Nobel de Química en el 2020 rompe estereotipos de género
Por Carmen Fenoll Comes* 1Catedrática de Fisiología Vegetal de la Universidad de Castilla La Mancha, presidenta de la Sociedad Española de Fisiología Vegetal y presidenta de AMIT.
Desde hace ya bastantes años son muy raros los premios Nobel de ciencias en solitario. La mayoría de ellos son compartidos por dos o tres personas, en casi todos los casos hombres y muy de vez en cuando dos hombres y una mujer. Así que la fotografía de los premios de ciencia más importantes del mundo es esa: dos o tres varones o, alguna que otra vez, dos varones y una mujer.
El hecho de que sean varias personas las que comparten la fotografía es un reflejo de la forma en la que se hace la ciencia en la actualidad: la colaboración. Pero esas fotografías que se publicaban año tras año no reflejaban otra realidad que este 2020 sí podemos ver en el galardón de química: una enorme cantidad de los grupos que hacen ciencia están integrados y liderados por científicas.
Miles de investigadoras de todos los países del mundo colaboran entre ellas para que avance el conocimiento. Pero eso no lo hemos visto en las fotografías de los Nobel hasta que este 2020 Charpentier y Doudna han puesto cara a una realidad que la Real Academia de Ciencias de Suecia ha tardado en ver.
La microbióloga precaria y revolucionaria
Emmanuelle Charpentier (Juvisy-sur-Orge, Francia, 1968), microbióloga de formación, fue quien empezó con el trabajo que les ha llevado hasta el Nobel. Fue una investigadora en precario que tardó muchos años en tener un laboratorio propio pero no se dio por vencida. Tras dos becas posdoctorales en Nueva York, ambas bajo la dirección de dos investigadoras, volvió a Europa y recaló en Viena a principios de los 2000. Allí se empezó a interesar por CRISPR.
Tenía una idea revolucionaria y casi herética para la ciencia convencional sobre cómo podría funcionar este sistema. Para demostrarlo necesitaba que alguno de sus estudiantes de doctorado realizara ciertos experimentos porque ella no tenía ayudantes de laboratorio. Pero sus doctorandos no aceptaron entrar en el camino que les mostraba Charpentier, que solo logró que una de sus estudiantes de máster los realizara.
Poco después dejó su puesto en Viena y se trasladó a Umea (Suecia) y en 2011 publica en la prestigiosa revista Nature un artículo revolucionario que demostraba cómo dos moléculas de RNA interaccionaban para hacer funcionar el sistema antiviral de las bacterias. La primera firmante era la humilde estudiante de máster.
Puerto Rico las unió
Ese mismo año conoció en un Congreso en Puerto Rico a Jennifer Doudna (Washington D.C., Estados Unidos, 1964), reputada bióloga estructural que trabaja precisamente con RNA. A partir de ahí empezaron a colaborar y solo un año después publicaron juntas en Science un trabajo que va más allá de la ciencia básica y que fue el inicio de su camino hasta el Nobel: una endonucleasa programable por RNA en la inmunidad bacteriana.
En todo este trabajo la palabra clave era “programable” porque en él demostraron que se podía usar este sistema para introducir cambios muy específicos en cualquier sitio de un genoma con una elegante simplicidad. Charpentier y Doudna acordaron firmar el paper con relevancia equivalente. Les fue fácil ponerse de acuerdo. Y menos de un año después ya había cientos de laboratorios aplicando su método.
Desde entonces les han llovido los premios (en España, el Princesa de Asturias y el Fronteras de la Fundación BBVA, que nos han brindado refrescantes fotografías que, por una vez, no protagonizan chaquetas y corbatas) y continúan investigando y descubriendo cosas nuevas. Su trabajo es un gran ejemplo de cómo la curiosidad científica, sin ninguna intención de aplicación, puede terminar encontrando utilidades enormemente importantes. En esta curiosidad caben ideas locas, que muchas veces quedan en eso pero que, en otras, como en este caso las de Charpentier, sirven para descubrir lo que ocurre de verdad y abren caminos insospechados a la ciencia y a sus aplicaciones.
En realidad, toda esta historia se remonta a un español, Francisco Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante que en 1993 publico su descubrimiento de las secuencias CRISPR (sí, fue Francis Mojica quien les dio este nombre) en bacterias de las salinas de Santa Pola. También fue el primero que, en 2005, sugiere en una publicación que se trataba de un sistema inmunitario bacteriano. Aunque ambos trabajos son la base de todo, le costó muchísimo publicarlos. Nadie se lo creía, como le pasó a Charpentier con sus doctorandos.
También es un ejemplo de lo fructíferas que son las colaboraciones entre personas con diferentes especialidades o intereses científicos. Dos investigadoras se encuentran en un congreso, hablan, se entienden, se ponen a trabajar juntas… y cambian el mundo. Enhorabuena, Charpentier y Doudna.
* Texto original publicado para la Agencia Sinc | Derechos: Creative Commons.