¿Caimán o caballero? Reflexiones sobre Silvio Berlusconi

La muerte de Silvio Berlusconi, histórico líder de la derecha italiana a partir de 1994, representa con mucha probabilidad el acto conclusivo de una era de la vida política nacional. Provocando un poco podríamos decir que finalmente en Italia el Siglo XX ha llegado a su fin, en retardo con el resto de Europa y quizás del mundo. El hombre que en el mundo empresarial supo innovar en el sector de los medios de comunicación, rompiendo con el monopolio de la televisión pública que desde la posguerra había caracterizado el país y que en el deporte había convertido el A.C. Milán como la máxima expresión del fútbol moderno capaz de conciliar espectáculo y resultados, en política presentó un balance más contradictorio. 

Entre 1992 y 1993, cuando los partidos tradicionales colapsaron ante los golpes de las investigaciones judiciales sobre la corrupción del Tribunal de Milán, Berlusconi fue el primero en entender la necesidad de renovar el sistema político que por cuatro décadas había sido caracterizado por gobiernos débiles y por la exclusión de la derecha (en particular los nostálgicos del fascismo) del juego de las alianzas parlamentarias. Dotado de un liderazgo carismático, Berlusconi fue capaz de polarizar la vida política por veinte años alrededor de su persona. Una gran esperanza para quien veía en él un héroe moderno, un self made man que por fin llegaba a demostrar que los políticos de profesión no servían para nada. Un peligro para los millones de italianos que lo consideraban el máximo representante de una idea de sociedad degradada, cuya evidencia se encontraba en los contenidos vulgares de la televisión comercial, en las políticas públicas donde el estado venía puesto al servicio de sus negocios personales, en las relaciones peligrosas con la parte más corrupta de la vieja clase dirigente (como el socialista Bettino Craxi, su gran protector en los años Ochenta) y con el crimen organizado siciliano. Berlusconi: Cavaliere (Caballero) para sus admiradores y Caimán – retomando el título de una película de Nanni Moretti de 2006 – para sus detractores.  Una tal fuerza de atracción que se tradujo año tras años en la publicación de un sin fin de libros – quien escribe estas líneas puede decir con una pizca de falsa modestia de haber escrito uno de ellos – documentales y películas a lo que se suman canciones (tanto de fans como de burla) y una gran cantidad de imitaciones por parte de comediantes, entre las cuales destacan por genialidad las de Maurizio Crozza.

La parábola política de Berlusconi empezó en 1994, con la decisión de fundar Forza Italia, un partido político que en sus documentos oficiales se inspira vagamente a la revolución neoliberal que Reagan y Thatcher habían implementado en el mundo anglosajón en la década anterior, pero que para presentarse a los electores usaba como nombre una expresión de los aficionados de la selección nacional de fútbol. La misma presentación de su partido fue ilustrativa del modus operandi que el empresario norteño tendría a lo largo de toda su trayectoria: el anuncio fue dado con un video mensaje grabado y transmitido en prime time en los canales televisivos nacionales el 26 de enero de 1994. En dicho discurso, Berlusconi anunció su “ingreso en la cancha” (cit.) de la política. Una parte de los electores se acercó a su partido en virtud de su prestigio como editor. Otros por la admiración por sus logros en el fútbol. Pero otro y talvez más importante factor del éxito berlusconiano fue su marcado pronunciamiento anticomunista. Desde el principio de su aventura política, la máxima prioridad en el discurso de Berlusconi fue evitar el triunfo electoral y el gobierno de las izquierdas. Y poco importaba que la izquierda italiana había emprendido desde los años Setenta un camino (por supuesto complejo y con sus ambigüedades) por deslindarse del comunismo de la URSS. La ecuación berlusconiana era sencilla de entender. Quien estaba con él podía gozar de etiquetas como liberal y democrático. Del otro lado había comunistas, autoritarios, justicialistas. Una lectura que no permitía tonos intermedios o áreas grises: una renovada lucha entre el bien y el mal. Un discurso funcional a una transformación bipolar del sistema de partidos que al principio fue vista con entusiasmo por la ciudadanía, convencida que de esta manera hubiera sido ella a determinar por medio de su voto quién gobernaría el país y no los partidos con sus acuerdos después del día de las elecciones. La esperanza y el deseo de una política más simple de entender, que se alejara del lenguaje barroco y en muchas ocasiones incomprensible de los líderes políticos de la posguerra, se tradujo desde 1994 en un apoyo constante por parte de la opinión pública italiana a Berlusconi y a su proyecto. 

En 1994 Berlusconi se presentó como una figura innovadora, lo que hoy llamaríamos una fuerte carga disruptiva. Sin embargo, tal carga se sustentaba en un elemento muy tradicional: la persistencia de un marcado sentimiento anticomunista en una cuota mayoritaria de los italianos. Un hallazgo que el líder pudo detectar gracias al uso sistemático de sondeos, encuestas y focus groups para tomar el pulso de la opinión pública italiana. Sería mentira decir que Berlusconi fue el primer líder italiano a hacer uso de las encuestas como instrumento para diseñar su estrategia política y de comunicación (hay evidencias que lo desmintieron) pero lo que es evidente es que con él estos instrumentos se convirtieron en una presencia constante en el debate político, con una aceleración espectacular en comparación con los años anteriores. 

