Alejandro Solalinde: confesiones de un sacerdote rebelde

Texto: César Alan Ruiz Galicia / Fotos: Annick Donkers

 

Entro a una habitación bien iluminada en la colonia Condesa. El Padre Alejandro Solalinde me recibe con una sonrisa afable, como siempre. Está acompañado de la periodista Karla María Gutierrez, quien trabajó con él, codo a codo, para redactar el libro “Revelaciones de un misionero: mi vida itinerante”, publicado por HarperCollins México. Ella me adelanta que este documento sintetiza el legado de Solalinde: “la intención era tener un retrato íntimo y honesto de la vida de una de las personas más polémicas, críticas y libres de México”, puntualiza. Mientras tanto, Solalinde rebusca en la silla una posición adecuada para escuchar, de viva voz, quién dicen que es.

La periodista Karla María Gutierrez | Foto: Annick Donkers

Karla María ensaya un bosquejo del Padre, primorosamente, con su voz de locutora ideal: “A mí como periodista me llamó la atención que había un sacerdote rebelde, que no hacía las cosas de manera institucional; al que se podía encontrar en las vías del tren o encarcelado al lado de migrantes. Luego supe que casi lo linchan afuera del albergue que fundó, y me pregunté: ¿Qué moverá a este hombre a seguir adelante, a pesar de las críticas, de las amenazas, de vivir con tanta presión? Traté de responder a esa cuestión trabajando en más de ciento cincuenta horas de grabación con el Padre, además de cien horas de entrevistas con personas que lo conocen: compañeros, amigos, familiares, etcétera. Al final, lo que encuentro es a un ser humano con una profunda fe, con mucha paz, feliz, consciente. Y es que él obedece siempre a su consciencia”, remata Karla María. “De esos quedan muy pocos”, le respondo. Solalinde asiente con cortesía, mientras yo paladeo la oportunidad de entrevistarlo y afilo mis preguntas para escudriñar el sentido del infierno en la tierra, que es el único tema que realmente me importa a últimas fechas.

Dice Ortega y Gasset que somos la suma de lo que hemos querido ser. ¿Qué ha querido ser Alejandro Solalinde?

He querido ser un buen misionero e instrumento del amor de Dios: un reflejo de su vida en un México tan confundido, en un mundo en el que tanta gente ha perdido la fe. Mi objetivo siempre ha sido que la gente se reencuentren con el Dios de la vida, con el Dios de la fe, que es lindísimo.

Ahora bien, yo le costé mucho trabajo a Dios, le hice sudar. Pregúntale. Mi proceso parte de un llamado misterioso, increíble, conmovedor, a un chavito de barrio. De pronto él se fija en mí. ¿Quién iba a decirlo? Siendo que yo era tan insignificante, en mi barrio de Santa Julia, en la colonia Anáhuac. Pero él ahí me llamó.

Después me puso medios muy importantes para formarme, para abrirme los ojos, para amar a la Iglesia, a Dios, así como a mis hermanos y hermanas. Me fue preparando y me hizo agente de cambio. Me fue poniendo en experiencias de la vida humana contrastantes: me colocó entre ricos y entre pobres, con gente de izquierda y de derecha, de una religión y de otra, con indígenas, con migrantes, y en realidades tan extremas como la Pastoral Penitenciaria. También fue muy importante escuchar en confesión a la gente: ahí conocí al ser humano como es, al desnudo, sin máscaras, de cara a Dios. Ahí lo conocí, y lo amé más. También me formaron los estudios, el ambiente universitario. Pero ya lo definitivo fue la experiencia con los migrantes: eso acabó de forjarme y me consolidó como misionero. Ahí se rompió todo, incluso el miedo a morir. Es una realidad tan extrema que no puedes hacer otra cosa.

Foto: Annick Donkers

¿Cómo concibe el mal después de lo que ha vivido y enfrentado?

Los que la sociedad etiqueta como los más malos pueden hacer cosas buenas, y los que nos consideramos buenos, podemos hasta matar
Quizá voy a escandalizar a muchas personas, pero yo no creo en el diablo, aunque creo en el mal e incluso en el mal extremo. Indiscutiblemente existe esa fuerza, pero no es una persona. Ahora bien, si el diablo existiera, ¡sería un pobre diablo al lado de Dios, que es todo fuerza y amor!

