Relato en primera persona de una mujer atrapada entre los escombros

Los símbolos de la tragedia son muchos, y están tan cerca de mí que me devoran. Me muerden lentamente, segundo tras segundo, hasta convertirme a mí misma en un símbolo herido, fracturado, roto. Cómo quisiera no serlo, huir de mi destino, escapar. Pero estoy aquí, más consciente que nunca, en toda mi vida, de que he sido mordida por el Ángel de la Muerte. Porque el peso de una piedra de Dios me ha aplastado y no puedo moverme.

Es mi propia vulnerabilidad la que me grita y me escupe y me hace sentir que todo esto no es más que la antesala del final. Beso la piedra y la bendigo, y en mi cabeza, en mi corazón, toda mi vida me da vueltas y vueltas en una forma de estremecimiento que me hace temblar y temblar. No recuerdo ninguna oración y estoy triste porque mis hijos me esperan, tengo que recogerlos del colegio. ¿Ellos estarán bien? Nunca logré que me amaran tanto, ¿dónde están las cosas tocadas por la luz? Quiero verlas y sentirlas nuevamente. Tengo sueño pero algo en mi cuerpo me dice que no me duerma.

Al estrechar la mano del dolor noté que me faltaba uno de mis dedos. Trato de gritar, entro en pánico, pero me he quedado muda y eso me horroriza. Si no grito, ¿cómo podrán encontrarme?

Mi sangre se confunde con las sombras, en un espacio donde la tierra y el polvo son negros. Soy ama de casa. He mantenido en pie el hogar donde mi familia ha crecido, y es ese mismo espacio el que ahora se ha cerrado como unas fauces inmensas para tragarme. Pero la vida, como si me hubiera tendido una trampa, me orilló a permanecer en el simulacro de mi propia devastación, en la duda de morir en las escaleras o en el quicio de la puerta. No corrí, porque me mantuve tranquila sin prevenir que esa tranquilidad era mi ruina. Me duele estar aquí atrapada, hubiera preferido morir al aire libre y no aplastada por una pila de escombros. He gritado, por fin, y no paro de toser.

Me duele todo el cuerpo, no siento las piernas, los pulmones me arden por tanto polvo que he estado respirando, siento en mi pecho una inmensa masa de tierra que se coagula, asfixiándome. Estoy llorando porque a mi alrededor los símbolos son muchos y están en el poco espacio que poseo, en el fragmento de vida que se me ofrece como el último acompañamiento. ¿Dónde están todas las horas y minutos que hicieron el amor bajo estas paredes? Oscuro. Silencio. Grito nuevamente y sólo me sale un quejido ronco como si los pulmones ya fueran de piedra derrumbada. ¿Dónde está todo ese amor que cobije bajo estos muros? Sólo el silencio domina, como una presencia que me revienta los tímpanos, me sangran los oídos, no lo soporto.

Antes que ningún otro símbolo está el oso de peluche de mi hija, ya no la veré crecer, atravesado por una varilla de concreto, como el cadáver de un futuro que ya no será. Atravesado por un accidente, por un daño, por una tragedia, por el golpe de la piedra, veo su sangre correr tan roja como la mía haciendo un río inmenso que es negro y oscuro. Mi oídos sangran tanto que no puedo controlar la marea, veo peces que surgen de la tierra negra como instantes que me recuerdan fragmentos de mi vida: el cumpleaños de mi hija pequeña, la noche en que cenamos tacos a las luz de las velas, el beso de mi esposo antes de salir a trabajar. He puesto en peligro mis recuerdos al evocarlos, porque el río negro y espeso sigue creciendo y ya se ha llevado el peluche de mi hija, ya lo ha arrastrado por un agujero aún más negro. Hay un ruido.

Veo un hilito de luz que se cuela. La esperanza me da un beso en la boca y grito libremente y de mi boca sale todo el humo, todo el polvo, y toda la noche.

Mis gritos se revientan en las paredes derruidas, entre los escombros, sin poder salir más allá del espacio que ahora ocupo y que será mi tumba.Escucho ruidos, alguien grita mi nombre. En un hilito de luz veo todos los rostros de todos mis familiares y en medio de esas partículas luminiscentes veo el rostro de un desconocido que me sonríe y llora.

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Este texto es ficción basado en hechos reales.

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