Las infancias que el Estado no quiere ver: niñas y niños desaparecidos, desplazados y violentados en México

En un país donde el Día del Niño se celebra con pastelitos, festivales escolares y playeras de Pikachu, hay una parte de la infancia mexicana que no aparece en los comerciales ni en los hashtags con globitos. Es la niñez que sobrevive al margen, en las grietas del sistema, invisibilizada por políticas públicas que fallan sistemáticamente en garantizar su derecho más básico: estar viva y segura.
En México, más de 16,378 niñas, niños y adolescentes han sido reportados como desaparecidos entre 2007 y 2024, según cifras del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas. Aunque las estadísticas fluctúan y muchas veces se matizan con tecnicismos institucionales, la constante es brutal: en este país, hay niños que simplemente dejan de estar. Y no pasa nada.
En estados como Guanajuato, Guerrero y Estado de México, las desapariciones infantiles no son incidentes aislados, sino fenómenos interrelacionados con contextos de violencia estructural, redes de trata, desplazamiento forzado y crimen organizado. Según Reinserta, al menos 30 mil niñas y niños han sido desplazados en la última década por causas asociadas a violencia armada. En entidades como Chiapas, Michoacán o Zacatecas, hay pueblos donde ya no quedan escuelas abiertas ni parques con columpios: solo silencio y abandono.
La infancia desplazada no aparece en los discursos del 30 de abril. No hay campañas del DIF que nombren su experiencia ni políticas federales diseñadas específicamente para reubicarlos, protegerlos o acompañarlos. Mientras tanto, organizaciones de la sociedad civil intentan —sin recursos suficientes— llenar el vacío que debería ser responsabilidad del Estado.
A esta realidad se suma otra más compleja y dolorosa: la participación forzada de menores en actividades delictivas. De acuerdo con datos del INEGI y estudios realizados por México Evalúa, existen evidencias de que niños desde los 10 años son reclutados por grupos criminales como halcones, mensajeros o incluso sicarios. En muchos casos, se trata de infancias sin acceso a educación, salud o vivienda digna: no es que eligieran “el camino fácil”, es que nunca hubo camino.
Mientras las fiscalías estatales aplican protocolos ineficaces o ignoran reportes de desaparición infantil bajo el viejo pretexto de “seguro se fue con el novio” o “anda de rebelde”, las familias se convierten en investigadoras, peritas y activistas. Ahí están las madres buscadoras cavando con sus manos en los cerros, donde podrían estar sus hijos de 8, de 12, de 16 años. Ahí están también los nombres olvidados en los expedientes: Brandon, Lupita, Diego, Monserrat.
El Estado mexicano parece tener una preferencia: hablar de niñez solo cuando se trata de repartir juguetes o de anunciar programas que no llegan a quienes más lo necesitan. La Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, promulgada en 2014, establece el principio del “interés superior de la niñez” como rector de todas las decisiones. Sin embargo, en la práctica, esto suena más a declaración de PowerPoint que a política real. Prueba de ello es el constante desmantelamiento de programas como Escuelas de Tiempo Completo o el abandono de sistemas de protección infantil en municipios rurales.
En contraste, varios gobiernos locales aprovecharon el Día del Niño para montar actos simbólicos: parlamentos infantiles, concursos de dibujo, kits escolares. Pero fuera del escenario, esas mismas infancias enfrentan contextos de violencia, abandono y revictimización institucional. ¿De qué sirve sentar a una niña en la silla presidencial por un día si su escuela está tomada por el narco o si su hermano menor está desaparecido?
En pleno 2025, seguir hablando del Día del Niño sin reconocer que miles de infancias mexicanas son sistemáticamente violentadas, ignoradas y desplazadas, no solo es irresponsable: es un acto de complicidad. Celebrar a la niñez no puede ser un performance vacío; tiene que ser una exigencia de justicia, memoria y acción.