Cuando la realidad nos golpea de frente.

Conocí a Luis no hace mucho tiempo, en una fiesta a mediados de diciembre del año pasado. Una amiga me lo presentó como su novio y de inmediato hubo química, un agrado mutuo que desencadenó una conversación fluida, sin silencios incómodos ni escollos.  

El sujeto me causó muy buena impresión: un hombre dedicado a su trabajo, moderado, amable y servicial; además mi amiga se veía y sentía feliz a su lado, y su buen criterio no me dejó duda de que Luis era un buen tipo. Y así, él se instaló en mi memoria, con su sonrisa fácil, paralela a la de su pareja, sus anteojos de marco estrecho, la barba de candado y el montón de anécdotas y risas que compartimos en aquella ocasión.

La amistad suele ser caprichosa, por lo menos en mi caso, que tiendo a frecuentar de manera intermitente a las personas. Puedo ver a un buen amigo dos o tres veces por año, pero sigue siendo mi amigo: Borges decía que la amistad no necesita frecuencia.

Las pocas veces que vi a mi amiga o me comuniqué con ella,  le preguntaba por su novio y enviaba saludos. Les vi juntos en mayo, en un evento que organicé. Me dio un gusto tremendo que se hayan tomado el tiempo de ir. No obstante, compartí pocos minutos con ellos, algo que hoy me pesa.

La semana pasada asesinaron a Luis. Le dispararon en un asalto. No me interesa juzgar o suponer nada: es fácil sacar conclusiones desde mi comodidad, imaginar que si hubiese hecho tal o cual cosa, todo podría haber tomado un rumbo diferente, pero no es así. El hecho es brutal: lo mataron y nada va a remediar eso. Este crimen, como cualquier otro, no debe quedar impune, y que a medida de lo posible, la justicia debe prevalecer.

Desde hace años el tema de la violencia en nuestro país me agobia. Todos los días hay una enorme cantidad de personas que mueren asesinadas. Las causas son diversas, pero hay quienes justifican parte de esto al pensar que la mayoría de víctimas estaban involucradas con criminales: tal vez esto les tranquiliza. Si se mantienen al margen, no hay nada que temer. Yo no pienso igual. Sin duda alguna muchos muertos eran gente inocente: ¿cuántos Luises hay entre los más de cien mil asesinatos en este sexenio que recién terminó? ¿Cuántas novias perdieron a sus novios? ¿Cuántos padres a sus hijas y cuántos hijos a sus padres?

La barbarie nos ha sobrepasado. Se contabilizan cadáveres como si fuesen objetos, pero es conveniente detenernos a pensar un poco en que cada uno de ellos tenía un nombre, una historia de vida; mujeres y hombres, gran parte jóvenes, que se toparon con una realidad despiadada. Tuvieron la mala fortuna de estar en el lugar menos oportuno y en un momento crítico: el México de hoy.

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