Nosotras elegimos gritarle a la vida

I

No podremos escribir sobre Guatemala sino es desde la solidaridad y el compartir la rabia.

La rebelión de las niñas en Guatemala es una ruptura con los procesos de sujeción. Con su motín, denunciaron las múltiples violencias a las que eran sometidas, no sólo por una institución que actúa contra su autonomía, para disciplinar su cuerpo y moldear sus aptitudes, sino también contra un sistema patriarcal que reproduce las desigualdades, sin reconocer a las niñas como vidas por sí mismas, reduciéndolas a pre-mujeres.

Por lo general, las niñas tienen un lugar en el mundo que no les concede derechos y que tampoco les permite ser en el presente: consideradas el futuro de la sociedad, necesitan ser protegidas y encaminadas para convertirse en mujeres, no sin antes anular sus potencias afectivas y corporales. En ese sentido la infancia ha sido construida a partir de la discriminación, pues se considera como la ausencia de algo con respecto a los adultos.

 

Las niñas que se encuentran en una casa hogar no llegan ahí por casualidad: su edad, sus privaciones educativas, su vulnerabilidad familiar y sus altos niveles de pobreza responden a violencia estructural que las somete a condiciones de precaridad y que las invisibiliza por su edad, raza, género y clase. Todo eso, acumulado, provoca que no todo mundo decida llorarles. Es nuestra situación geográfica, de ser el sur del sur, con 30 años de guerra civil, lo que hace que el genocidio siga impune.

II

El cuerpo de las mujeres está hecho de palabras. No hay maneras de agotar el diálogo con nosotras, pues en nuestra cultura, las mujeres escuchamos. Es parte de nuestras tareas de cuidado. Pero entre nosotras dialogamos, nos reconocemos desde la oralidad, nos organizamos cuando hablamos nuestros temores. Dialogar es un ejercicio de reconocimiento mutuo. Establecemos así, mediante el diálogo, nuestra relación con el mundo.

Pero no hay diálogo en el albergue. Como declaró el secretario de Bienestar Social de Guatemala, a las niñas se les negó la palabra. En la instrumentalización de la violencia y la no-escucha, a las mujeres no nos queda más que hablar con el cuerpo, desde un contexto de despojo y explotación. La vida se convierte en el desafío, en lucha política, en elegir la vida, en gritar la vida y encontrar las condiciones para resistir desde nuestras emociones, sin que nuestra vida quede en entredicho.

III

La modernidad es una pintura que tiene como marco la colonialidad, misma que fincó en el cuerpo de la mujer un territorio de disputa. Así, la violación se volvió cultura, y en los vientres de las mujeres se encajó el futuro de la nación.

De forma paralela a la muerte de las treinta y tres niñas está la historia de nueve que han sobrevivido y están embarazadas. Para el discurso oficial no importa si son aptas o no para formar una nueva generación: de lo que ahora se trata es de recuperar Guatemala como Nación, estableciendo un discurso que proyecta a la maternidad como progreso y a la mujer como sinónimo de vientre, de tareas de cuidado.

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El aborto está prohibido en Guatemala, y por eso el 25 de febrero de 2017 migración exigió expulsar Women of Waves, un barco que practica abortos en aguas internacionales. Si el cuerpo de las mujeres no les pertenece, la vida tampoco: las niñas-mujeres no pueden decidir por sí mismas. Por eso son infantilizadas. Alguien debe decidir por ellas, por su futuro, porque en su vientre está la nación. Tienen la responsabilidad de criar buenos ciudadanos que ayuden a que Guatemala a salir del olvido. Por eso hay que proteger a la mujer, incluso de sí misma.

Hay una doble función de ese discurso. Las niñas violadas son situadas como retrasadas e ignorantes, y a la vez, como la esfera de la transformación; por otro lado, la naturalización/obligación de la maternidad como esencia universal las introduce a una vida precaria pero adulta. Se refleja en ellas la existencia social, con múltiples carencias y desigualdades. La maternidad obligatoria, producto de su violación como de niñas de la periferia, las somete a la exclusión socioeconómica. Asistimos así a un impresionante despliegue de control, movilizado por mecanismos de gobierno, sobre su cuerpo.

 

IV

La relación mujer-fuego-disciplina es histórica en nuestro cuerpo: desde las brujas, pasando por las obreras en las fábricas textiles y ahora por las niñas, cuerpos en construcción de docilidad donde se manifiesta la potencia de la rebelión. En todos los casos, el mensaje es para las que estamos vivas: el castigo es público, desde el espectáculo, para dar ejemplos y sentar precedentes. Esta es una de las razones feministas por las cuales la disputa también radica en el espacio público, como sitio para la toma de decisiones y para hacer política.

Pero volvamos sobre nuestros pasos: ¿Cuáles son las vidas que decidimos llorar y cuáles no? Muchas compañeras denuncian la falta de solidaridad mundial, porque no hay banderas en Facebook, ni hastags, ni medios de comunicación volcados a rescatar los perfiles de las niñas. Y es que Guatemala es colonia, es el sur y su historia se ha forjado en la violencia.

Sin embargo, este país representa también la organización comunitaria, que a muchas de nosotras nos ha marcado y por las cuales nuestro llorar es de corazón y es lo que necesitamos para dejar de mirar al norte, para saber que somos sur, que tenemos una historia compartida que nos obliga a responder éticamente al sufrimiento de nuestras hermanas.

Porque la desobediencia se alza entre las marginales y desamparadas.

Cuando los discursos de Estado nos hablan de eliminar la pobreza y la marginalidad, hablan de desaparecernos, de borrarnos del mapa.

No es una sorpresa que no le lloren a las mujeres, a las víctimas de feminicidio, ni se esfuercen en buscar a las desaparecidas. Y tampoco que nosotras seguimos eligiendo la vida, la dignidad como nuestra carta.

 

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