Cocktail | Cuento contemporáneo

"Lo verdaderamente importante era la mentada pregunta que el muchacho le había disparado: si había leído “El dinosaurio” de Monterroso; ella, dice ¡que lo estaba leyendo!, ¡que lo estaba leyendo!", presentamos un cuento del poeta y narrador Roberto Acuña

Por Roberto Acuña

 

Por culpa de Monterroso aún sigo aquí, dentro de mi cabeza, persigo a José de la Colina, creo que era José de la Colina, debe serlo, no es tanto que lo siguiera, más bien fue algo que dijo. No estoy seguro de nada, cómo se puede ser parte de un cerebro trasnochado, fundido y no quedar partido. Los ojos son dos polvorones bajo los párpados. ¡Y todo por qué!, una tontería, un recuerdo recurrente que no poseo en su totalidad; es lo mismo que conocer el nombre de una mujer y no encontrarlo en el back-up de la memoria, por más que se defina su rostro, que tratemos de asimilarlo a cierto objeto o calle o momento determinado, nada. Si necesitamos saberlo para descansar simplemente no llega, ah, pero no sea cuando nada urge, cuando ni siquiera se le recuerda, de buenas a primeras, ¡pam!, allí está: Olivia; y no es que conozca a ninguna Olivia excepto a la de Popeye; sólo se vino a la cabeza, como decir Beatriz, yo conocí una Beatriz que tenía los senos hermosos, era una desgracia porque ella lo sabía, además sabía cómo era yo, mayor desgracia. Pasa muy seguido, cualquiera puede padecer de insomnio por una tontería, sólo se requiere querer recordar algo y no poder, enseguida a uno le duele la cabeza, es muy parecido cuando se toma una bebida helada rápido, rápido pero muy rápido; nos queda zumbando el frío en la cabezota por un tiempo, pues así o algo parecido se siente cuando se ha olvidado alguna tontería.

En mi caso fue por una historia o un hecho puntual, diminuto, no abarcaba más que un par de líneas o palabras donde un personaje, creo que era un muchacho o un treintañero o uno de esos vírgenes entusiastas, medio idiota, con poca fortuna amorosa. Total que este individuo le pregunta a una dama culta —algo así era el título del cuento— lo que nunca se debe preguntar a una dama culta: sobre su cultura. Los rostros de ambos son difusos, recuerdo que ella estaba muy bien o eso quiero imaginar, él, cualquier estudiambres de la Facultad de Letras. Lo verdaderamente importante era la mentada pregunta que el muchacho le había disparado: si había leído “El dinosaurio” de Monterroso; ella, dice ¡que lo estaba leyendo!, ¡que lo estaba leyendo!

Sí, fue una puntada, fue graciosísimo en un primer momento, pero en esta noche de insomnio o de esto que estoy viviendo ―como se le quiera llamar―, ya no me pareció tan, tan gracioso, es más, estoy abrumado, me está sacando de mis casillas, siento como si tuviera un hormiguero dentro de la cabeza o como si tratara de ordenar los colores en uno de esos malditos cubos Rubik; y es que tal vez al propio de la Colina su personaje le jugó una broma, le salió más vivo o viva ―más bien―, y el burlador se convirtió en burlado; y es que es demasiado, demasiado poner a una persona culta a platicar con un don nadie, y más si es mujer y más si es hermosa, ellas son más sutiles que nosotros y esa sutileza a primera vista puede parecer inocencia o mera estupidez para la gente obtusa, y es eso, exactamente eso lo que las hace ser más gandallas con nosotros, porque todos terminamos pagando la ceguera de la mayoría. Sutileza e inteligencia en una conversación van de la mano con la ironía, con la burla; quizá aquella mujer sólo quiso poner a prueba al jovencito, voltearle la tortilla. ¡Ah, cómo me cosquillea la cabeza!

