¿A qué hora da uno el giro a la derecha?

Si cada corazón es una célula revolucionaria, ¿cómo fue que terminamos dando este giro a la derecha tan brutal y peligroso?

En mi país, uno en el que tan solo este año han asesinado 123 líderes sociales por reclamar derechos y justicia, atravesado además por un conflicto armado de más de medio siglo, la mayoría le dijeron no a la posibilidad de la paz. Una paz imperfecta pero necesaria, que cada vez se nos escurre más entre los dedos; todos manchados de sangre.

Sucedió hace dos años. En mi familia, una de clase media baja –es decir con pocas, poquísimas para ser exactos, propiedades a expropiar-, solo una prima y yo lamentamos hasta las lágrimas el resultado de un plebiscito que buscaba refrendar los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC-, la guerrilla más antigua del mundo. Para el resto significó indiferencia o triunfo porque, lo confieso con tristeza, varios de ellos marcaron el “no” en el tarjetón; al igual que 6.424.385 almas más a las que poco o nada les importaron los más de ocho millones de colombianos afectados directamente por la guerra, que a todos nos toca de alguna manera.

Uno de esos “varios” de mi familia fue mi papá, un señor sesentón y buena gente. En serio, el tipo no es perfecto pero si tiene la oportunidad de ayudar a alguien lo hace, siempre lo hace. Cuando era joven, me cuenta, lideró en su universidad privada la que, según él, ha sido la única huelga en ese lugar. “Yo usaba la boina del Ché y todo”, me dice mientras me explica que como una vez le subieron de manera exagerada la matrícula del semestre –en la que es la universidad más cara de mi país- él puso de acuerdo a sus compañeros para quemar los recibos de pago delante de las directivas y exigir que bajaran el costo. Lo consiguieron, pero luego el sistema consiguió poner a mi papá de su parte.

El hombre, que en serio no es un mal hombre, no solo votó “no” a la paz sino que fue uno de los más de 10 millones de colombianos que eligieron al presidente actual, pese a ser la ficha de un señor de mano firme y corazón grande que, otrora, en sus ocho años de mandato se hizo a un sinnúmero de acusaciones por corrupción y violación a los derechos humanos que todavía no termina de aclarar.

En la era de la “seguridad democrática” que abanderó ese señor, en mi país las Fuerzas Militares mataron cientos o quizás miles –aún no se conoce toda la verdad y es muy posible que nunca suceda- de jóvenes pobres que luego disfrazaron de guerrilleros para hacerlos pasar por “falsos positivos” de la guerra. Cuando empezaron a destaparse esas ejecuciones extrajudiciales, el señor de corazón grande salió a decir en los medios que esos muchachos “no estarían recogiendo café”.

El actual presidente encarna todo eso: la violencia contra los que tienen menos por el simple hecho de tener menos y el descaro de querer justificar lo injustificable. Por eso me sigue siendo tan inexplicable que tanta gente lo haya preferido, incluida gente de mi familia clase media baja. Entonces me pongo a cavilar y a ponerme en el papel de mi papá, por ejemplo, a la hora de estar frente al tarjetón electoral, y recuerdo una escena de la película Los Edukadores, en la que tres jóvenes hastiados de como “funciona” el mundo y por azares del destino terminan reteniendo a un hombre de clase alta en Alemania.

  • “¿Cómo alguien como tú puede vivir de la forma en que lo haces?”, pregunta uno de los jóvenes al burgués, al tiempo que le reclama: “debes tener ideales”.
  • “Mi papá me dijo, si eres menor de 30 años y no eres liberal no tienes corazón. Si eres mayor de 30 años y aún eres liberal no tienes cerebro”, responde él.
  • “Sí claro, pero no creo esa tontería. Es la excusa más frecuente de gente como tú”, dice el joven.
  • “Eso pasa lentamente. Casi no lo notas. Un día, abandonas tu viejo carro, quieres un carro seguro con aire acondicionado y garantía. Te casas, creas una familia, compras una casa, los niños necesitan educación. Eso cuesta dinero. Seguridad. Aparecen numerosas deudas y necesitas un oficio para poder pagarlas. Entonces haces lo mismo que ellos hacen. Es cuando un día, para tu sorpresa, en las urnas tu voto es conservador”, concluye el hombre rico.

Mi papá ni siquiera tiene carro. Mi educación me la pagué yo porque estudiaba de noche y trabajaba de día, igual que muchos en mi familia, igual que muchos en mi país; tantos de ellos de voto conservador. No tenemos mucho que perder, pero perdemos. Perdemos cuando nos tranzamos por una seguridad muy mal entendida y en cambio la confianza –que es muy diferente y además necesaria- se nos esfuma sin que pongamos mayor resistencia.

Por la dichosa “seguridad” fue que ganó Trump en Estados Unidos, Macri en Argentina y está por hacerlo Bolsonaro en Brasil. Pese a haber dicho abiertamente y orgulloso que “el error de la dictadura fue torturar y no matar”, o que “sería incapaz de amar a un hijo homosexual. No voy a responder como un hipócrita, ante eso, prefiero que un hijo mío muera en un accidente”.

Ese es el problema del giro a la derecha: que nos incapacita para amar y hace que prefiramos –y justifiquemos de cualquier manera- la muerte. Yo hace cinco años pasé de los treinta y todavía no me acostumbro a eso. Seguramente no tengo cerebro pero, como aparece la pinta en Los Edukadores, prefiero el corazón, no grande sino como una célula revolucionaria que, aunque todavía no sabe muy bien qué hacer, por lo menos hasta el momento no se conforma a seguir con los dedos manchados de sangre.

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