud victoriosa de nuestra época:

Con un poco más de voluntad

Podría tomar mi revolver

y salir a cambiar el mundo.

Estas manos podrían levantar

la guillotina más grande

de todos los tiempos

o hacer nudos que se ajusten


con delicadeza al cuello

de cualquier pecado.

Podría prenderle fuego

a los barrios ricos


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y volar el Parlamento

en mil pedazos

para que tú y los otros niños

puedan jugar a amontonar

ruinas y construir finalmente

una civilización justa.

Podría formar a toda nuestra generación

frente al muro de lo que sea que llamemos Verdad

y terminar con el inútil desfile de ideologías.

No, no creas que exagero;

esta oscuridad, esta desesperación

de la que tanto te he hablado

bastaría para corregir la historia

o destrozarla de una vez por todas.

Y sin embargo estoy aquí,

sentado con una pluma en la mano;

y si fuera tú me sentiría

agradecido por ello.

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