A esta dama, en sus muy bien conservados cuarenta y tantos, queriendo representar unos treinta y tantos, seguramente le pasó por la cabeza que el dichoso jovencito la consideró pendeja, así a secas, tampoco es que le importara mucho y tampoco creo que a él le interesara su intelecto. El aspecto que ella tenía tampoco le ayudaba mucho: indumentaria de señora rica y sin ocupaciones, collar y aretes de perla, por supuesto, aparentaba ser una de esas mujeres que van a talleres de lectura y de cocina, de apreciación musical, al yoga o a las clases de alguna eminencia no tan traqueteada de la Facultad, si es viudo mejor… En descargo del entrevistador la respuesta que dio la señorita a todas luces parecía idiota. Digo, ¡quién no conoce la extensión del cuento de Monterroso!, pero ese es el verdadero problema y lo que me sigue molestando. En fin, la escena, sin orden ni concierto, me la imagino de la siguiente manera:

Sucedió en algún cocktail, donde estaba nuestra susodicha, para irnos a lo seguro situémoslo en la Roma; digo, no me imagino que sea en Santa María la Ratera o en Ecatepunk, Nezayork o Azcapolanco, donde probablemente vive el entrevistador. Ya la zona del evento prefigura en honor a qué se debía la reunión. L’ intellectualité presentaba un libro, digamos, de poesía (ese género sublime que de tan alto, nadie alcanza a leer); después de los “bien” ganados y granados y granjeados homenajes al autor, nuestro muchacho, medio borracho y con más interés en verle los muslos, el derrière o el senderito que descubre a medias el escote de la susodicha, se acerca, con el ánimo tambaleándole en los pantalones, a probar suerte. Le hace la mentada pregunta, elucubrada con malicia por José de la Colina, pensando que ella podrá responderla con facilidad y así alabará, desde otro ángulo, su culto, cultísimo, cultote capital literario o en caso de que no —digo, nadie está obligado a conocer toda la literatura del mundo—, recomendárselo y prometer prestarle el libro donde viene o regalárselo —dependiendo el sapo la pedrada— para que conozca más a fondo a tan alto escritor y así compartir después lecturas y otras tantas cosas…, en un ambiente más solitario y solidario. El muchachito ya se ve entregándole el libro, rozando sus dedos furtivamente, ya se ve pasándole el azúcar o la crema para alechar su café, ya se ve tocándole el muslo o los muslos bajo la mesa —ha de tener unos brazos larguísimos—, ya se ve amándola, diez, veinte mil y un veces y béseses y beses y beso tras beso antes de que ella escuche el auto de su marido, apurándolo; ya se ve de puntillas en el balcón entre los aplausos de la concurrencia que pasa por la calle alabando su temeridad, sus tamaños, sobre todo los tamaños, ¡qué tamaños!, y las exclamaciones de las señoritas que se paran a contemplar tal envergadura: ¡ohhhh!, ¡ahhhh!, ¡qué macho!, ¡qué hombre!, ¡qué sueño!… ¡Qué enano!

Agita la cabeza y las piernas para que la fiebre y los “ya se ve”, que imagina cercanos, no se aneguen en los pantalones, mejor que se oxigenen junto a la sangre rumbo a la cabeza. La susodicha está rodeada de un séquito de “fervientes” intelectuales —para caer en el lugar común—, amos y señores, herederos de la cultura independiente del país —aunque no lo sean, pero conocen al amigo del amigo del director de cual o tal suplemento cultural underground de Querétaro, cuyo segundo número y quizá el último acaba de salir—; por tal motivo, su juicio en cuestiones literarias-filosóficas-políticas-históricas-femimixtas-reivindicativas-contestatarias es inapelable e inaplazable.

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Al humilde jarioso, al escuchar la funesta respuesta y ver los ojos de desaprobación de tan ínclita comitiva, no le queda más remedio que humedecer su calentura en otro charquito, pues no se podía dar el lujo de aceptar tamaña respuesta con esas miradas réprobas y más, a sabiendas, que bajo el brazo llevaba un poemario: Espejos interiores, que aspiraba a la fama y perennidad de la letra impresa en cierta editorial independiente, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Haciendo un paréntesis —y perdonen si bostezo—, esto no quitaba que alguno de los donceles de nuestra intellectualité —y otros ya no tan garbosos— se acercara poco a poco a nuestra caperuza treintagenaria con la feraz intención de instruirla sobre la poética de la minificción en México y del estilo irónico-bonachón-shakespeareano del Nelson Ned de la literatura iberoamericana: el chaparrito guatemalteco.

