“Nos convertimos en seres muy disminuidos”: entrevista con Antonio Calera-Grobet

Antonio Calera-Grobet (Ciudad de México, 1974) es poeta, narrador, periodista, editor, chef, promotor cultural, y sobre todo, un paseante. Su más reciente libro, una obra que tiene mucho de ensayo, de crónica, de poesía, se titula precisamente de esa manera: El Paseante (Malpaís Ediciones, 2016). En sus páginas se descubre un personaje y también un acontecimiento: caminar como un acto de magia, como un ensueño y un arrebato místico, para revelar nuestro entorno, y para denunciar su defenestración. Pasear es una acción sencilla y paradójica —lo ha evidenciado el mismo autor— porque caminar también es pensar, pero lo más importante, caminar es escribir.

“El hombre se hizo hombre cuando dio el primer paso”
— Antonio Calera-Grobet
Calera-Grobet ha entregado a la literatura una obra mutante y vertiginosa, porque al escribirla se ha convertido en perro, en ave y, por supuesto, en hombre (“el hombre se hizo hombre cuando dio el primer paso”) para transitar por oscuras y maravillosas ciudades que también son México. Entonces, la consigna para recorrer este libro es la siguiente: “habrá que caminar, paseante, codo a codo, con la vida o con la muerte”. El escritor charló en exclusiva con Tercera Vía sobre el origen de estos paseos, las obsesiones que lo llevaron a recorrer ciertos sitios de una monstruosa ciudad, y los linderos que atravesó tras perderse en las calles perversas de la realidad.

Fotos: Alexandria Sevilla

¿Te consideras parte de la gran tradición de cronistas que existe en nuestro país?

No, de ninguna manera. No porque yo no lo quisiera, o lo añorara incluso —sería un honor formar parte de esos cerebros que han querido registrar en tiempo presente, o en gerundio, la realidad mexicana—, sino porque considero que mi escritura proviene de otros derroteros.

Lo que está guardado en El Paseante pareciera una crónica. Pero intenté que estos textos fueran, en todo caso, una suerte de miscelánea bastante libre de diferentes géneros. Estas escrituras son cortas como un pequeño cuento, se riman como poemas muy convencionales —quería que la aparición de esa rima funcionara como la zancada que tuve al hacer los recorridos. Y también intentan de alguna manera, aunque parece extraño, funcionar como una especie de postal de los sitios que recorrí. En este sentido intenté hacer una especie de diorama que concluyera en una sensación multisensorial para el lector. Por eso no me considero un cronista profesional sino más bien un viajero aficionado, enternecido por su entorno.

El cauce para la escritura fue antes que nada caminar, por sobre todo caminar. Sin ninguna camisa de fuerza: por territorios por los que nunca había caminado, en los horarios en los que nunca había caminado, intentando que mi cuerpo —a través de una especie de inteligencia sensible— captara todo lo que el entorno me regalaba. Después, en un momento secundario, traté de llevar al texto las sensaciones que me provocó ese viaje.

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Foto: Alexandria Sevilla

¿El Paseante está más emparentado con la poesía o con la narrativa?

Me gustaría sentirlo como un caleidoscopio de todas esas escrituras que he ensayado. Ahora que digo esto caigo en cuenta en que hay zonas en el libro que están más cercanas al ensayo. El libro es una suerte de escritura multimedia, de manera muy ambiciosa si se quiere, porque en ella también concurren el aforismo y el pensamiento crítico sobre la realidad concreta de un ser humano que camina en el siglo XXI —y que se descubre sonriente de hacerlo por su país. Quería que El Paseante fuera un conjunto de ráfagas mucho más breves y de mayor alto voltaje, a manera de un fuego pirotécnico, súbito y conmovedor.

¿Te interesaba descubrir una Ciudad de México o inventarla?

Es posible que los escritores —en una especia de capacidad mística de su escritura— pudieran crear algo que no estuviera antes en la misma realidad. Un poco más sensatamente diría que un escritor puede iluminar zonas antes oscuras de la realidad. Más humildemente pienso que lo que me correspondió a mí, en esta estafeta que me tocó al hablar de las literaturas de paseo, fue convertirme en un minero. Es decir, a manera de un minero, quise ir a la realidad más oscura y sacar algunas pepitas y regalarlas a los lectores. En el entendido de que ellos se atrevieran al paseo que les estaba proponiendo.

“No puedo entender cómo es que vivimos en casas de interés social, donde el espacio vital se ha reducido al de una nuez”
Una cosa me queda clara: en el paseo por el México que se nos fue, nos damos cuenta de cuánto nos hemos encogido. Si uno se detiene a observar el tamaño descomunal de las casas que tuvimos o los palacios señoriales con que nos convidamos, podemos observar la forma en la que entendíamos las dimensiones de nuestro cuerpo en relación al mundo. Nos damos cuenta que nos convertimos en seres muy disminuidos; no puedo entender cómo es que vivimos en casas de interés social, donde el espacio vital se ha reducido al de una nuez, cuando no fue así nunca.

