El burnout materno existe: así afecta la sobrecarga y la soledad a las madres primerizas

Maternar no es sólo criar: es sostener, gestionar, organizar, cargar, dormir menos, estar disponible 24/7 y sonreír como si no pasara nada. En la cultura del rendimiento, las madres también están en riesgo de colapso emocional… pero nadie les llama “trabajadoras esenciales”.


En redes sociales, el posparto se muestra entre pañales ecológicos, pezoneras de silicona y bebés dormidos en brazos como pétalos. Pero fuera de la burbuja digital, la realidad para millones de madres primerizas es otra: agotamiento extremo, sensación de incompetencia, culpa, soledad, irritabilidad y una profunda tristeza que no siempre califica como depresión posparto, pero sí como burnout materno.

Aunque la OMS no reconoce oficialmente el burnout maternal como una categoría clínica, cada vez más profesionales de la salud mental lo nombran como tal: un estado de agotamiento físico y emocional derivado de la sobrecarga, la falta de apoyo y la constante autovigilancia.

Una investigación publicada en Frontiers in Psychology en 2018 encontró que el 60% de las madres de niños menores de tres años reportaban niveles altos de fatiga emocional, y casi la mitad afirmaba sentirse constantemente frustrada. Este desgaste no aparece de forma súbita: es la acumulación sistemática de cansancio, aislamiento y presión.

En un país como México, donde las mujeres destinan 30.8 horas semanales al trabajo no remunerado en el hogar de acuerdo con la más reciente Encuesta Nacional sobre el Uso del Tiempo, la maternidad no es un acto íntimo: es una estructura de cuidado intensivo sin descanso ni reconocimiento. Para las madres primerizas, esta carga se vuelve más pesada por el cúmulo de expectativas contradictorias: ser dulces pero firmes, cuidadosas pero independientes, eficientes pero disponibles.

Además, el discurso del multitasking —esa idea de que se puede amamantar, trabajar, contestar correos y mantener una sonrisa zen— ha contaminado el imaginario de la maternidad moderna. Lejos de liberar, esta narrativa exige a las madres convertirse en dispositivos multitarea funcionales sin fallos.

Y cuando fallan —o simplemente se detienen— lo que llega es la culpa. ¿Cómo sentirse mal si se tiene un bebé sano? ¿Cómo admitir que maternar también duele, cansa y frustra, sin ser juzgada de “mala madre”? Esta autoexigencia genera un ciclo vicioso: silencio, autoaislamiento y sufrimiento invisible.

A esto se suma la soledad emocional. Muchas madres primerizas no cuentan con una red de apoyo real: parejas ausentes, familias que minimizan el malestar, instituciones de salud saturadas o con enfoque deshumanizado. El sistema simplemente asume que las mujeres sabrán qué hacer, cuando en realidad lo están aprendiendo (y sobreviviendo) en tiempo real.

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Algunas psicólogas han comenzado a nombrarlo como “la maternidad del cansancio crónico”. No se trata de patologizar el vínculo con sus hijes, sino de reconocer que la salud mental materna no puede sostenerse en el heroísmo individual ni en el sacrificio romántico.

La solución no pasa sólo por terapias o grupos de apoyo —aunque ambos son fundamentales—, sino por políticas públicas que redistribuyan el cuidado, redes comunitarias efectivas, licencias igualitarias, y un cambio cultural que entienda que cuidar a quien cuida también es una urgencia sanitaria.

Mientras tanto, miles de mujeres siguen mater-nando en automático, ocultando su malestar detrás de filtros de Instagram, tazas de café frío y sonrisas que apenas disimulan las ojeras.

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