Al irse nuestro personaje sin un ósculo de ese insigne opúsculo, ya ebrio de otras piernas más asequibles, que no veía tan firmes al principio, pero entre trago y trago del vinito Conchas y Toros —$67 pesos la botella—, empezó a sentir que eran ellas y sólo ellas las que provocaban el punzante estro bajo su bragueta; levantó en el acto varios insignes monumentos líricos a esos —transcribo literalmente de su cuadernillo, pues todo escritor debe llevar  uno—: “sedosos venenos, mármoles de agua, tus muslos, saliva blanca que tu pubis escupe desde tu soledad hacia la mía.”

Si soy fiel a la verdad, no hacía falta mirar en el dichoso cuadernillo, pues nuestro poeta trataba de que su inspiración volara hacia otras “sensibilidades” que pudieran plasmar tan alables versos en una colección artesanal de un tiro de 250 o, por qué no, 1000 ejemplares numerados y firmados por el autor, cuya edición estaría al cuidado del mismo y las aguafuertes o acuarelas o el óleo que aparecería en la portada serían regalos de algún artista de renombre, quizá del propio Francisco Toledo. Desgraciadamente, después de no ser percibido más que por la afrentada y culta dama, desapareció de escena; no sé si al final logró que su soledad fuera lubricada por el escupitajo que las musas habían elucubrado para él, con tal que en el cocktail su presencia ya no fue sentida o al menos yo no me di cuenta de ella. Ustedes perdonarán, de verdad, en mi estado es un lujo mantener la cabeza fría y mucho menos bien lubricada.

La susodicha se encontraba aún cercada más por la lengua que por la literatura; mareada de tanto pegajoso halago decidió refugiarse en el tocador. Un connotado erudito de gafas de pasta disímbolas y cachetes de animal báquico dilucidando los posibles significados de “tocador” se aventuró entre el movimiento de las mesitas, de su propio cuerpo, y atizando su miopía hacia el contoneo de la faldita de lino verde limo, limo —una connotación que tampoco se le escapó— de la culta dama, impertérrito y en odiseaca temeridad metió su rasurada calva al recinto inexpugnable de la salle de baine para mujeres, de donde tuvo que salir hecho la ipso facto; pues ese trance atañe tanto a intelectuales como a pelados, y no hay baño de mujeres que en una dionisiacan’s and apolinean’s party esté vacío de pujidos no tan nobles, mismos que llenaron de improperios a tan impropio caballero, quien tuvo que retirarse a los lindes del recinto para esperar a su Dulcinea.

Al paso de los minutos, el connotado erudito, el coloso de Tula —pues era hidalguense— fue perdiendo la erecta rigidez de su postura, pues la gratuidad con que le fueron escanciando las copas por fin cobraba la factura de la noche. Pero él, ignorándolo todo, goteando discretamente, esperó y esperó y esperó hasta que la susodicha por fin apareció para desaparecer de un soplido, dejándole, por primera vez en la noche, la lengua dentro de la boca; pues ignorando la presencia del agraz tuleño, la susodicha se dirigió inmediatamente al elevador como cenicienta a las doce, pues aún sentía el insulto del poetón aquel y del circulito aquel que la miraron con una cándida indulgencia; de tan elevados —iba pensando para sí (y yo ahora también lo pienso)— no pudieron comprender la modestia y los filos apretados de sus palabras —enrabiada, se repetía—; y es allí donde por fin nuestros destinos se cruzaron.

Ella, al igual que yo, después de varias lecturas de “El dinosaurio” de Monterroso notó que no se podía leer tan a la ligera. Primero optó —seguramente— por la salida política, y observó en la figura del dinosaurio ese pasado anquilosado y perpetuo del PRI, representado por la eterna figura política del mandamás de la CTM: Fidel Velázquez ―cosa que le molestó, puesto que no era posible que alguien tan joven tuviera conocimientos de tan ancestral ratasaurio―. El despertar del personaje, por supuesto, se debía a una toma de consciencia de clase, inútil de antemano, pues la sociedad, por sí sola, no podría hacer nada contra esa figura monolítica.

