Donde retiembla la tierra y no nos vamos
Nunca se puede estar preparado para la tragedia. Yo nunca había fotografiado las consecuencias de un terremoto –o de alguna situación similar ocasionada por huracanes, erupciones, y esto que puede pasar en nuestro convulso continente–, a pesar de que en la cultura popular, los movimientos de la tierra son parte esencial, una presencia que a quien viene de fuera le puede resultar escalofriante o siniestro. Pero así es en México: desde el gran sismo de 1985 las personas que vivimos en la capital del país asumimos que una parte de nuestra costumbre es sobrevivir a los movimientos telúricos.
En buena parte del país sucede algo parecido, hay bromas, cientos de historias que hablan de cómo la gente ha logrado salir de los escombros y de cómo se ha repuesto y ha vuelto a levantar lo caído. Ya se sabe que Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas son los orígenes más frecuentes para nuestras sacudidas habituales, así que estas regiones y la Ciudad de México guardan una relación que viene desde lo más profundo de la tierra. Una suerte de acomodo tectónico que hermana.
Al día siguiente del primer terremoto (7 de septiembre) me decidí a ir a la zona que se reportaba con mayor índice de afectaciones, la bella ciudad de Juchitán, Oaxaca; el corazón de la zona zapoteca de la costa presentaba mucha destrucción y conforme pasaba el tiempo, otras poblaciones cercanas también se reportaban como destruidas. Una selección de fotografías de esta cobertura la pueden observar aquí, frente a sus ojos.
Nuestro trabajo se vio muy limitado para poder denunciar, mostrar y demostrar que una tragedia
Frente a los míos tuve la dura versión real de las cosas, muchas casas derrumbadas, mucho dolor en las personas que perdieron a seres queridos y su patrimonio, mucha rabia e impotencia al ver que el gobierno estatal y federal robaban las ayudas y las distribuían solamente a ciertas familias, o bien, las etiquetaban con los logotipos de los partidos políticos para hacer desde ya campañas electorales. Ante ustedes hay fotografías de Juchitán, Ixtaltepec, Unión Hidalgo y San Mateo del Mar, poblaciones medianas que al ver llegar a la prensa se acercaban pensando que veníamos a traer comida, ropa o una respuesta de alivio. Desafortunadamente no y nuestro trabajo se vio muy limitado para poder denunciar, mostrar y demostrar que una tragedia estaba ocurriendo.
Pasaron tan sólo unos días para que todo fuera de mal en peor: justo mientras terminaba de editar algunas de las fotografías que tomé en las zonas afectadas de Oaxaca, otro sismo trajo terror y muerte. La tarde del 19 de septiembre de 2017, justo 32 años después de ocurrido lo mismo que en 1985, un movimiento originado en territorio poblano, a tan sólo 160 km de la capital, remató la poca estabilidad que estábamos logrando.
En casa, todos los libreros cayeron, las botellas se rompieron y volaron cristales, mis compañeros de casa no podían sostenerse en pie mientras se apresuraban a salir a una terraza, uno de estos libreros me cayó encima y en estos pocos segundos pensé en que el edificio estaba derrumbándose; todas las paredes tronaban, el piso serpenteaba y por las ventanas columnas de polvo se asomaban. Afortunadamente, todo pasó y no se colapsó el edificio, sin embargo, afuera, en las calles, el horror estaba por descubrirse.
Recuerdo que cuándo tenía 12 o 13 años el fantasma de 1985 estaba todavía fresco en los simulacros, en las historias de gente que había perdido a sus familiares o a sus casas, la ciudad parecía bombardeada aún, y yo siempre quise vivir una situación así para poder hacer algo; no me malinterpreten, no le deseo mal a nadie, lo quiero decir es que sabía desde entonces que un terremoto volvería a pasar y pensaba que de estar en el lugar de los hechos sería de los primeros en ir a levantar piedras y de ser posible usar mis herramientas para contar lo ocurrido.
La vida tiene giros y respuestas duras ante los más oscuros anhelos y en esta ocasión, de manera extraña, en el día de conmemoración de una herida nacional, otra más ocurrió y entonces recordé lo que pensaba en la adolescencia. Durante 4 días y 4 noches tuve la oportunidad de estar en las principales zonas de desastre, logré conseguir casco, guantes, tapabocas, y con mi cámara en la espalda, estuve levantando cubos llenos de piedras, estuve en las largas filas de voluntarias y voluntarios, estuve al lado de mis amistades más cercanas, levantando el puño para pedir silencio y aplaudiendo cuando una vida era localizada. Tal vez no pude registrar todo lo que observé, la razón es simple: mi prioridad fue sumar un poco de ayuda y en segundo lugar captar momentos para poder mostrarlos en espacios como este o en publicaciones diversas.
Las fotografías que tienen frente a ustedes son el resultado de dos tragedias y son al mismo tiempo una muestra parcial, una pequeña mirada a lo ocurrido. Espero que en el gesto de las personas que aparecen, en el detalle de los cascos y los escombros, del día y la noche, pueda transmitirles estas inmensas ganas de vivir y de salir adelante al lado de mi gente. Como dice el escritor mexicano Juan Villoro en su reciente poema «Puño en alto»:
Eres del lugar donde recoges la basura.
Donde dos rayos caen en el mismo sitio.
Porque viste el primero, esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre y la gente se junta.