Gobierno de Trump busca eliminar controles clave para adquirir armas pese a los numerosos casos de tiroteos escolares

En un país que ha registrado más de 7,358 muertes por armas de fuego solo en lo que va de 2025 —con 192 tiroteos masivos contabilizados por Gun Violence Archive—, el gobierno de Donald Trump no solo no endurece las políticas de control de armas, sino que trabaja activamente para desmantelar parte del ya limitado aparato regulador existente.
A través del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la administración republicana busca implementar un plan de “eficiencia” que, en los hechos, implica una ofensiva contra la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF). Entre las acciones previstas está la eliminación de unos 540 inspectores, lo que representa aproximadamente dos tercios del personal de supervisión de la ATF, además de una reducción presupuestaria del 25% para el próximo año fiscal.
El argumento oficial es reducir la “burocracia”, pero los efectos concretos van mucho más allá de un simple trámite más corto: se trata de flexibilizar la verificación de antecedentes para la compra de armas, modificar más de 50 normativas, y cambiar de fondo la infraestructura institucional que regula la tenencia legal de armamento en EE.UU.
Uno de los puntos más controversiales es la propuesta para simplificar el formulario 4473, indispensable para iniciar el proceso de verificación de antecedentes. El documento, que actualmente cuenta con siete páginas, pasaría a tener solo tres. Si ya antes era una barrera tenue para evitar que armas llegaran a manos peligrosas, con estos cambios, el formulario podría convertirse en un simple protocolo simbólico.
Además, se planea extender el tiempo de revisión de antecedentes de 30 a 60 días, lo cual abriría una ventana aún más amplia para compras legales sin confirmación inmediata del historial del comprador. Por si fuera poco, también se propone destruir los archivos de dueños de armas una vez que hayan pasado 20 años, en lugar de conservarlos permanentemente, como se exige actualmente.
La fiscal general, Pam Bondi, ha ido incluso más lejos, planteando la fusión de la ATF con la DEA (Administración de Control de Drogas), lo cual diluiría aún más las funciones especializadas en la regulación de armas en una estructura que históricamente ha estado enfocada en narcóticos, no en armamento civil.
Estas medidas han sido señaladas por organizaciones de control de armas como un retroceso peligroso. La supuesta simplificación no solo mina los mecanismos de prevención, sino que, en palabras de activistas y expertos, aumenta el riesgo de que personas con historiales criminales o con problemas mentales accedan más fácilmente a armamento letal.
Mientras tanto, las cifras de violencia armada siguen creciendo. Según datos recientes, 503 adolescentes han muerto por armas de fuego en lo que va del año, y 1,424 más han sido heridos. La flexibilización no se da en un contexto hipotético, sino en medio de una crisis sostenida. Y sin embargo, la respuesta gubernamental ha sido eliminar inspectores, destruir registros y facilitar papeleo.
En una nación que vive permanentemente entre homenajes a víctimas y simulacros escolares de tiroteos, estas decisiones parecen menos una política pública y más un tributo torcido al lobby armamentista. La retórica de eficiencia se convierte así en un disfraz para el desmantelamiento sistemático del ya débil control sobre un país armado hasta los dientes.
Como si se tratara de darle “modo historia libre” a un videojuego sin límites, la administración Trump busca reescribir las reglas de acceso a las armas como si el contexto no importara. Pero el contexto importa. Y mucho. Solo que para este gobierno, parece importar menos que la posibilidad de facilitar el negocio y seducir a una base electoral para la que portar un rifle es casi un acto de fe.