Postal para un suicidatario
Por Miguel Ángel Corral
Definir a la poesía como un claroscuro en el que el blanco devora al negro, o viceversa; o como una frontera invisible que se extiende entre la palabra y el silencio, resurge ahora como la necedad de un pequeño ser que, tras romper su crisálida, extiende sus alas negras bajo el brillo dorado del atardecer. Definir si la poesía yace en el color de la imagen o en la entrecortada música de la respiración, poca sustancia tiene ahora ante el hecho de ser un suicida y destinatario de la vida. Porque toda muerte requiere posar sus labios en el brillo de una figura menguante frente el posterior relámpago de la luz. De este modo, Jonathan Ruiz, poeta necense por excelencia, en el intersticio de la juventud y la adultez, despliega su imaginario poético dentro de una cifra que emula todo el encanto, la brevedad y el horror de la vida. No hay en su palabra la intención de no mirar al hombre muerto o a la mujer desaparecida; mucho menos, el afán por eclipsar soles con la yema de su dedo. Sin embargo, su poesía se esclarece como un sol al oriente de la gran ciudad, como aquella pulsión periférica en la que la pretensión pierde todo peso y sombra, para convertirse en oficio y testimonio de los seres que han habitado y transitado por su vida. La muerte se entrevera, exorciza y purifica en sus versos, ante el riesgo latente y la violencia del día a día; pero también, en aquella belleza que se esconde tras el fanal cegador de la tragedia. Una belleza que nos lleva a veces a los bordes de la desesperación y la locura, donde sólo prevalece la memoria de la voz, y el fantasma de todos nuestros difuntos. O como bien diría el poeta:
¨Deberíamos,
por uso de razón,
volvernos locos
para así entender
la legitimidad de su partida,
_____ _____ sembrar su pensamiento
junto a las plantas
para que otros lo huelan,
colgar la anatomía de sus palabras
en el dialecto de la casa,
edificar sus nombres
en el vocabulario de
los que aún no están.
Deberíamos encerrar
a todos los pájaros del mundo
para que así se entienda
la soledad que estamos sufriendo,
hablarles a los muebles
del polvo que provoca la muerte,
consolar a la hilera de moscos que aún
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esperan los alfabetos de su sangre¨.
(¨Gastar las alegrías¨, Suicidatarios, 2019)
La congruencia es una palabra pequeña para entender la poesía de Jonathan, si acaso sus palabras giraran en torno a un principio poético y existencial, éste sería sin duda la rotundidad. Como aquella misma rotundidad con la que los heraldos negros posan su inesperada palma sobre nuestro hombro desprevenido. La muerte no sólo es violenta, sino que también estalla, espléndidamente, como aquella orgiástica y fulminante luz del orgasmo. El tremor de los cuerpos que se resquebrajan irisados como el preludio de una despedida irremisible; o bien, como una redención carnal y cósmica encerrada en la eterna finitud del instante. De esta manera, el poeta afirmará:
¨Que la muerte sea un tratado de erotismo
que venga hasta nosotros
como un infarto de caricias,
que nos lleve entre sus manos
para llegar a la luz de los orgasmos¨.
(¨La luz de los orgasmos¨)
La sinetesia táctil de la muerte diluye y traspone los sentidos hacia una nueva forma de conocimiento. A partir de este momento, el fantasma que emerge de los cuerpos desvanecidos, uno en el otro, aflora como una renovada voz que establece la unión entre un cielo tumultuoso y la superficie, donde el poeta siembra la constelación de sus pasos:
¨Hay lugares y fechas sin tiempo,
cofradía de vidas viejas y tristes,
ropas que aún puestas nos desnudan ,
cosas tan siniestras
como el picoteo de un relámpago que agoniza.
Con preocupaciones espantosas,
las luces extienden sus lenguas
en el resquicio intransitable de la ciudad,
los olores se masturban
hasta escurrir espermáticas,
sombras ateridas en los techos artríticos
donde los niños sueñan
con largas filas de lombrices,
y los pájaros se untan de lugares ,
por donde aún no ha pasado la penumbra¨.
(¨Voces oscuras¨)
Por último, he de decir que la voces oscuras que conjuran una muerte violenta, una muerte erótica y una muerte reflexiva, devienen como el testimonio de alguien que ha construido el verso y la poesía, a partir de las presencias que lo han habitado y las sombras que lo han desolado. De manera que esta obra se extiende, como una gran metáfora entre la vida y la muerte; o como aquel espacio tangible donde uno puede ser, paradójicamente, suicida y destinatario.