Tres tramos de una Visita guiada a una sala de estar

En la imagen, la autora: Pura López Colomé

Cualquier lector sensible encontrará el título de este ensayo [Visita guiada a una sala de estar] por lo menos extraño. Y con razón. Las visitas guiadas en general ocurren dentro de un territorio, un lugar, un museo. He de comenzar, entonces, con lo que para mí es una «sala de estar», para luego dar los pasos para llegar a ella y no salir jamás. Para lograrlo, voy a conducirme según la única máxima indiscutible que sigo y seguiré sin ceder un ápice: «Walk on air/ Against your better judgement». Me fascina la literalidad de este par de versos: «camina por los aires/ en contra de tu buen juicio». Si fuera muy fiel a lo que el español dicta como equivalencias de sentido, optaría por: «rebosa de felicidad/ sin atender a la sensatez». E incluso aquí no faltaría quien intentara enmendarme la plana. Cuando de literatura se ha tratado, leerla o escribirla, desde niña siempre he sentido caminar por los aires en el espacio mismo, a flote, andando como los astronautas, ignorando el sentido común, las leyes de la gravedad, la amenaza de muerte. Mi divisa quedaría cincelada probablemente de la siguiente manera: Hay que caminar por los aires, flotar, rebosar de felicidad, sin pensar en exceso o actuar con estricta racionalidad; en otras palabras, hay que abandonarse por completo al disfrute, a la convivencia con la belleza que la letra atrapa en palabras, frases, oraciones, párrafos, páginas enteras… a riesgo de terminar en el centro de la miseria humana, de los límites de nuestra condición. Otro poeta, ruso y no irlandés como el antes citado, lo dijo de este modo: «si algo nos enseña el arte es que la condición humana es profundamente privada». La poesía y la narrativa, artes absolutas, encierran el secreto de estas frases que resuenan con nuestros predicamentos.

Desde que las lenguas comenzaron a jalarme la oreja, a llamarme la atención, comencé a preguntarme por el origen del significado inmediato, el que saltaba a la vista. Así, la primera vez que escuché (o tal vez leí) que a un cierto espacio interior y acogedor de la casa se le conocía en inglés como drawing room, me puse a cavilar en lo más básico: ¿tendrá esto que ver con el verbo «draw», dibujar? Claro, por eso Jane Austen o las hermanas Brönte lo usan tanto en sus escenas; en aquellas casas enclavadas en tierras y paisajes anglosajones, debe haber una habitación especial para que sobre todo las damas se dediquen a dibujar y pintar. A mí me estaría vedado ese sitio, dada mi absoluta incapacidad para reproducir lo más elemental, una jarra, un plato, el sol, un árbol: pasé de panzazo la materia de dibujo de imitación. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que aquel cuarto estaba diseñado precisamente para mí, porque nada tenía que ver con aquella acepción. Venía de otro verbo compuesto, «withdraw», retirarse en pos de privacidad o descanso, desprenderse de la socialización para aislarse y concentrarse en los propios pensamientos, lejos del mundanal ruido, en un saloncito que, entre nosotros, se conoce como «sala de estar». Un espacio para existir uno con uno mismo, uno con el objeto de su elección, para rezar, reflexionar, meditar, pintar, escuchar o tocar música, leer, escribir… Qué curioso que mi propia lengua, el español, me ofrecía tan plural expresión. Por eso le pertenezco. Por eso toda ella es mi sala de estar, que abarca galaxias, universos. Una intimidad artística. Un arte íntimo. Una palabra a fondo. El fondo literal de un pozo sin fondo.

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Más allá de la nostalgia, mi definitoria melancolía ya pertenecía al mundo de la lectura: en él me sentía a buen resguardo. Desgraciadamente, se me empezaban a escapar las palabras en mi idioma, el español. No recuerdo cuál de mis maestras me recomendó traducir algo muy breve: «No vas a entender gran cosa. No importa. Un diccionario te llevará a otro. El primero, bilingüe, te arrojará directamente a la literalidad. De ahí brincarás al del significado. Y quien quita y luego termines en la enciclopedia y otros refugios». Ese texto pequeñito resultó ser, nada menos, un poema de Emily Dickinson  (peccata minuta), a quien nunca había leído. ¡Con razón se me advirtió que no iba a entender nada! Durísima tarea la que emprendí, un poco a ciegas. Mas el premio, doble. Número uno: comencé a adentrarme en una obra con puerta de entrada y sin puerta de salida. Número dos: nada más por el placer que me causó la tarea, por desentenderme de lo demás, por la fascinación de ese sitio, propiedad exclusiva del «ave de horno», al que por suerte se me daba acceso; ignorante de su ulterior influencia en mí, me percaté, de manera bastante elemental, de que traducir poesía se parecía mucho a escribirla, a volver a crearla (o, según Tomás Segovia, «a hacer de lo dicho algo otra vez decible»).   

