El costo de la democracia

La democracia no se escucha a una sola voz. Es en todo caso un coro lleno de matices, multitonal y casi nunca sincronizado. En la democracia canta lo mismo un tenor que la voz menos educada. Quizá por eso cada quién escucha lo que quiere, y de ahí que uno de los cichés del político recién electo sea que asegure cosas como “Hoy el pueblo de México habló fuerte y claro”.

Leer sobre democracia remonta inevitablemente a un ágora en Grecia, a las lecciones primarias de ese idilio que nos enseñaron que era nuestro nuevo sistema político, al que le debemos nuestras libertades y en el que el maravilloso pueblo del que formamos parte es el que manda. Enorme poema de las masas buenas enfrentando a sus verdugos. Compensación ilusa ante el desgaste de las tiranías.

Nos aferramos así a la democracia porque lo necesitábamos, lo dijo bien Kundera en “La insoportable levedad del ser”: «quienes luchan contra los llamados regímenes totalitarios difícilmente pueden luchar con interrogantes y dudas. Ellos también necesitan su seguridad y sus verdades sencillas, comprensibles para la mayor cantidad posible de gente y capaces de provocar el llanto colectivo».

Pero hay que entenderlo ya de una buena vez. La democracia podría hacer ganar a Donald Trump, como hizo ganar a Vicente Fox o Enrique Peña Nieto. Cuando todas las voces hablan, no siempre es la de mejor timbre la que se impone, a veces es más lo desafinado y estridente. La democracia hizo ganar el Sí al Brexit y el No al acuerdo de paz en Colombia.

En la mayoría de los análisis de ambos temas, parece que no fue la razón la que ganó en las urnas; pero otra cosa importante de nuestro sistema es que le da cabida a la perspectiva y eso permite que la razón cambie de acuerdo las experiencias de los individuos, sus realidades educativas, sus circunstancias geográficas y políticas. Las razones de todos no pueden ser iguales y es también válido que las propias sean derrotadas, aún cuando las creíamos irrebatibles.

En el caso particular de Colombia no se trataba de una decisión sencilla. Era elegir entre la guerra y la impunidad. ¿Vale la pena el costo? ¿El Estado puede elegir el mal menor y sentar un precedente de negociación con la ley? Cualquier respuesta evidenciará un lado oscuro y uno brillante; por lo tanto, no se debería de analizar tan a la ligera.

Desde un punto de vista menos explorado, lo de Colombia puede ser la manifestación de un pueblo que no está dispuesto a retroceder a sus lentas y difíciles conquistas para establecer un Estado de derecho y un régimen que alcance la paz a través de las vías institucionales y no violentas. Dicho de otra forma, no se dejan chantajear por sus raptores. Podría leerse una imposición democrática sobre el anhelo de paz a cualquier costo. Nadie debería de morir por estas disputas de poder, es cierto, pero las decisiones unilaterales tampoco garantizan la paz y los ejemplos latinoamericanos del totalitarismo lo demuestran con creces.

Internacionalmente se juzga negativamente esta pausa en la amnistía, este regreso a las mesas de discusión ante lo que se antojaba ya hecho. La pregunta de por qué intentar legitimar una decisión para la que el presidente y ahora Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, ya estaba facultado (también democráticamente), domina las mesas de diálogo. Es fácil detectar en el cuestionamiento esa sensación en la que la razón se tendría que imponer ante el pueblo que no eligió bien; nostálgico deseo de retornar a los tiempos de las imposiciones del poder.

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Quizá esto sea la construcción de una Paz más profunda, sólida y duradera. Desde esa óptica es un acierto el trabajo de Santos, que marca el camino de una discusión que urgía, aunque sus argumentos fueran derrotados en las urnas. Pero también el triunfo del No.

Apreciar estos matices puede comenzar a desmitificar al sistema. Entender que la democracia no habla a una sola voz ni a un mismo tiempo, nos podrá ayudar a encontrar que también el miedo, el revanchismo, la manipulación mediática y el odio se pueden imponer si dejamos que sean demasiado estridentes.

Por eso habrá que pensar desde ahora que para que se tomen mejores decisiones  la tarea sería formar mejores ciudadanos y eso implica comenzar a reducir brechas. Pero aún con las condiciones más equitativas y justas, la democracia jamás sonará uniforme.

Quizá su ruido, sus argumentos cruzados y su desastrosa combinación de tiempos desesperen a los fanáticos de la eficacia y a quienes aspiran a que sus ideas fundadas en la razón marquen el paso de las sociedades, pero justamente en su riqueza de colores radica su valor.

Hoy la democracia tiene un costo evidente: retrasar la Paz en Colombia. Quizá parece excesivo, un camino muy largo e ilógico; pero vale más una ruta complicada de lento avance,  que  un retorno abrupto al autoritarismo en el que las ideas de los que se sienten iluminados sean impuestas sin contenciones.

El costo de la democracia es muy alto, sí. Las lecciones internacionales y locales nos lo dejan claro. El reto ahora es aprender de ellas, desmenuzarlas y entender que con todo, la libertad que hasta ahora solamente la democracia nos ha podido dar, vale el costo.

@ErnestoGtzG

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