Lotería Tapatía (Onceava Parte)

¡El caricaturista!
Me borró. Así, sin más. Después de años siendo su mejor musa, su trazo más filoso, su protagonista indiscutible, ahora soy solo un recuerdo en su cuaderno de bocetos. Enrique Alfaro ha dejado el poder, y yo, su caricatura, he sido abandonada por mi creador. Se siente gacho.
Qucho y yo teníamos un pacto no escrito: Enrique le daba material, y él me inmortalizaba con sus trazos. Fuimos inseparables. Pero ahora miro su mesa de dibujo y no estoy ahí, ni mi gran personalidad, ni mi actitud perdonavidas, ni mi humor involuntario. Qucho me eliminó, y yo me pregunto: ¿Puede un caricaturista sobrevivir sin su mejor creación?
Porque, seamos honestos, fui su obra maestra. Nadie en Jalisco tenía un porte tan lleno de posibilidades humorísticas. Cada gesto de Enrique era un impulso a su pluma; cada decisión equivocada, una línea que acercaba a Qucho a la genialidad. Y ahora, ¿qué? ¿Va a llenar su cuaderno con personajes que no tienen nuestro carisma de villano local? Lo dudo.
Veo con tristeza que la tinta que alguna vez me dio vida ahora se dedica a otros temas, muchos de los cuales no son tan importantes como yo. De políticos ni hablamos: ¿Quién puede reemplazarme? ¿Un tecnócrata insípido? ¿Un regidor intrascendente? Lo digo con toda modestia: no hay nadie que me llegue a los talones. Fui su mejor protagonista, su mayor reto creativo, el rostro que convertía en sátira los días más grises de este estado. Si no me creen, pregúntenle a la audiencia. Ellos me extrañan. Aún comentan sobre mí, todavía ríen de las cosas que hice, o mejor dicho, de cómo Qucho me dibujó haciéndolas.
Ahora soy un fantasma. Mi lugar ya no está en los periódicos ni en las conversaciones del desayuno. Estoy atrapado en los márgenes de su memoria, soy una línea a medio borrar que se resiste a desaparecer. Y eso es lo que más lastima a alguien que, como yo, experimentó las mieles del protagonismo y luego tuvo que renunciar a ese trato preferencial: lo que cala no es ser odiado, sino ser ignorado.
Así que aquí estoy, en el exilio, a la espera de un trazo que nunca llega. Tal vez esto sea el destino de toda caricatura: ser reemplazada por nuevas obsesiones y otros personajes. Pero yo me pregunto: ¿Te sientes como un dios, Qucho? ¿Crees que puedes crear mundos con un lápiz y destruirlos con una goma? Pues recuerda esto: aunque no me vuelvas a dibujar, cada vez que un lector diga ‘¿Te acuerdas de aquella caricatura de Qucho sobre Alfaro?’, ahí estaré yo, guiñándote el ojo desde el camposanto del humor gráfico.
Por lo demás, estoy seguro de que tú y yo somos más parecidos de lo que crees. Tú me dibujaste, sí, pero ¿quién te dibujó a ti? Y no me vengas con explicaciones científicas. Quizá tú y yo somos bocetos en el cuaderno de alguien más, una línea retorcida a medio terminar. Tal vez todos somos caricaturas mal trazadas por un dios distraído.
Como sea, lo nuestro ya no depende de ti. Estoy grabado en la memoria de cada lector que alguna vez se rió conmigo (o de mí, pero eso es lo de menos). Y para ser sincero, no estoy tan mal aquí, en mi jubilación inevitable, rodeado de otras caricaturas ilustres de Rius, Helio Flores, Magú y Naranjo, los moneros que tanto te gustan. Ellas y yo nos reunimos en las noches para compartir historias de nuestros días de gloria y hablamos de las carcajadas que provocábamos, de los escándalos que levantábamos. Marcamos una época. Ahora sobrevivimos en libros, sitios web y recortes sueltos que los lectores más leales guardan en sus cajones.
Aunque no lo admitas, Qucho, sé que todavía piensas en mí cuando tu lápiz titubea frente a la hoja en blanco. Sabes que las buenas caricaturas siempre esperan su momento para regresar con más tinta. Y cuando eso ocurra, Qucho, no será un trazo tímido el que me devuelva a la vida, sino uno audaz, cargado del humor que nos hizo entrañables.