¿Eso es el amor?

Llegué a Guadalajara el 28 de noviembre de 2003. Era viernes. Venía de la Ciudad de México como reportero de El Universal, un periódico que detesto pero que me paga para vivir con la solvencia suficiente de un hombre solo. La promesa de ver en la FIL, y quizás entrevistar a Mario Vargas Llosa y a Rubem Fonseca, me dio mejor ánimo que en otras ocasiones. La provincia de Quebec era la invitada de honor: un aburrimiento. Los franceses fuera de Francia no hablan francés, son francófonos, es decir, se escuchan a francés. En fin, yo había leído una larga novela de Bonnie Burnard, una canadiense inglesa, que me dejó una clara revelación: las mujeres aceptan al hombre a cualquier edad mientras que el hombre sólo piensa en la mujer joven. ¡Chale! Con mis treinta años yo todavía pienso en las muchachas en flor. Paré esa noche en el restaurante Oui en una recepción de editores y comunicadores. Me urgían un par de tragos más que cualquier cosa.

Luego de cubrir la premiación a Rubem Fonseca por la mañana del sábado, me dediqué a deambular por las calles de libros que se construyen en el interior de Expo Guadalajara, un lugar cada vez más emblemático y memorable entre los habitantes de esta noble ciudad (la Odalisca de Occidente). Da un gusto venir por acá y verla tan extensa como Ciudad de México; es tan horizontal —con casas de una planta o dos—, extendida sobre el Valle de Atemajac. Caminar entre tantos stands de libros y observar a los visitantes variopintos y extravagantes con las hermosas guapuras tapatías constituyen le cadeau de la Feria. ¡Y vaya que esta ciudad es tremendamente especial hablando de mujeres!

Elucubraba entonces cuando una jovencita preparatoriana me interpeló:

—¿Usted es el escritor Guillermo Fadanelli?

—No, él es nomás mi cuate… Soy periodista.

—Como yo —me dijo seria. Traía grabadora en mano y bloc de notas y pluma en ristre en la otra. Poseía unos ojos color de miel, de límpida presencia física, una nariz afilada y labios carnosos. “Es la Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano”, me dije.

No era la primera vez que me confundían con el escritor. Parecíamos hermanos pero de padres distintos, donde el aire de familia nos lo daba una madre común. A él no le gustaba el parentesco visual pues mi rebeldía ciudadana le resultaba desaliñada, sin retoque. Él era un vago profesional y yo un vagabundo de la escritura.

Cuando me di cuenta, la muchacha se había revuelto entre la multitud de jóvenes que alegran la FIL, año con año.

Ahora se encontraba en la barra de la cantina La Fuente. Sábado de una noche bulliciosa. Y él, solitario, en medio de la algarabía de las palabras, los tragos y la música. Siempre se había considerado un misántropo, como su admirado y huraño Beethoven. Veía al género humano desde una distancia no solamente intelectual o filosófica sino incluso zoológica. Buscaba mirarles la actitud, la postura, el gesto, la apariencia, la elocuencia o su silencio, como en una jaula observable donde beben para ser otros: más sociales, más proclives, más seductores y fanfarrones, excitados por sus obsesiones, Rodrigo, el solitario, bebía a sorbos su cerveza Estrella y se mareaba la conciencia con un caballito de tequila.

Mientras miraba por enésima vez la bicicleta que un cliente dejó empeñada hace más de sesenta años y ahora lucía en un nicho sobre la barra, emblema absoluto de esa cantina, sintió que alguien lo palmeaba en el hombro. Era Eugenio Partida con un amigo de gustos taurinos, ejecutivo bancario. ¡Vaya amistad entre un escritor y un administrador! (Luego Rodrigo se enteraría que el ejecutivo poseía casi todos los libros de Mario Benedetti y era un voraz lector). Conocía a Eugenio desde los años noventa del pasado siglo XX cuando vivía en Ciudad de México con una chelista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Lo perdió de vista entonces y lo reencontró en las últimas FIL. Alto y corpulento, le llamaban en particular «Oso».

—¿Quiúbole, Oso?

—¡Mi buen Roderico!

Le presentó al ejecutivo bancario.

La noche se desbordó en la conversación sobre el dominio del arte de los toreros. Rodrigo, un periodista cultural que en casi nada o en nada absoluto le divierten los deportes, escanció los siguientes tequilas escuchando palabras ajenas, aunque no incomprensibles, como muletazos, tendido, estoque, faena, molinetes o vitolinas, volapié, gaoneras. Pero puso atención al relato del amigo taurino cuando comentó el dominio total del toreador sobre el animal: lo obliga a juntar paralelamente las cuatro patas, luego de toda la corrida: de esta manera los omóplatos o escápulas se abren para que el estoque penetre sin complicación, y el toro cae sobre a arena. “¡Chale”, pensó.