No sé por qué este poema, el 1302, no forma parte del conjunto de los más citados y frecuentados. Lo cierto es que, después de la aventura, deseché mi «traducción» y, eso sí, seguí adentrándome en aquella obra recóndita, de la cual aún no se publicaba ni la mitad. Cada vez que le preguntaba a alguien durante décadas posteriores si sabía de la existencia de este poema, me contestaba que no. En 2004, durante un viaje a Irlanda, conocí al pintor inglés-irlandés, Barrie Cooke, quien me invitó a su estudio, muy cerca de Sligo (tierra de Yeats), donde había pocas casas, muy distantes unas de otras, y rocas, rocas, rocas. Ahí, en un lugar para él emblemático, construyó un enorme espacio destinado a la creación artística. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar, me saltó a la vista algo cincelado en la fachada, blanco sobre blanco. Parecía mentira: de buenas a primeras, apareció el 1302, no porque Barrie le tuviera culto a la poeta estadounidense, sino porque el poema giraba en torno al agua y al viento, importantísimos para quien, además de artista, era pescador de agua dulce y de altura. No daba crédito, en serio. Después de esta señal, consideré un imperativo traducirlo de nuevo.

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Época tan oscura como definitoria. Yo trabajaba en el suplemento de unomásuno, aprendiendo todo, leyendo a cántaros, pez en el agua. Por ahí llegaron las noticias de un Festival Internacional de Poesía (1981), organizado por Homero Aridjis, que prometía continuar con cierta periodicidad. La deslumbrante pléyade invitada a leer en el Distrito Federal y en Morelia no tenía límite: aparte de los poetas mexicanos más destacados de la época, capitaneados por Octavio Paz, Marco Antonio Montes de Oca, Ramón Xirau y Tomás Segovia, en escena se presentarían, entre otros, Jorge Luis Borges, Allen Ginsberg, Tomas Tranströmer, Vasko Popa, Günter Grass, Marin Sorescu, W. S. Merwin, Michael Hamburger, Seamus Heaney. Me tocó corregir las planas del suplemento que incluían algunos poemas de los invitados, para abrir boca. Aquella obra me avasallaba. Rebosaba de emoción por escuchar, en persona, al autor de «Aullido», poema que conocía al derecho y al revés. Me moría por proponerle traducciones de poemas suyos a Huberto al regreso de Morelia. Durante su lectura compartida con otros, Tomás Segovia notó que estaba en las nubes con Ginsberg al centro del escenario, leyendo y tocando su armonio: «Si quieres que te tome en serio, hazme caso: al que hay que traducir es a Heaney. Escúchalo con atención», me dijo. La ironía era que yo había leído algunos de sus poemas en Dakota, y después le había perdido el rastro. Ahora aquella voz de bajo profundo cantando la infancia en el condado de Derry, entre ranas, sapos, pozos y turba, lo invadía todo, se adueñaba del espacio. Cuánta razón tenía Tomás, toda la razón del mundo.  

Entrar sigilosamente al mundo de Heaney, visitarlo a hurtadillas, de puntitas, representaba, de alguna manera, volver a mi adolescencia, a mi iniciación. Como de rayo me puse al corriente con los poemarios que me faltaban, hasta llegar al más reciente, Isla de las estaciones. Tan entusiasmada me vio Huberto que me ofreció una columna fija en el suplemento para que comenzara a traducir algunos poemas de aquel libro en torno a un peregrinaje penitencial, acompañándolos de breves comentarios explicativos y documentales. La titulé «Del pantano a la profundidad del aire». Poco a poco, por mi cuenta, decidí traducir el libro entero, para lo cual lo deseable era entrar en contacto con el autor. Un amigo me consiguió su domicilio tanto en Dublín, donde vivía, como en Harvard, donde pasaba un semestre al año. Le escribí. Después de meses de silencio, por fin me contestó. Fue la suya una carta formidable, motivadora a fondo para cualquier escritor joven. En ella me contaba que había recibido los ejemplares de sábado donde yo había publicado algunas traducciones y pequeños ensayos en torno a él, su procedencia, su escritura, y que le habían gustado mucho: celebraba su actitud «audaz y certera…» Se disculpaba por no haber respondido antes, ofreciéndome su asesoría ante cualquier duda. También me explicaba cómo le habían llegado aquellos ejemplares: Homero Aridjis se los había enviado en su momento (sin decirme agua va). Puse manos a la obra, feliz.

Este proyecto inicial llegó a buen puerto. Bien avanzada ya su traducción, pasamos un año sabático en Seattle, Washington. Estando allá, me enteré de que Heaney daría una conferencia y varias lecturas en el marco de un simposio en una universidad de Pensilvania. Habría que cruzar el país, casi un viaje a Europa. Me moría de ganas de conocer en persona a quien tanto, y de tantas maneras, admiraba. Un regalo de Navidad de mi suegro me pagó la aventura. Como conferencista (en torno a Wordsworth, Coleridge, Keats), y como poeta dueño de la escena, no había quien lo superara. No exagero. Cualquiera que lo haya escuchado leer (o, las más de la veces, articular de memoria) sus poemas, ante públicos íntimos o multitudinarios, confirmará mis impresiones. Así y ahí entendí la expresión «elevar un canto», «elevar una plegaria»: sólo por vía de la voz encendida por aquel contenido se logra tocar el corazón. En aquella ocasión no leyó poemas de Isla de las estaciones; pese a ello, algo dicho en una de las doce «estaciones» del libro para mí refrendaba el destino espiritual de la poesía en general, resonando en distintos contextos. En la onceava estación, el poeta cuenta una experiencia que lo hizo recuperar la fe en el sentido de su quehacer, su vocación, coronándola con un eco, una traducción suya al inglés de un fragmento de la «Noche oscura» de San Juan de la Cruz (¡perteneciente a mi lengua, mi tradición, mi religiosidad católica!), el Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe.

 

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1 comentario

  1. 09/10/2018 at 23:13 — Responder

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