Nuestras calles podían haber permitido el paso de los monstruos más enormes que ha dado la imaginación, ahora esas mismas calles son tan angostas como el mismo criterio de los políticos. ¿Cuánto tiempo ha pasado de ese abandono? Muy poco, quizá medio siglo.  Es evidente que si fuimos grandes ya no lo somos. Nuestra realidad también se acortó, se quedó restringida a ir al trabajo y regresar a casa, a tomar un café y regresar a casa, a visitar a nuestros seres queridos y regresar a casa; y ya no aventurarnos nunca por la maravilla que es esta ciudad que fue por cierto una de las más bellas del mundo.

¿En la escritura de los textos estaba latente esa vocación de denuncia?

Cualquier juego literario que se digne de serlo debe necesariamente tener una comba. Es un juego perverso, si se quiere ver así, porque tú estás diciendo algo para que se entienda otra cosa. Esa capacidad parabólica de la literatura siempre me ha interesado. Como una especie de antídoto al arte puro. Primero en contra de los mismos lectores: por su anquilosamiento, cuando prefieren quedarse viendo la televisión en lugar de ver cómo florecen las jacarandas; hacia esos lectores supuestos hay una crítica severa a la forma en que hemos arruinado estética y funcionalmente nuestro entorno. No a la manera de un ecologista que de pronto se da cuenta que debajo del pavimento que estamos pisando había una vegetación que ya no existe; no creo que podamos cargarnos la culpa de haber defenestrado nuestro entorno, porque nuestras civilizaciones requieren un hábitat y ese hábitat requiere forzosamente de muchas transgresiones contra natura.

¿Por qué nuestros políticos miserables piensan que con la creación de un metrobús, de un metro y de un eje vial terminaremos de conectarnos con la ciudad misma?

Nuestros políticos no han sido los más inteligentes —para variar— para proveernos de ese  entorno estéticamente dispuesto, ¿por qué nosotros no tuvimos un centro que creciera a la misma altura? ¿Por qué París sí? ¿Por qué nosotros tenemos semáforos que están siempre titilando en las tres luces? ¿Por qué tenemos calles que tienen pintadas dos flechas al mismo tiempo? ¿Por qué tenemos un bus a contraflujo que no está anunciado? ¿Por qué los hijos de puta de nuestros políticos miserables piensan que con la creación de un metrobús, de un metro y de un eje vial terminaremos de conectarnos con la ciudad misma? Claro que El Paseante intenta ser una llamada de atención a la estupidez de los urbanistas, de los sociólogos, de los ingenieros civiles que deberían estar trabajando realmente para hacer ver a los políticos lo que han construido: una casa asquerosa que es México, así como en las leyes, en nuestra capacidad de abasto alimenticio, en nuestra capacidad de seguridad pública, de salud pública, de educación…

Tenemos más centros comerciales y más estacionamientos que zonas para solaz entretenimiento. ¿Creen que poniendo canchas de basquetbol debajo de los puentes se va a fomentar la educación física? ¿creen que poniendo algunas mesitas la gente va a poder hacerse el relato de cómo le fue en la jornada, aspirando el mofle de todos los camiones de carga? ¿así es como se fomenta la inclusión de la gente en el espacio público?  ¿Deforestando, pavimentando, tirando casas catalogadas? ¿Rompiendo la armonía del ecosistema urbano haciendo diez edificios donde había diez casas, para que donde vivían cincuenta personas ahora vivan quinientas? ¿Cómo llegará el agua y la luz? ¿cómo llegará la gente a sus trabajos? Yo quisiera también que eso se entendiera con este libro. Que por un lado es verde, es esperanzador y es romántico. Y por el otro quiere ser un alambre de púas que pase por la indolencia de los políticos.

Muchos de los textos que componen el libro aparecieron por primera vez en revistas, sometidos al ritmo del periodismo. ¿Su escritura fue bajo presión?


El paseante fue creciendo así, gradualmente. Tuvo su primer descanso en diversas publicaciones. Intentaba, como una especie de formato obligado, no pensar mucho en la entrega que yo tenía que hacer a un diario o a una revista. Simplemente al llegar a casa, o algunas horas después, traté de recuperar lo que yo sentí al pasear por ahí.

“Busqué una especie de vasos comunicantes entre entornos muy distantes.”

Muchas veces registro santo y seña de los sitios por los que caminé, si caminé por la Roma quería que la gente supiera donde estaba, hacía ese fincado de direcciones para evidenciar donde yo estuve. En otras ocasiones, hacía justo lo contrario: tú podías estar en León Guanajuato o en Tepic y sentir que yo me refería a tu centro histórico, pensando que todos los centros históricos —de una manera borgiana— pudieran ser lo mismo; que tú pudieras estar en Salamanca o en Ávila o en Toledo y encontraras similitudes con Oaxaca, con Mérida o con Campeche. Busqué una especie de vasos comunicantes entre entornos muy distantes. También el periodismo ocurre ahí, dado que yo reporté a mi conciencia lo que el cuerpo había pescado en ese recorrido, di cuenta periodísticamente al lector de lo que reflexioné en ese paseo.

Foto: Alexandria Sevilla

A través de la memoria estableces un vínculo entre dos actividades que son aparentemente distintas: caminar y escribir.