Me doy cuenta del mal y de la maldad, y trato de luchar contra ella, pero no contra los malos, porque los que decimos que son malos tienen también, como todos, un lado bueno y uno malo: como dice el evangelio, somos trigo y cizaña. Los que la sociedad etiqueta como los más malos pueden hacer cosas buenas, y los que nos consideramos buenos, podemos hasta matar. Por eso yo creo que en realidad el anticristo y el anti-reino hay que representarlo de otra manera: yo le pongo el nombre de el sistema neoliberal capitalista.

 

Para combatir ese sistema neoliberal capitalista: ¿Puede existir una alianza entre los valores cristianos y los valores democráticos laicos?

Para mí ambos parten de un mismo fundamento: el ser humano es lo central y es el beneficiario de toda acción humana o divina. Por otro lado, la política para mí es un espacio en donde podemos discutir lo que hay que hacer para el bien común. Por eso es compatible con la fe, que a su vez  tiene que iluminar todos los espacios de la vida: la política, la economía, la sociedad, el arte, la cultura, el deporte. La fe no es un traje que te puedes quitar para hacer política o para decidir sobre la economía: hay que ser uno en todo.

 

¿Cómo equilibra las virtudes teologales con las demandas de la vida pública?

Es que tengo dos grandes amigos que me acompañan siempre y que me apoyan mucho: Jesús de Nazaret, un joven como tú; y el Espíritu Santo, que yo no represento como una paloma, sino como un joven indómito, guerrero, creativo y libre.

Por eso cuando me siento agobiado y amenazado respondo con la lectura de la fe. Por ejemplo: quienes han querido matarme, quienes me han golpeado, quienes me han metido en la cárcel dos veces, quienes han querido quemarme a mí y quemar el albergue, que me han hecho vivir un verdadero martirio…¿Son personas malas? Mi respuesta es que no. En realidad son personas que nunca tuvieron las oportunidades que yo he tenido para conocer a Dios, para recibir a una familia que me diera amor y que me enseñara a dar amor a los demás y a aceptarlos como son. Y es que ellos no se van a quedar así: van a mejorar en algún momento. Y si no, le toca juzgarlo a Dios, no a mí.

Foto: Annick Donkers

¿Cómo describiría la vida de Alejandro Solalinde?

Una vida libre. Yo soy muy libre, como no te imaginas. Yo no necesito nada especial para vivir. No tengo ambiciones ni obsesiones. Puedo comer lo que sea. Me adapto a todo: puedo dormir en el suelo o en cualquier lugar. Te pongo un ejemplo: una vez, llegando a la misión, había llovido mucho y mi ropa estaba empapada. Entré a la iglesia para refugiarme, pero no había con qué cambiarme y hacía mucho frío. Y yo dije, pues con permiso del santito, le vamos pedir su mantito y su capita para taparnos. Y al día siguiente le dije: “gracias porque me lo prestaste, ahí está, te lo regreso”. Y no se enojó ni pasó nada.

El punto es que yo no ambiciono nada. Tengo todo lo que ocupo. Si existe más…¡Qué bueno! Es como si voy a un buffet en donde hay mucha comida: yo tomo lo que necesito. Lo demás está bien que exista, pero no es para mí.

 

El libro alude a las “revelaciones de un misionero”: ¿es porque aborda experiencias que se había reservado y que hasta ahora se permite expresar o la expresión tiene un sentido religioso?

Son revelaciones porque hay cosas que me habían pasado y no había dicho: son como un chisme. Ahora bien, me han ocurrido cosas asombrosas que nunca había publicado, y en este texto las relato para que la gente sepa que los milagros existen. Cuando la gente lea el apartado de las cosas extraordinarias, sobrenaturales, que me han ocurrido, pueden irse por creer: “el padre es santo”. Me anticipo a eso y les respondo: “no te quedes en la persona: ¡Ve a la acción de Dios!”.

