Daños colaterales y ráfagas de la memoria

Por Melissa Benítez

En últimos días me ha dado por recobrar una memoria mínima de lo que vivimos en el día a día, desde que la supuesta guerra contra el narco inauguró en nuestro país la política del exterminio. Soy parte de la generación que creció junto a la muerte en la llamada tierra caliente, y aunque ahora escribo a kilómetros de distancia, una no puede desprenderse del aroma que van dejando los fantasmas.

El primer recuerdo que tengo sobre la “oleada de sangre” es cuando mataron al “Piri”, el vecino de once años y de ojeras marcadas (el único rasgo de su rostro que logro recordar con precisión). Iba con sus tíos y los mataron a todos, una de esas ráfagas que por ese lado del país se hicieron costumbre y a la vez silencio. Dicen por allá que desde antes de esta guerra había gente mala pero la estupidez es tan grande en estos tiempos que la caja en que lo sepultaron debió permanecer cerrada para que sus familiares no le recordaran con el rostro desfigurado.

Y es que ahora que los recuerdos se van llenando de muertos quizás el único consuelo que nos queda es reservarles un espacio puro, uno donde también habiten las mejores sonrisas de mi tío el sacerdote, aquel que fue confundido junto a dos seminaristas cuando se disponían a oficiar misa en un rancho cercano. De aquella vez, aprendimos que la muerte es tan arbitraria en estos días, que el blanco de tu camioneta se puede convertir en el rojo destinado para otros y que a dios no parece importarle mucho lo que pasa, ni siquiera cuando se trata de cuidar a algunos de los suyos.

El miedo se confunde con el aire, Luis insiste en verme porque presiente la muerte: “anoche hubo una balacera al lado de mi casa, si algo me pasa quiero morir sabiendo que te vi”. Las llamadas de mi abuela se sienten igual de dramáticas, inician siempre con la noticia del último ejecutado y de la montaña de cuerpos que permanece en la calle porque ningún perito se anima a levantarlos. “No saben qué fue de Claudia (la más brillante de la secundaria) – me dice con su pequeña y afligida voz – andan diciendo que le gustó a uno de los chicos malos”.

Se les llama así porque nadie tiene el valor de articular la palabra ‘narco’, porque el pánico es tal que hace callar, callar y no pensar más sobre el tema, no vaya a ser que el pensamiento atraiga eso horrible que traen a raudales; violencia irracional y sin sentido… Y es que no hay sentido en que una anciana llore sobre la hielera que lleva la cabeza de su hijo, mientras otra familia los envidia por tener todavía un hijo al que abrazar, o alguna parte de sus cuerpos para enterrar.

Mi pueblo desaparece, no se sabe nada de todos los hijos varones de la Tía Conchita, cuya casa huele a flores y parafina desde hace 5 años, cuando este pueblo se los fue tragando; no imagino lo que siente, si yo a lo lejos ya no tengo fuerza ni para visitarla y verla desmoronarse.

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Por donde mires hay historias, estos recuerdos son también ráfagas que se detonan de vez en vez. Escribo esto hoy porque apenas ayer acribillaron al chico que me dio “el primer beso”, los vecinos me hablan de sus gritos y la lluvia de tiros que los ahogó. Llevaba dos meses en el “negocio” (otra de las formas de nombrar sin nombrar), dicen que su mamá le lloró para que no entrara pero era demasiado tarde; como a miles de jóvenes, lo habían arrastrado a la desesperación absoluta.

De cualquier forma, el infierno que nos han traído no discrimina. Esta ráfaga en mi memoria vino sin nosotras, quizá porque no hay memoria que las cubra o quizá por el recuerdo repentino de ese niño de secundaria que mataron a pedradas y que solía jugar con mi hermano… mi hermano… mi hermano… que vuelva… que siempre vuelva… que no me lo vayan a matar.

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