A pesar de mi cansancio, me di cuenta de otra resolución, que a la culta dama tampoco se le pasó desapercibida, quizá es la más obvia, por tanto la más oculta —¡ay, Poe, cuánta razón tenías!—, que el: “cuando desperté, el dinosaurio aún estaba allí” significaba, por parte de Monterroso, el conocimiento filosófico de Chuang-Tzu con respecto a los sueños, pues —y en esto me apoyaría seguramente la susodicha y varios letrosos hijos de Salvador Elizondo—, el dinosaurio siguió allí, después de que la persona que lo estaba soñando despertara.

Ahora bien, si sobrevive a su mundo onírico, ¿en qué lugar podría caber?, porque los dinosaurios no son botargas moradas con retraso mental. No, entonces a la susodicha, seguramente, mientras tomaba su mimosa y leía el periódico de la mañana, una nota, quizá en la sección de política ―que hablaba sobre la intemperie y la pobreza― le dio el chispazo.

¡Por supuesto!, seguro el soñador del cuentito era un campesino que dormía en un granero, como lo había visto tanto en las películas estadounidenses. Sin embargo, para adaptarlo más a Latinoamérica y en consideración a Monterroso —yo diferiría un poco, pues ese pobre niño, porque debe ser un niño, pues, ¿quién aún se atreve a soñar y más, con dinosaurios?—, este escuincle, después de trabajar todo el día y parte de la noche por 20 pesos diarios, quedó rendido entre el frío de los maizales y allí, al lado suyo, con las rodillas juntas, temeroso de no despertar a su creador, el dinosaurio, ¡el dinosaurio lo veía dormir!

Yo pienso que el dinosaurio arrugaba un sombrero de paja entre sus manos, el del chamaco por supuesto. Un campesino sin sombrero no es campesino; mostrando, con ese gesto, su timidez y su nerviosismo por no hacer ni el más ligero movimiento o ruido para no interrumpir el sueño del enano. Claro que al despertar éste, al dinosaurio le sobrevino el mayor patatús de su breve vida, pues estaba a punto de desvanecerse, cosa que no sucedió afortunadamente, si no, nos quedamos sin cuento. Pongámosle nombre al pequeño soñador: José, Joselo, Joselito; gracias a que a éste desde muy pequeño le enseñaron a convivir con la naturaleza y que sus padres le inculcaron a estirar la mano a quien lo necesite, era, sin saberlo “humanista” y pet friendly…, por tanto, no podía dejar en el abandono a tan impresionante animalón. Así, aunque sorprendido, muy en el fondo —y con ello me refiero en las galerías más profundas de su sueño— ya intuía la aparición del dinosaurio en su realidad y entonces comenzó a trazar un plan para salvar al infeliz gigantón, al “patas verdes” de su funesto destino. De ese modo, sin saber bien a bien del todo cómo le hizo —los sueños, sueños son—, logró perpetuar al monstruo, aunque éste apenas si respiraba por el terror que le provocaba la incipiente vigilia del muchacho.

Cuando vio que iba abriendo sus ojos, el monumento a la antigüedad tembló, la sangre acobardada se le fue del cuerpo, pensó que ya estaba ajusticiado, que de pronto toda su aspereza se iría diluyendo en el aire, que sería como una pompa de jabón y en un “plup” discreto desaparecería sin más ni más, pero la mirada de Joselito no lo atravesó, al contrario, en sus pupilas pudo ver al menos parte de su verdosa piel —comprenderán ustedes sus dimensiones.


Claro que hay detalles extras que tanto a la susodicha como a mí se nos han de haber escapado, pues el insomnio hace que se pierda la concentración, la memoria y las ganas de moverse, a mí, al menos, me está dando una enorme flojera anotar lo que está pasando por mi cabeza en mi libretita, además, a duras penas puedo mantener los ojos… y se me empieza a olvidar de qué estaba hablando.

Deben de existir algunos puntos en los que no concordemos ella y yo; ya que me imagino al dinosaurio de un verde olivo, apagado, algo tristón y grisiento, como si su piel signara su drama, el tiempo ido, el ser el último de su especie en un mundo que no es el suyo; y ella, no sé por qué tengo la corazonada, que se lo imagina como el del dinosaurio de Toy Story.