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Y que nunca más sentí tan divergentes, porque yo veo estas actividades en las antípodas. Uno no escribe —en el acto real de tomar una pluma y escribir sobre un papel, o a través de la interfaz de una computadora— en la calle. Si acaso un punto intermedio sería un café en el cual te permitieran sacar tu alforja y tus utensilios para poder escribir. Yo quise discurrir nada más, me dejé ir sin ninguna presión, sin ninguna obligación más que la de la misma caminata. En ocasiones solo, en otras acompañado.

Sentí agreste la escritura inmediata después de caminar, porque no era cómodo acometer la escritura tras el paseo. Prefieres en todo caso seguir caminando que escribir. Tenía claro que lo que me interesa era motivar esta movilidad. La palabra nómada me vino muchas veces a la cabeza, pensé que podía incluso ser parte del título del libro. No quería ser un sedentario jamás, porque todo lo que se anquilosa, todo lo que se estanca, todo lo que permanece inmóvil, en algún momento terminará enmoheciéndose, y pudriéndose. Sólo los Chac mool de Carlos Fuentes reviven en los sótanos de la ficción, pero generalmente todos los áticos se llenan de polvo como las momias.

Sentía que era una obligación ciudadana —veámoslo en ese amplio espectro— atreverme al gerundio del caminar. No confiaría en un sapiens que estuviera anquilosado todo el tiempo en su cueva; ahí en las cuevas lo único que puede acontecer es el mito de la caverna de Platón, en el cual tomamos como realidad la mera reflexión de las sombras, la pantomima del conocimiento.

Siento que lo que dio origen a este libro pertenece a esa idea filosófica profunda que tiene que ver con evitar la sequedad, la desecación de las ideas…

Ya que en la Ciudad de México no existen los espacios que promuevan la convivencia, ¿podemos pensar que el único espacio es tu libro?

Me viene bien la metáfora. Puedo deducir cómo sería ir a la India para tocar un elefante a través de una película; podría deducir la belleza de los jardines de la Alhambra con una fotografía; podría deducir de mi libro la libertad que sea al transitar por mi federación, pero desgraciadamente no es suficiente. La literatura nos sirve como un remanso, como una especie de paréntesis ante el espejismo de la realidad, pero no es la realidad misma.

Uno puede acometer un paseo si es que no te matan, sencillamente. Respondía con cierta ironía que tenemos el derecho de transitar por nuestra federación, pero yo no puedo transitar por Tlalnepantla… Le pregunto a los políticos de Tlalnepantla si piensan que una mujer de veinte años que llega de la escuela a las once de la noche puede transitar por Tlalnepantla. O por la Gustavo A. Madero, o por Tláhuac, o por Milpa Alta, o por Cuautitlán de Romero Rubio, ¿puede realmente hacerlo? Por supuesto que no puede caminar donde la gente es asesinada por millares. Mi libro es un lujo de burgueses porque estoy caminando con mi cabeza.

Un caminante que va a caminar por el mundo, llega a México, y lo que nosotros hicimos fue matar a nuestro caminante.

Es un salvoconducto que doy para caminar por todos esos lugares en donde ya no puedo caminar. Y ya no puedo caminar porque me matan. Apareceré yo —como aparecen las mujeres— violado, acuchillado, en los paraderos al lado de los caminos. Qué bueno que tú veas en el libro una especie de máscara de oxígeno para pensar que caminamos.

Cuando escribí el libro, no dejaba de pensar en un caminante que al recordarlo me hizo llorar muchas veces, él fue Noé Gutiérrez, quien ganó una presea olímpica en caminata. Fue asesinado en un bar. Un caminante que va a caminar por el mundo, llega a México, y lo que nosotros hicimos fue matar a nuestro caminante.

¿Con quién te gustaría caminar y de qué conversarían?

Me gustaría platicar con Walser, con Thoreau, con Buñuel, con Noé Gutiérrez. Me he soñado platicando con mucha gente. Me gustaría caminar con Goya, con José Tomás… con mucha gente que no tuviera necesariamente relación con el acto de caminar, porque la caminata para mí, como la comida también, son espacios en donde no necesitamos al otro por lo accesorio sino por lo profundo. Lo profundo es lo que él es: me gustaría caminar con una estrella de cine, con un abarrotero, alguien que arreglara las bicicletas en el hielo de Italia, un piloto de pruebas…  En la caminata en realidad no importa con quién camines, claro que sería interesantísimo caminar con Fellini por la cinecittá, por todos los estudios de cine donde estuvo con Anita Ekberg, con Sophia Loren, y que me platicara dónde estuvo con Mastroianni. Pero a lo mejor no es necesario caminar, y basta con tomar un café.

Pero sí puedo caminar con mi jardinero, por ejemplo, y preguntarle por su familia… A lo mejor si yo camino con Walser o con Goya perderíamos muchos referentes comunes que quizá crearían más silencios que comunicación. Me gustaría caminar como si no hubiera necesidad de decir nada más, deambular sin saber a dónde, como si en ello se nos fuera la vida.

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