La fiesta de Ocotlán

"Pero no hay celebración sin guajolote y sin mezcal, no hay alegría sin el sacrificio de otros, el amor hace que los animales pierdan la cabeza", escribe para Vía Libre Roberto Acuña

Por Roberto Javier Acuña Gutiérrez

Llegué el viernes al mediodía, la fiesta de Ocotlán —lugar de los ocotes— es su tianguis, tiene la forma de un agave que se abre por cada poro del pueblo, cuya piña es el mercado, dividido en dos: de un lado está la santidad del pan y del otro las carnes y el hambre que se ahúma en las cocinas económicas.

Las comunidades vecinas bajan para vender chapulines —tienen que probarlos—, fruta, verduras, las venden en bolsas o racimos de diez pesos y las carnes que siempre están tentando con su sahumerio de olores están esparcidas por cada una de las pencas del agave, excepto en el brazo que da a la Iglesia, por qué, no sé, quizá la elevación espiritual se contraponga a la voluptuosidad de los sentidos sobre una buena pechuga o un buen pedazo de lomito; tampoco hay que olvidar los mezcales, cada uno de ellos lleva la marca de una familia, de una especie de agave en específico, el espíritu de la madera ardiente y de los años de trabajo.

Me adentro poco a poco en esa región de exuberantes sentidos y voy de prueba en prueba, por acá un pedazo de piña, por allá un taquito de chorizo, más allá y más allá vasitos y vasitos de mezcal, abunda el espadín, también compro unas jícaras para beberlo en casa como se debe, por supuesto no me voy a regresar sin unas cuantas botellas, es un derecho constitucional para todo aquel que vaya a Oaxaca.

Las pruebas parecen interminables, ¿cuántos productores de mezcal hay en el mercado?, no lo sé. Se levanta el aire al sol, se orea el tiempo, las mujeres llevan de las patas a sus guajolotes para venderlos, la sangre se acumula en la cabeza, en las alas el desconcierto, el sol que se despide del fondo de sus miradas negras, demasiado negras. Pero no hay celebración sin guajolote y sin mezcal, no hay alegría sin el sacrificio de otros, el amor hace que los animales pierdan la cabeza.

Compro algo de carne y voy a un comal para freírla, el olor de la grasa y del carbón me llenan, me forman, qué vacía sería una comida sin los sentidos, un beso sin la lengua; bebo una agua de chilacayota bien fría, las mujeres son una curva de sombra y de tierra, se me antoja la suavidad del pan, imagino el movimiento de las manos sobre la masa, el temblor, el ritmo acompasado del cuerpo; compro quince pesos y me dan cinco panes, redondos, brillantes, gordos, muerdo uno, lo lamo, me escurre la baba por la barbilla. Sólo hay otro placer comparable a éste, pero me fuerzo por cerrar el grifo de la lujuria, aún queda camino y artesanías por ver para endurecer las ganas del viaje.

Voy por otro mezcal y un pulque, al pulque le falta madurar, es casi aguamiel, pero el mezcal es otra cosa, es un aceite para el alma, es un deseo que se bebe para que no se tuerza la boca, bebo, de “a besitos”, el tiempo es demasiado pronto cuando al fin cae la noche, avivo el fuego de mi cabeza y ésta se infla y poco a poco me elevo hasta un azul que ha dejado de ser azul, hasta un sol que ha cerrado al fin el oro de sus párpados, me elevo, me elevo y cada vez es más redondo y fresco el sueño.

Continuará…

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