Por ejemplo, en el libro hablo de una experiencia en la Eucaristía, cuando no supe interpretar un conjunto de símbolos -entre ellos un ojo místico- y que entendí hasta dos años después, en las Islas Canarias, estando en una capilla muy antigua en la que casi no había fieles. Ahí sólo había una feligresa y las personas de Amnistía Internacional que me acompañaban, que se decían agnósticas. Entonces yo me interné en la casa de Dios con tristeza, viendo esa desolación. El arte de la estructura era muy bonito, pero me preguntaba: ¿Dónde está Dios? Me enfilé entonces al Sagrario, con hambre y con sed incontenibles de platicar con Él. Me hinqué, le conté todo, le compartí mi sentir a Él. Y me vino a la mente todo lo que había vivido hasta entonces, y Jesús me explicó el significado de aquellos signos que había visto en la Eucaristía. Así comprendí que el ojo representaba mi manera de ver, mi punto de vista, la visión como síntesis de todo lo que viví, de mi educación, de mis experiencias y de mis saberes acumulados. Entonces me dije: “ya entendí: lo más valioso que yo puedo aportar a la gente es mi visión, que puede enriquecerlas y despertarles la fe, las ganas de ser rebeldes, de luchar para que las cosas cambien y no someterse a la fatalidad, sino decir: el mundo puede transformarse”.

 

¿En qué terminos evalúa la relación entre la iglesia y la sociedad mexicana en la actualidad?

A mí como seminarista me inculcaron la idea de que no hay que ver al mundo dentro de la Iglesia, sino que hay que ser Iglesia para el mundo. Desde estudiante traté siempre de ser congruente con ese mandato. Por ejemplo, yo usaba la sotana de los seminarista, que es negra con una banda azul. Un día pregunté la razón de esos colores y el para qué de esa indumentaria. Mi superior me respondió: “es la distinción entre las personas del clero respecto al resto del pueblo: no es lo mismo ser seminarista que ser de la laicada”. A mi eso me impresionó, y por tanto, no me volví a poner esa sotana. Cuando me decía que la tenía que usar, le respondía: “no, porque va contra mi consciencia, porque yo quiero ser pueblo y estar con la gente”.

A mí me tocó además el cambio en la Iglesia entre 1965 y el 1975, cuando 50 mil sacerdotes dejaron el ministerio. Era un momento de mucha confusión. Yo siempre he querido saber más, y no para convertirme en un erudito, sino para ser más consciente. Por eso desde entonces me puse a investigar y fui a buscar a Sergio Méndez Arceo y a Samuel Ruiz; también a Monseñor Romero en El Salvador, a Pepe Llaguno en la Tarahumara, a Alberto Almeida en Chihuahua y a Manuel Talamás en Ciudad Juárez. Conviví con ellos y me alimentaron mucho. Recuerdo también a Arturo Paoli, que era un santazo, un amigazo de Jesús. Él era un hombre humilde, con una impresionante calidad humana y santidad. Busqué entablar un diálogo además con teólogos de la liberación como Hugo Assmann y Alex Morelli. Toda mi vida he sido un buscador, y todo eso me forjó.  

Foto: Annick Donkers

Para no perder la oportunidad de preguntarle sobre un asunto de coyuntura: ¿Cuál es su posición respecto a la política de tolerancia cero de Trump en contra de los migrantes?

Yo sostengo que el sistema capitalista ha colapsado y que ha colisionado con los migrantes. Hoy vemos al hombre más poderoso de la tierra aplastando a los niños migrantes, que son los seres más vulnerables de la tierra, pero a pesar de eso, quien esta perdiendo es él: migrante mata capitalismo. Cuando sabemos que estos niños fueron forzados a salir de Centroamérica, que llegan a USA y son enjaulados, el primero que tiembla es Trump: esos niños le dan miedo. Son más poderosos que él y lo van a tumbar desde esas jaulas. De hecho, ya lograron que reculara…

No esperemos que a este respecto se enojen Peña y Videgaray, que han sido los incondicionales de esas políticas. Mejor pensemos que hay migrantes para el año que entra, porque siguen destruyéndose las condiciones de vida de millones de personas. Imaginemos que para entonces ya habrá otro gobierno en México, que tendrá que decirle al gobierno de USA: “podemos colaborar en cuestiones de seguridad, pero no tratando a los más débiles, a los migrantes del sur, como el cobarde de Trump los ha tratado”.

Me despido de Alejandro Solalinde. Me impactó el énfasis que pone en cada palabra, el fuego de su convicción. Ha sido una entrevista electrizante. “Este padresito es más pinche radical que los camaradas de mis grupos de lectura marxista”, me reprocho. No hay duda: los que obedecen a su consciencia siempre serán pocos. Me alegra que el periodismo me haya recompensado con la oportunidad de dialogar con uno de ellos.

Foto: Annick Donkers

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