Por supuesto, tendría serias diferencias con ella si de verdad pensara de ese modo, quizá no pueda evitar tratarla con un poco de indulgencia ante esa aseveración y ella sé que no podrá evitar crispar las manos sobre la copa de cristal y arrugar los labios que terminarían con mis esperanzas de llevarla a la cama; pero es una debilidad mía, además, tengo la razón en tratarla de esa manera, pues cuando Tito —es tan pose llamarlo así—, escribió su cuentito, no se había filmado aquella película, por tal motivo es anacrónica la perspicacia de aquella adorable creatura.

La noche, en los terrenos del insomnio, nos hace vacilar y dudar entre lo que es sueño o vigilia; me gustaría lamentarme de mi suerte, pero gracias a él tengo estas reflexiones, quizá hasta pueda resolver el enigma, desvelar “El dinosaurio”. Además, ¿quién me asegura —y aquí está por supuesto de nueva cuenta la referencia a Chuang Tzu— que el que estaba durmiendo era Joselito y no el dinosaurio? Y si despertó fue gracias al monstruo que lo estaba soñando y entonces todo sucede y se resuelve en el terreno de lo onírico, el niño al despertar tiene grabado en su mente al dinosaurio, sabe secretamente que su vida depende de que aquel siga durmiendo, siga soñándolo, por ello, el “cuando despertó el dinosaurio aún estaba allí” es una frase de alivio ante la angustia diaria que le acomete al infante, sobre todo al dormir, pues éste no sabe si el dinosaurio querrá seguirlo soñando, pues ha comprobado con el paso del tiempo, que el sueño de este dios monstruoso es voluntario. Bueno, tengo que conceder que el ser soñado por un dinosaurio es un poco extraño, pues ¿qué va de la mariposa de Chuang-Tzu a tamaña mole? Pero ni modo de corregirle la página a Monterroso, bien dicen que los chaparritos tienen cierto complejo de inferioridad y además son bastante belicosos.


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De no avanzar nada, de repente el reloj marcaba las seis de la mañana, el cansancio seguía cerrándome los párpados y dos minutos después sonó el despertador como la última maldita carcajada de mi insomnio. Sintiéndome robado, me metí a bañar, me arreglé para unas clases en la universidad. Iba cabeceando en la combi, tenía mucha prisa por llegar, no sé el motivo si nunca me había importado llegar un poco tarde. Además, no me explico por qué tomé una combi. Creo que me quedé dormido un momento porque al despertar la Facultad ya estaba allí.

Un amigo se me apareció de repente y le conté de mi experiencia con Monterroso, con la culta dama, con el dinosaurio y con mi derrota contra el insomnio. Pero él parecía que no me hacía caso, me hablaba de un evento de no sé qué, la verdad no puedo acordarme, cerca del parque España me parece; y no sé si me convenció el vinito gratis o el imaginarme en medio de todas esas intelectuales con lentes de pasta, labios rojos, uñas de diversos colores, cabello negro y largo, muy largo, blusas, igual negras, de cuello de tortuga, faldas ceñidas y obscuras, enarbolando así la bandera del feminismo, la androginia, la cultura de la diversidad, de la libertad sexual empaquetada en una pose de enlutada sensualidad que aceptaban con resignación, con sufrimiento y con mucho esmero; que yo, de antemano, agradecía, pues al menos el fetiche que tenía por la moda existencialista seguía en boga, a pesar de no entender a Camus y mucho menos a Sartre.

También, y no podría engañarme, me toparía con alguna que otra de Filosofía y Letras o de Comunicación y un montón de diseñadoras haciendo su más sincero homenaje a la Kahlo y vaya que allí ni miras… el bigote, el pelo en el sobaco, las reivindicaciones sociales de tocador, la falta de baño, el vegetarianismo y el ecologismo tipo ONG de pintar un pedazo de banquetita o usar la bicicleta hasta para ir a cagar o apoyar por Face… una marcha a favor de que las personas que tengan mascotas los bañen con regularidad, son cosas que no van conmigo, yo ni perro ni bici tengo. Mi amigo me miró con sorna, pues no me había dado cuenta que llevaba puesta una guayabera y un pantalón de manta, se me hizo raro, de hecho me sentía extraño, hace mucho que no la usaba, es más ni me acordaba que la tenía; estaba tan cansado que seguramente agarré lo primero que encontré en el armario, traté de justificarme, no sirvió de nada.

