Siempre estamos solas, una mirada a Cleo de Roma

Por Débora Hadaza

Hoy vi Roma por segunda vez. Cierto, no tiene ninguna crítica al clasismo ni al racismo. Sí es una mirada autocomplaciente y nostálgica del México que todavía tenía clase media. Sí romantiza las relaciones desiguales. Es obvio que en la mira de Cuarón no está un enfoque político o de revolución social. Sin embargo es la primera vez que (yo) veo una película latinoamericana donde la protagonista es una sirvienta indígena y la película no es comedia, ni tragicomedia, ni apología a “la belleza de ser pobres”.  “Cleo” es vista, espiada, descaradamente, íntimamente, con la crudeza de la cotidianidad. Es imposible no sentirse metiches, voyeuristas. Con algo de conciencia de clase es imposible también no sentir cierta incomodidad. Sí, ellas no tiene derecho a prender la luz después de ciertas horas. Sí, ellas no pueden sentarse a ver la tele ni cinco minutos. Sí, se desquitan con ellas de rabias ajenas. Y sí, quizá lo más justo en este mundo sería que cada quién limpié sus propias mierdas de perro, pero ese mundo quizá nunca exista. Como dije parece ser que en la mira de Cuarón hay otro enfoque.

Lo que yo veo, el blanco que veo, desde que ese patio particular se moja y se moja, tanto que hace charco, es que —y obviamente es mi interpretación, tan inválida como cualquiera—,  don Cuarón quiso abrirnos su casa, sus charlas de confesiones íntimas con la nana, su niñez sin spotify pero sí con radio y llena de sonidos ambientales, su espacio de movimiento, —su colonia, sus lugares favoritos, sus vacaciones—, en fin, la forma más rápida y cursi sería decir que nos abrió su corazón, y quizá la más “correcta” que nos invitó a su Memoria. Por eso creo que el otro protagonista de la película es el momento.

El momento, ese en el que sin saber estás viendo por última vez a tu padre, en el que la banda de guerra no te deja escuchar el ruego desesperado de tu madre, en el que se te está yendo para siempre esa seguridad que da ver la televisión con el hombre grande, aunque sea sólo un ratito por las noches.

El momento en el que, viéndolo en retrospectiva, quizá debiste quedarte en el cine pero te entregaste a la contemplación de un show ridículo,  y te dejaste seducir por unas palabras bonitas y sin nada de efectivo, ni siquiera para pagar un refresco; en el que en medio del ruido de la calle te diste cuenta que efectivamente te habían dejado atrás; cuando adelgazaste la voz y agachaste la mirada para rogar, aun sin decirlo, que no te echaran.

El momento en que una caca de perro embarrada en el zapato es la razón más contundente por la que decidieron dejarte.

El momento que te arranca del arrobamiento  moviendo el mundo bajo tus pies. El momento en el que te das cuenta que tu jefa se siente más afligida que tú y  entonces se estrecha entre dos máquinas enormes;  cuando eres testigo de que ni su posición social la puede salvar del acoso; cuando la ves estrellar su matrimonio contra las paredes de su vida aunque las rompa un poco y te dice la verdad más evidente: “no importa lo que te digan, siempre estamos solas”.

El momento en el que ves que tu papá tiene novia. El momento en el que tu novio te amenaza de muerte y hasta empuña pistola. El momento cuando escuchas a escondidas que tus peores miedos no son infundados. Ese momento en el que te duele más lo que ya no le pasará jamás ese cuerpecito que lo que te está sucediendo a ti; en el que debes despedirte de lo que nunca tuviste; en el que sientes que la muerte está contenida en el más pequeño y hermoso de los recipientes, y  su ausencia te mata.

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El momento en que cualquier helado te sabe amargo pero la casualidad te obliga a escuchar el festejo de una boda; cuando quieres ahogarte y el mar te regala un cambio de marea, como probándote ¿realmente quieres morir? cuando te obliga a sentir  angustia, a ser una heroína, pero sobre todo a confesar la más terrible de las verdades inconfesables “no la quería, no quería que naciera, pobrecita”.

El momento en que un auto jodido es el lugar más seguro de la Tierra y sientes que en el lomo de la Sierra Madre es dónde deberías vivir, entre las nubes, los cactus, y esa felicidad de familia en silencio. El momento inevitable de la llegada, cuando la  cotidianidad rompe el hechizo,  el orden cósmico se reinicia, y tú ante los ojos de los demás, incluso ante los tuyos vuelves a ser tú y a tomar tu lugar.

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