Rodrigo había visto una gran manifestación contra la fiesta brava en las ramblas de Barcelona y ahora oía a dos apasionados del arte taurino.

Cuando salieron de la cantina se abrazaron y se despedían, sin querer irse, junto al asta bandera de la Plaza de la Liberación. El Hidalgo de bronce, con sus cadenas rotas, les miraba con enjundia. Detrás se veía bellamente iluminado el Teatro Degollado y al frente la estructura barroca de la Catedral de Guadalajara. Hacía frío por el invierno anticipado.

La volviste a ver el martes. Atravesó el pabellón de Océano sin detenerse. Más tarde, en la zona del cafetería, entrevistaba a algún escritor, de los muchos que concurren a la Feria para hacerse notar y no se notan pues no se anotan en el programa.

La oteaste a la distancia con esa hermosura de morena europea. Y jugaste a seguirla, de pasillo en pasillo, para mirarla discurrir entre la gente y los libros. Casi tocaste los mismos libros que tocaba para hojearlos.

En el stand del Fondo de Cultura Económica compró una novedad: El cangrejo de Beethoven. ¡Qué extraño título! Beethoven no conoció el mar y no creías que el gran músico los hubiera conocido. (Tú no sabías si en el Mediterráneo había tales crustáceos, pues no los viste cuando fuiste al Adriático por el rumbo de Croacia). Ella olió el papel del libro antes de guardarlo en su morral indígena, y tú hiciste lo mismo sin comprarlo ni llevarlo.

Entonces dejaste de seguirla. Era demasiado imaginar un affaire con ella en estos días de Feria. Sobre todo porque ya lo habías aprendido de manera secreta y personal: la conquista del hombre depende de la aceptación de la mujer.

Por eso terminaste por sentarte en una de las tantas conferencias que inevitablemente dividían a los visitantes de la FIL. Era un homenaje al bibliófilo Andrés Henestrosa. Y no te pareció natural el rumor de que sólo habló la lengua zapoteca de su madre hasta los quince años de edad para luego dominar el español y ser un buen poeta. Su piel rosada de hombre blanco contradecía su ascendencia indígena. No era un Benito Juárez cultural, ¿o sí?

Poco importaba esto pues te habías obsesionado con la muchacha bonita del día.

Y en tal obsesión estabas que tardaste un instante, milésimas de segundo, para percatarte que la muchacha se acaba de sentar a tu lado.

—Hola, periodista —te dijo con voz suave.

La volteaste a ver con asombro, con alegría, con descuido de tus emociones, mostrándote indefenso ante su sola presencia.

—¿Puedes hablarme de tus oficios de periodista?

Y tartamudease como en tu infancia, un trauma infantil que creías superado y del que te envanecías cuando ibas a radio o a televisión para hablar asuntos de tu competencia.

—Puedes decírmelo poco a poco, no tengo prisa.

Te extendió su mano.

—Me llamo Deyanira.

Y tampoco tú tenías prisa. El miércoles la invitaste a comer mariscos en El Carnal («Ponte trucha, mi negro») en el barrio de Santa Teresita, lugar —rumora la leyenda urbana— donde vive la mayor parte de los artistas de Guadalajara: músicos, poetas, pintores, editores y algunos novelistas. Pero tú nomás conoces a Raúl Bañuelos y a Marco Arelio Larios de por ahí.

Luego te mostraste muy periodista en el Premio Sor Juana Inés de la Cruz a la ensayista Margo Glantz. Deyanira te acompañó como asistente en la sala de prensa. Luciste seguro, como si hubieras leído toda la obra de la escritora, aunque solamente recordabas la introducción de su libro fundamental: Onda y escritura en México. Una entrevista sagaz y muy dirigida.

En la noche, se fueron a un café por el rumbo de Chapultepec: La Estación de Lulio. Te contó sobre su vida personal mientras le observabas el fleco en la frente, sus dientes grandes y la sonrisa abierta. Ella hablaba y tú adquirías un poco de valor porque estabas decidido a tomarle la mano esa noche.

Todavía caminaron un poco por el camellón de la avenida y no pudiste hacerlo porque creías que si te rechazaba se acabaría el encanto de volver a verse. Y el asunto era verla o tocarla. Las dos cosas pues, pero ella lo iba a decidir, de eso no te cabía duda. La mujer es quien elige.

El jueves en la mañana pasearon por el parque Agua Azul, y al entrar al mariposario le rozaste el brazo de forma que pareciera accidental, pero luego ella se te echó en los brazos fingiendo perder piso en el aviario. ¿La provocación no era solamente tuya? ¿Ella también la procuraba? ¿Quién era aquí el toro y quién el toreador?