De todos modos, él defendió a las Kahlo y las new hippies pues todo era parte de la cosmopolité  mexicana, así que mejor me fui haciendo a la idea. Y muy en el fondo pensé, por qué no, ya entonadas…, uno nunca sabe; por eso lo mío, lo mío es el vampirismo decimonónico, aunque si soy sincero viene más de la “movida madrileña”, ¡está bien!, fue a partir de la novela de Luis Zapata y —no sin cierta culpa lo señalo— de la peli Los Caifanes, pero cómo olvidar esa frase: “Denme piel que soy pura alma” o la tan afamada: “Yo con ese aguacate si hago buen guacamole”. Mi amigo me sonrió como si comprendiera mis pensamientos.

No me acuerdo ni de qué fueron mis clases, era demasiado el cansancio, sólo sé que de buenas a primeras ya estaba en casa, empapado de la cabeza a los pies, ni siquiera noté que me había metido a bañar con todo y ropa. Al menos en algo me ayudó, estaba un poco espabilado. Al salir del baño me puse una camiseta blanca, agarré un saco negro de mi papá, los tenis más blancos que tenía y me fui volando, sin olvidar, claro está, mi poemario que tanto sufrimiento me había causado y quizá por fin podría enseñárselo algún editor independiente y… uno nunca sabe.

En un instante ya estaba por la calle de Coahuila, pero me parecía tan diferente, tardé bastante tiempo en encontrar el parque España, el hotel estaba del lado contrario al que yo recordaba. De un momento a otro llegué frente al edificio, mi amigo era el cadenero, quién creería que otro chaparro dominaría el mundo, aun así se puso un poco pesado en la entrada el muy hijo de…, con tal que lo empujé, apreté lo más fuerte que pude al sobaco mi poemario y entré sin atender a sus arengas. El evento era en la terraza, así que por comodidad tomé el elevador, al abrirse las puertas en el último piso una muchacha de unos veintitantos con una falda verde lino estaba frente a mí.

Me encontré levantando una mano para preguntarle algo que nunca alcancé a formular pues no pasó ni un segundo en que me soltó una cachetada. Yo rabioso le apreté las manos y antes que cerrara las puertas el elevador la llevé dentro, la increpé, se cerraron las puertas. La empujé hacia una pared, la besé, le subí la falda, me bajé los pantalones, las luces se encendían y apagaban dentro del elevador o quizá eran mis ojos o el aliento empañando los lentes o el sonido de nuestras bocas que se entrecerraban con cada embestida.

Al llegar a la planta baja y al abrirse las puertas unas señoras de edad considerable nos vieron con cierto asco, la muchacha bajó la mirada, se acomodó las bragas, se bajó la falda y se compuso el escote. A mí me costó más trabajo, pues era imposible disimular en tan breve tiempo la excitación en mis pantalones ―tengo raíces negras―, lo único que pude hacer fue abrazarla por la espalda y salir de a cucharita, sentí de repente que todo el edificio nos miraba, sobre todo a mí, nos separamos sin soltarnos la mano y la apuré hacia la salida.

Enfrente de nosotros se encontraba la fuente de La Cibeles, ella me dijo que la invitara a tomar algo en un café de por allí. Era horrible el lugar, además me sentía observado, le dije que quizá podríamos esperar unos minutos y volver a la terraza del evento, me comentó que había tenido una mala experiencia allí con un imbécil que era igualito a mí, por eso la cachetada. Ir a un café salía de mi presupuesto, pues no traía mucho dinero, pensaba emborracharme gratis y además mi poemario, Espejos interiores…, pero su canalillo, su cara rubia y sus muslos lo decidieron todo. Total, nos dirigimos hacia el maldito café, hablamos de nuestros deseos, nuestras frustraciones, nuestros sueños, de literatura; quise ir a lo seguro, le pregunté sobre Monterroso, ella se puso tensa y preferí mencionarle otras apariciones de “El dinosaurio” en la literatura latinoamericana; al llegar a José de la Colina, sus pómulos ardieron, crispó las manos sobre la taza derramando un poco el café y enseguida se enfurecieron sus labios. Algo me dijo que era mejor no hacer preguntas y le pase el azúcar y la crema para el café, nos rozamos los dedos, me comentó que su esposo estaba de viaje, estiré mis manos hacia sus muslos, me vi en sus ojos amándola, me vi en…

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