Conoce Ajijic, el paraíso mexicano invadido por estadounidenses jubilados

Ajijic, un pequeño y apacible pueblo a la orilla del Lago de Chapala, ha sido durante décadas un destino atractivo para quienes buscan tranquilidad, buen clima y un respiro de la vida urbana. Pero en los últimos años, el lugar ha dejado de ser simplemente pintoresco para convertirse en un caso emblemático —y problemático— de cómo el poder adquisitivo extranjero puede redibujar el mapa cultural, económico y social de un espacio mexicano.
En Ajijic no se habla español. O al menos no lo suficiente. En un país donde la identidad se construye desde el idioma, resulta significativo que en buena parte del pueblo predomine el inglés, que los letreros comerciales se escriban para “gringos” y que hasta los meseros tengan que adaptar su atención a un turista que ya no se va. Ajijic se ha convertido en algo más que un lugar de retiro: es un enclave estadounidense insertado sin mucho disimulo en pleno territorio nacional.
Según la BBC, del millón de estadounidenses que viven en México, una parte significativa lo hace en la Ribera de Chapala, y Ajijic es su epicentro. Se estima que al menos la mitad de sus 11 mil habitantes son de origen extranjero. Lo grave no es que hayan llegado —México ha sido históricamente un país hospitalario—, sino la manera en que muchos de estos nuevos residentes han convertido el pueblo en una réplica tropicalizada de su lugar de origen. Tiendas decoradas al estilo californiano, galerías de arte con precios en dólares, cafés que ofrecen brunch anglosajón y eventos exclusivos para extranjeros han desplazado lentamente lo que antes hacía de Ajijic un espacio auténtico y profundamente mexicano.
Los motivos que empujan a los estadounidenses a cruzar la frontera sur son múltiples. Cansancio del sistema económico, desencanto político, frustración con la violencia o el racismo en su país. Muchos aseguran que vienen a México buscando comunidad, valores humanos y una vida más sencilla. Y aquí es donde el contraste se vuelve incómodo: porque esa vida “más sencilla” muchas veces se construye a costa del entorno local. Casas que para un mexicano resultan impagables se compran al contado por extranjeros con pensiones medianas. Servicios que antes eran básicos se han dolarizado. Y los empleos que se generan —sí, hay que decirlo— son mal remunerados y rara vez ofrecen condiciones dignas.
“Vivo como un rey”, presume un jubilado estadounidense en declaraciones a la BBC. Y no exagera. Lo que en su país sería una pensión ajustada, en Ajijic se convierte en una llave para acceder a lujos como personal de limpieza, atención médica privada, cenas semanales en restaurantes y viviendas con vista al lago. La clase media del norte se transforma en élite del sur. Pero esa bonanza tiene un costo, y lo pagan los locales: jóvenes que no pueden emanciparse, comerciantes que deben adaptarse al turismo permanente y una comunidad que ve desdibujarse su cultura frente a la estética del confort importado.
Peor aún, muchos de estos nuevos residentes no sienten la necesidad —ni la obligación— de integrarse. Algunos incluso muestran molestia cuando se les habla en español. El mensaje implícito es claro: “Estamos en México, pero jugamos con nuestras reglas”. Lo cultural se vuelve utilitario: lo mexicano gusta si está al servicio del estilo de vida que buscan, pero incomoda si implica esfuerzo de adaptación.
Es cierto que algunos estadounidenses participan en voluntariados o intentan involucrarse con la comunidad. Pero también es cierto que una gran parte de esta migración reproduce, sin quererlo o queriéndolo, una lógica colonial: la de llegar, consumir, aprovechar y transformar el territorio a imagen y semejanza de sus preferencias. Lo que en el discurso suena a “búsqueda de autenticidad” termina siendo, muchas veces, una imposición silenciosa. Ajijic no se volvió atractivo solo por su lago o su clima: se volvió funcional. Y lo funcional, cuando desplaza a lo originario, deja de ser respetuoso.
Ajijic no es un caso aislado. Tulum, San Miguel de Allende, Ensenada, Puerto Peñasco, la Roma y la Condesa en la Ciudad de México… todos comparten ese patrón: zonas transformadas para el disfrute de quienes vienen del norte, mientras los del sur deben replegarse o adaptarse a una economía y una cultura que ya no les pertenece del todo.
El fenómeno no es nuevo, pero en Ajijic alcanza una claridad inquietante: aquí, los extranjeros no solo vienen a visitar. Vienen a quedarse. Y lo hacen sin renunciar a sus costumbres, sin ceder espacio simbólico, sin considerar el impacto de su presencia masiva. ¿Dónde queda la cultura local cuando es reducida a un espectáculo decorativo para el recién llegado?
Ajijic refleja mucho más que una historia de migración inversa. Refleja, en el espejo de su lago, una asimetría que se cuela hasta en los detalles más cotidianos. No es que México no deba abrir las puertas. Es que, quizá, también debería aprender a cerrarlas cuando quienes entran lo hacen para instalarse como dueños en una casa ajena. Porque una cosa es encontrar refugio en un lugar nuevo, y otra muy distinta es apropiarse de él hasta vaciarlo de lo que lo hacía único.
Ajijic sigue siendo hermoso, sí. Pero cada día lo es un poco menos para quienes lo habitan desde siempre.