Se encontraron nuevamente en la tarde en la Expo Guadalajara, precisamente en el Homenaje de Caricatura “La Catrina” a Quino. Estabas emocionado de brindarle un gran aplauso al caricaturista argentino: tu padre te había enseñado disfrutar de las monerías de Mafalda con su sarcasmo existencial y anticapitalista; un clásico a tus diez años. Pero tu emoción se agrandó cuando la viste llegar de minifalda, con esas piernas morenas de hembra total a sus diecisiete años. Y claro, te acordaste que tú tampoco tenías prisa pero te urgía hacerle el amor. No obstante, tú no te habías atrevido a tomarle de la mano aún. Mientras le hacías la verónica, ella te había clavado ya las banderillas, te lo podría afirmar aquel ejecutivo bancario de La Fuente. Las pocas prisas se te volvieron urgencias locas.

Rodrigo traía el vocho que le había prestado Eugenio Partida. Y con tal vehículo se ofreció a llevarla a su casa. Se fueron por las escaleras eléctricas sin hablar, apenas mirándose y sonriendo con cierto nerviosismo. La falda corta de ella, dos escalones arriba, le descubría el deseo y su miedo. ¡Tan muchacha mujer!

Él la invitó a ingresar al carro y luego se sentó al volante. Cuando regresó la vista hacia ella, aquellos labios se posaron en su boca y le ofreció ese mar oculto de lengua y saliva; apreció también sus playas de labios carnosos. Se sintió que se enamoraba en exceso. Y eso no estaba bien, puesto que no era un adolescente quinceañero. Pero le dio igual ser tan muchacho ante esa muchacha.

Decidieron verse el viernes por la tarde para ir a besarse a un lugar más íntimo. Solamente el uno sería testigo de la una, como la otra del otro. ¿Qué mira él, qué siente ella?

Y la encontró en el Parque de la Revolución, sentada sobre el respaldo de una banca de concreto, viendo las baldosas rojas del así llamado “Parque Rojo” por los jóvenes; era media tarde. Portaba uno pantalones azules, de mezclilla, deslavados.

Durante el viaje estuvieron serios, callados, nerviosos por dentro, con miedo de no gustarse en realidad. La desnudez, siendo el atuendo único de cada uno por naturaleza, resultaba un manjar para degustar o no gustar. Y ello cohibía la conversación natural.

Llegaron a un motel barato en el oriente de la ciudad. Rodrigo espero abajo a la recamarera para pagar la cuenta y no ser molestado después con esos postigos circulares que interrumpen la pasión.

Cuando subió al piso del amor en tránsito, la encontró desnuda y tan ofrecida que ya no supo así de sí, ensimismado ya. Dejo la vestimenta por el suelo y se sumergió en el único paraíso que tiene un hombre, que tiene una mujer, para superar la convicción fatal de morir.

 

Había prometido verme en el Café Madoka a media mañana del sábado. Me lo dijo con besos y abrazos cuando la acerqué a su casa por Colinas de la Normal. Pero no cumplió.

Por la tarde caminé por todos los rumbos de la FIL, una y otra vez, pensando que la hallaría en algún stand, embelesada de libros. Incluso deambulé por los salones donde se presentaba la obra de autores y no la distinguí entre ningún público cautivo (amigos y familiares, por lo común). La esperé en el restaurante-café mientras bebía una cerveza, a cierta distancia de la mesa de Arduro Suaves, el periquetero mayor de Guadalajara. Hasta asistí al concierto afuera en la explanada, sin oír el ruido musical y sin ver a quienes veía, pues solamente buscaba un rostro, una presencia.

Esa noche, desolado por no verla, regresé al Aranzazú, un hotel que me fascinaba por estar a una cuadra del jardín del antiguo templo de San Francisco. Allí, esa extraña recepcionista y poeta urbana, Luz Balam, me saludó y me regaló su nuevo poemario publicado por una editorial local. Bonita la edición por sus materiales. Pero distinguió la tristeza que se acrecía en mí.

—¿Todo bien, Rodrigo?

—Todo perfecto —le mentí al pedir el ascensor.

Simulaba tranquilidad, pero me encontraba como en el matadero. La renuncia de aquella muchacha fugaz e ingrávida terminó por pesarme. ¡Qué extraño instinto animal que ata el amor al sexo!

Me fui al día siguiente temprano, domingo 7 de diciembre de 2003. Junté las manos y los pies en paralelo, aflojé los omóplatos y ofrecí la cerviz, y el estoque de Deyanira penetró pleno. Eso es el amor, me dije.

 

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