Tenemos que hablar de Brasil

Empecemos por suscribir el consenso internacional. Bolsonaro es misógino, homofóbico, promotor de la tortura y nostálgico de la dictadura. A pesar de ello, es muy probable que sea el próximo presidente de Brasil.

Hace un par de años era impensable que un Bolsonaro pudiera gobernar. Salvo excepciones exóticas, no encajaba la idea de que alguien con las opiniones del típico mentecato de bar pudiera recibir una banda presidencial. Pero hubo un antes y un después de Trump, y ya no es difícil visualizar a un intolerante presuntuoso a cargo del barco.

Ahora bien, si Bolsonaro gana, será una desgracia, pero en términos de gestión tendrá que arreglárselas con otros poderes y enfrentar la fragmentación política de Brasil. No tendrá un cheque en blanco y sí muchas dificultades. Pero Bolsonaro es peligroso, como Trump, por las consecuencias de sus palabras. Ya tenemos noticias de varios ataques perpetrados en su nombre. Un maestro de capoeira fue asesinado por decir que votaría al PT; una mujer fue golpeada y marcada con una svástica por llevar un sticker pegado a su mochila con la leyenda: “EleNão” -el hashtag “Él no” que promueven los opositores a Bolsonaro-. Otra chica fue brutalmente agredida por tres personas que le provocaron graves lesiones en el rostro y en los brazos por las mismas razones. Mediante esta clase de actos violentos se está creando un clima en que pensar o ser diferente puede volverse un infierno. Cuando los Trump y los Bolsonaro legitiman la intransigencia en el espacio público, los episodios de crueldad se multiplican.

Es de resaltar que, como en Estados Unidos, en Brasil se ha demostrado que no necesariamente son “los perdedores de la globalización” quienes votan a estos outsiders de la política. Los hombres más educados y con mayores ingresos votaron por Bolsonaro. Es poca la diferencia, pero de acuerdo a esta gráfica también las mujeres negras lo prefirieron respecto a Haddad, el candidato del PT con quien Bolsonaro se medirá en la segunda vuelta. Por tanto, aunque la crisis económica y la corrupción del partido de Lula influyeron de manera decisiva en estas elecciones, parece que el asunto de fondo es una guerra cultural irresuelta. Parafraseando a Gustavo Gordillo, uno de nuestros errores ha sido creer que los valores progresistas se habían vuelto sentido común y que su avance era irreversible. Los hechos confirman lo contrario. Tenía razón André Glucksmann: “la lucha contra la intolerancia no conoce combate final ni victoria definitiva. Es una serie de golpes recibidos y dados, sin contemplar una conclusión redentora”.

Ángela Davis creía que, en una sociedad racista, no basta con no ser racista: es necesario ser antirracista. Esa propuesta puede extenderse a los males que representan los Bolsonaro y los Trump: no basta con no ser machistas, homofóbicos y fascistas. Hay que ser antimachistas, antihomofóbicos, antifascistas -e incluso anticapitalistas-. Personalmente estoy convencido de que, a pesar de sus límites probados, la izquierda política es quien puede encabezar un programa práctico para construir una sociedad menos cruel, más justa y más libre.

Para lograr eso hará falta estudiar este fenómeno detalladamente, con una mirada clínica; delimitar si Bolsonaro es o no es populista; si es parte de una ola reaccionaria global, o si más bien expresa la pataleta de franjas socio-culturales que sienten que están perdiendo sus privilegios. En cualquier caso, me parece que se necesitará mucho valor para enfrentar los males que Bolsonaro representa. Si, lo sé: no vivo en Brasil -me espetarán- y suena extraño apelar a la bravura en la época de “las sociedades del conocimiento”. Pero, como escribió, otra vez, André Glucksmann: “la resistencia al odio es el gran motor de la historia”, y para ello hace falta mucho arrojo y entereza. Además, la intolerancia es un folclore sin tierra, y lo que el caso de Brasil nos muestra es que la derecha, los evangélicos y los empresarios, cuando trabajan juntos, pueden lograr cosas insospechadas. Y esa es la gran enseñanza para México.

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