Claudia M. Sánchez Cadena #VocesVioletas
#VocesVioletas es un espacio semanal dedicado a compartir poesía escrita por mujeres de México y Latinoamérica.
Claudia M. Sánchez Cadena (Cuernavaca, Morelos, 1985). Estudió Letras Hispánicas en la UAEM y es actualmente es profesora de Literatura. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas electrónicas Monolito, Liebre de Fuego y La rabia del Axolotl, también ha colaborado con el suplemento cultural La Jornada Semanal y la revista cartonera PUF!.
Sus poemas se encuentran en la plaquette de poesía Reconstrucción (Ediciones Simiente, 2014), en la antología virtual Los árboles arrancan su cuerpo de la sombra (Bitácora de Vuelos, 2015) y en el poemario titulado Árbol de jilgueros, perteneciente a la colección Galaxias (Fondo Editorial del Estado de Morelos, 2018).
A continuación presentamos una breve selección de su obra:
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Cytotec
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El último sonido en la pantalla
se fue hace mucho tiempo.
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Una pastilla redonda y blanca sobre mi lengua:
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“Es algo de cinco minutos”, dijo el doctor.
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Cinco camas
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cinco mujeres
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cinco gritos
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No estuviste ahí para guardar mi aliento.
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Un coágulo sobre el sucio azulejo;
un círculo me quemaba la boca,
Escucha nuestro podcast
dolor y temblor en uñas y dientes.
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Hay otras formas de conocer el paraíso.
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Seis semanas fueron suficientes
para que te soltaras de mí.
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Jasmín
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Era el tiempo en que Dios estrenaba los verbos
y hacía, como jugando,
figurillas de barro con las manos.
Rosario Castellanos
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Te imagino en casa, con el pan, el café,
con los gatos ronroneando en tu regazo,
con el aire aullando en tus ventanas,
tú, detrás de puertas que se azotan,
cosiendo telas y palabras bajo una lluvia de mayo,
como esas que se llevan todo de a poquito,
con ese sosiego que sólo tú conoces;
y estás cada día ante tu sombra sola,
y yo me quedo sin tu risa de octubre y tus flores de muerto,
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porque cuando miré tus ojos
supe que te gustaban las flores de pericón,
tanto como a mí,
porque anuncian la llegada del otoño,
las quemazones en el campo y el Día de Muertos,
tú también naciste en otoño,
junto con los difuntos que se van,
te desprendiste de la falda de maíz de la tierra
y llegaste al mundo,
y ahora nos quedaremos sin tu casa en lo alto de un edificio
que creías compartir con fantasmas;
de pronto en tu ausencia
tus palabras son vaticinio de días pesados:
“hacía falta la sombra,
han sido días muy calurosos,
de esos que te exprimen el agua”.
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Te conjuro hablando a solas,
porque él, Francisco, se tiene que ir en un autobús,
como cada día, de madrugada,
a recorrer carreteras que tanto añoras,
y te quedas con la mañana en los párpados,
con el sueño pesado.
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Amaneces con un canto de mirlos nublados,
con olor a llovizna,
con los ojos llenos de tierra
porque toda tú estás hecha de tierra,
te repartes un poco en cada sitio
al dejar tus pedazos,
mujer de arena que se deshace
en la oscuridad de un lago profundo
y renace en la contemplación de la tarde.
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Ahora es julio, o lo imagino,
y la lluvia se avecina,
todo se convierte en algo más húmedo
y las plantas nos devoran.
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Para Daniel Ruiz
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Hace mucho te escuché llorar
del otro lado de la puerta del baño;
no supe cómo sostener tu corazón,
todavía no lo sé;
te escucho del otro lado de la línea,
tu voz rasposa hiere el cable telefónico.
Sales y entras en mí,
me atraviesas con tus bellos ojos negros.
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No sé cómo encender tu corazón,
entonces nos tomamos las manos
y nos refugiamos en la humedad del bosque.
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Busco la respuesta
y de nuevo me atraviesas,
no hallaré respuestas, no las que quiero.
Tú tampoco.
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Quizás nos tendremos el uno al otro
un poco más,
quizá sea momento de adentrarse cada uno en el bosque.
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Mil quinientos gramos
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Para Agustín Cadena
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Así exhaló el último suspiro y murió.
Dénos Dios a todos nosotros, bebedores,
tan liviana y hermosa muerte.
Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor
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Al principio, el hígado cirrótico es amarillo tostado,
graso e hipertrofiado (…), con el paso de los años,
se transforma en un órgano parduzco, contraído.
Robbins, Patología estructural y funcional
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Amanece la tristeza de las campanas,
escribo tu cuerpo,
agua que se vuelve musgo
y encalla en tus hombros,
poro de nube, piel que navega;
escribo la despedida y la palabra que se endurecen entre mis labios.
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Tu muerte, como otras muertes,
fue breve, no dio tiempo de llorarte,
fue rápida, un poco incolora;
se quedó en mi mirada,
creció lentamente,
no se volvió flor o musgo,
se hizo herida,
granada putrefacta en despoblado.
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Tu cuerpo, putrefacción lánguida,
fue construyendo tu camino,
dolor breve:
muerte ajena que entretejía cicatrices de alcohol,
muerte incierta y severa,
transparente, como tu piel;
te fuiste vaciando de a poco,
no había más sangre en ti.
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Tus huesos,
susurro de almadías sobre el río,
se fueron evaporando entre tus costillas;
marca oscura de la memoria,
vaso que habita la sombra de tu muerte,
nuestra muerte.
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Cuando me fui a otra ciudad tú habitaste un lugar terrible,
peleaste con demonios que no conozco;
cuando volví no pude decirle nada a la tierra,
ya se había asentado,
como corteza de árbol seco que se detiene en el aire;
mi adiós fue brusco y tardío.
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Ahora queda solo tu aliento que cesa
y permanece sepulto bajo la piedra;
en las noches intento conjurarte
para preguntarte tantas cosas,
por ejemplo, si la muerte duele
o si quieres más mermelada de zarzamora.
Sólo queda tu aliento que permanece sepulto bajo la nada
y la casa que no se ha caído ante tu ausencia,
hogar de salitre y antigüedades,
casa edificada en el vacío de tu cuerpo.
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