Berlusconi supo entonces refrescar el sentimiento comunista, presentándose como innovación en nuevo esquema de tipo bipolar. Su apuesta en un primer momento fue vista con escepticismo, pero a lo largo de los años se reveló acertada. Todavía hoy, al convivir con personas en las charlas cotidianas, se escucha la voz de quien dice “al pobre Berlusconi los comunistas le hicieron de todo”. Lo que es revelador de cómo el líder de FI logró entender cómo piensan los italianos y manteniéndose por tiempo en sus mentes con estos mensajes. Los demás, tanto aliados como adversarios, creyeron que ya los tiempos eran maduros para dejar atrás la dicotomía comunismo-anticomunismo. Berlusconi fue el más lúcido en entender que así no estaban las cosas y que este bagaje ideológico contaba todavía mucho en orientar el voto de los italianos. 

La capacidad de movilización que el “miedo a los rojos” tuvo en la mente de los italianos permitió una larga vida política a Berlusconi. Cuando en diciembre de 1994 el líder de FI fue desbancado del gobierno por la ruptura de la Liga Norte, los italianos que en marzo habían votado por el centro-derecha vieron en aquella maniobra la demostración que el peligro rojo era real y eso permitió cerrar las filas al interior de un partido y de un electorado generado a las prisas en los primeros meses del 1994. Desde ahí empieza la primera etapa de la era Berlusconi, caracterizada por una larga travesía en el desierto entre la pérdida y la recuperación de la mayoría parlamentaria. Durante este periodo, Berlusconi logró ganar todas las batallas contra los líderes emergentes como Mario Segni, Gianfranco Fini y Umberto Bossi que le contendrían la guía de la alianza de centro-derecha. A partir de 2001 empieza la segunda etapa de la era Berlusconi, durante la cual el líder de FI fue el jefe indiscutible de su coalición y también protagonista central de la vida nacional, siendo Presidente del Consejo de Ministros en dos ocasiones entre 2001 y 2006 y entre 2008 y 2011. 

El momento más alto del berlusconismo mostró también las premisas de su declino en los años sucesivos: el argumento anticomunista empezó a perder paladinamente capacidad de atracción. Y eso no tanto por qué los italianos hubieran madurado una nueva y distinta conciencia social, no se trata de eso. El problema fue que ante las promesas incumplidas, el agravarse de la crisis económica, los escándalos y el proliferar de figuras impresentables con conductas indefendibles (incluyendo también las frecuentaciones del mismo Berlusconi con menores y prostitutas) el argumento anticomunista se convertía poco a poco en una hoja de higo, insuficiente para justificar a una entera clase dirigente

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El aparecer de los movimientos antipolíticos a finales de la década pasada, que desde 2009 se aglutinaron en el Movimiento 5 Estrellas, dieron a los italianos una nueva oportunidad: deslindarse de los partidos del centro-derecha sin tener que otorgar el voto a aquel centro-izquierda que en sus mentes representaba todavía el comunismo. Los electores pudieron encontrar una opción alternativa que los liberara de esta especie de relación tóxica con el centroderecha de Berlusconi. Fue así que a partir de 2011 la figura de Berlusconi empezó a declinar en presencia de una sociedad que en diez años ha transitado por importantes cambios: en las comunicaciones las televisoras tradicionales fueron retadas por las redes sociales en cuanto a tráfico de información y a número de usuarios. Las generaciones nacidas desde la segunda mitad de los años noventa empezaron a buscar nuevos referentes políticos. La sentencia judicial que implicó la decadencia de Berlusconi del cargo de senador en 2014 fue la antesala de un declive acelerado. El hombre que por veinte años había sido amado por unos y odiado por otros, terminaba su vida y su trayectoria dando una imagen triste, melancólica, rodeado de una nueva camada de políticos que aparecían más interesados a repartirse el botín de sus votos que en dar continuidad a una (más supuesta que real) herencia política neoliberal. 

Desde 2016 Berlusconi ha sido una figura marginal de la vida política nacional. En un último intento de recuperar una posición de centralidad, en enero de 2022, los partidos de centro-derecha lo postularon al cargo de Presidente de la República, salvo renunciar pocos días después. Fue interesante ver como Salvini y Meloni intentaron convertir un hombre en pasado capaz de desatar amores viscerales y rencores profundos en una especie de padre noble y moderado de la coalición y de todo el país. No pudo funcionar porque, a final de cuentas, Berlusconi fue la última extensión del conflicto ideológico del Siglo XX. Si bien debilitado, su presencia en la escena política mantenía vivo todo un vocabulario y una forma de pensar que era continuación directa de la confrontación de dos visiones ideológicas incompatibles entre ellas. 

Ahora ¿qué sigue? A juicio de quien escribe, el país después de Berlusconi está frente a una disyuntiva: de un lado seguir prisionera de los viejos vocablos, pronunciados por líderes que, parafraseando Giorgio Gaber, terminan por ser “jóvenes por fuera y viejos por dentro”; del aprovechar la oportunidad para interrogarse en serio sobre su pasado reciente y proyectar así una visión de futuro, que de esperanza a un país que necesita esta misma esperanza como el aire. 

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