Las vacilaciones de la muerte: poemas de Christina Rivera Garza
Narradora, poeta, e historiadora Christina Rivera Garza (Tamaulipas, México, 1964) es una de las escritoras más destacadas de la literatura mexicana contemporánea. Autora de la novela ‘Nadie me verá llorar’, la cual ha recibido prestigiosos premios como el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero. Su obra narrativa también ha merecido el Premio Juan Rulfo 1994. Sus investigaciones de corte histórico han profundizado en las definiciones populares de la locura y la historia de la psiquiatría en México a inicios del siglo XX, su libro ‘La Castañeda’ es una de las obras fundamentales para conocer la historia de este manicomio. Su obra poética mantiene un diálogo muy cercano con las obsesiones de la autora: la muerte, la locura, el sueño y la razón. A continuación presentamos un breve selección de su trabajo poético.
[testigo ocular]
Yo las vi
Las manecillas persiguiéndose una a la otra
dardos, hormigas punzando bajo las manos
una, dos, tres, cuatro, cinco, ocho vueltas
dentro de la boa circular de la mirada. El latir
de los dientes. La eternidad.
Eran las ocho de la mañana cuando la hoja de metal
rasgó la pantalla del cerebro
y casi las cuatro de la tarde cuando la aguja cosió
los jirones del miedo.
Nunca habías estado tan lejos de mí.
¿Dónde estabas cuando no estabas en ningún lado?
¿Cómo es el mundo detrás del telón de los párpados
sellados?
¿Sabía a algo la carne de la lengua?
No te vi partir. No quise.
Dijeron que yacías sobre la camilla como una hoja
recién cortada
una soga sin nudos
la fruta madura que se desparrama sobre la selva.
Fue entonces que te convertiste en un cuerpo y nada
más que un cuerpo:
dos brazos, dos piernas, una cabeza, venas.
De pronto ya no fuiste mi madre ni la madre de otra
hija muerta
lejana, perdida dentro de la noche de ti misma eras
el mecanismo descompuesto
el objeto quebradizo que se envuelve en lienzos
de papel de china
y se guarda en la caja de las palabras, la esquina
de la respiración.
Dijeron que ya no estabas ahí cuando tuzaron
el cabello
y colocaron las sábanas sobre el torso, las piernas,
los dedos.
Dijeron que no sentiste nada.
Que dentro de la anestesia no se siente nada.
Es como la niebla, dijeron. Una cortina.
Y yo la vi
mis ojos escudriñaron la blancura de su tela.
Dieron dos pasos adentro.
Temblaron.
Parecía de seda pero era de cal y sudor y adrenalina
una mortaja de autismo
una torre de marfil erguida dentro de las venas
el pasillo rectangular del sótano a donde no llega
el humo de la cabeza.
Pensé en una vida sin ti y mis ojos la vieron:
un mendigo en el centro de la ciudad en llamas
el paisaje inmóvil después de todas las batallas
un desierto sin voz y sin acacias.
Hilda, dije, no te vayas.
A cada minuto tu nombre dentro de mis labios
como un talismán de menta
el martillo que rebota una y otra vez sobre la superficie
de un reloj de arena.
No me dejes. No te atrevas.
Ocho horas con tu nombre a cuestas.
Hubo sangre, dijeron al final, una hemorragia.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco litros derramados sobre
la tierra.
Después, la irrevocabilidad de los reportes en forma
de telegrama:
Estamos tratando de salvar su vida. Con el favor de dios.
Las próximas 72 horas.
Y vi las horas y tomé sus manos y me recosté
en la cuna mullida de su regazo
tan quieta como tú, tan maltratada como tú, tan llena
de moretones como tú.
Esperaba cualquier cosa con mis ojos suspendidos
sobre las manecillas del reloj.
Eran las 3:40 del tercer día cuando tus ojos se abrieron
sobre los míos.
¿Qué hora es?, preguntaste.
Es la hora de respirar, ésta.
Conjurar
Había algo de humano en todo aquello.
Alguien caminaba o se arrastraba entre la maleza y se detenía, de cuando en cuando, para tomar aire.
Con el tiempo se sabría que la persona que caminaba o se arrastraba era un hombre.
Es del todo posible que la primera imagen haya sido el sueño de un pájaro.
La maleza es una acumulación despavorida de plantas carnívoras y de espinas y de violentas humedades celestes y de frondas.
Los pintores recomiendan el uso de los cadmios y el siena natural para los verdes más intensos, y las combinaciones de cobalto con cadmio oscuro, siena tostado o naranja cálido para conseguir otras tonalidades de verde.
Despertar es como ver entre la maleza un claro donde yace una mujer con los ojos cerrados.
En el poema “La bella durmiente”, José Carlos Becerra escribe: “Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra creación, como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos para llegar hasta esta mirada hermosa y vacilante de ahora”.
En el centro de todo está, desde luego, el asesinato.
La muerte no es nunca una vacilación.
Vi por primera vez las cuatro pinturas de la serie Briar Rose de Sir Edward Burne-Jones en un pequeño museo del Caribe, un día de mucho sol.
¿Cuántos sueños caben en un sueño de cien años?
Los niños, se entiende, suelen ser asesinados por los adultos.
“Juntos los dos, a punto de tomar el misterio, a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus extensiones, a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos, a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo encantado, a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo, a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo, a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado… a punto solamente, a punto de algo”.
Y cuando miras hacia atrás y ves sus cuerpos destrozados, cuidadosa, quirúrgicamente desmembrados, ¿sientes algo?
La mano de un niño, trémula.
La Caja Verde de Duchamp representa todavía un enigma para mí.
Despertar constituye uno de los momentos más difíciles del día.
La culpa es, a veces, una emoción.
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Para conseguir un verde muy brillante, los pintores sugieren utilizar el viridian.
Las pinturas de gran formato nos hacen creer a momentos que podemos introducirnos en ellas sin dificultad alguna.
En el bosque de Briar, frente a los cinco soldados dormidos, pensé: “En mi voluntad arde un pájaro oscuro, las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos desconocidos, han tomado el aire verduzco de las estatuas”.
Briar Rose es la versión de La Bella Durmiente escrita por los Hermanos Grimm.
Siempre hay algo mórbido en el acto de soñar.
¿Sabe el niño que va a desfallecer bajo el finísimo filo de una espada furiosa?
No sé qué es lo que sabe la niña.
Se exagera cuando se describe un patio doméstico como “una maleza”.
Pero, repito, cuando miras hacia atrás y te es posible ver sus rostros todavía ardientes y sus menudos cuerpos diseminados con geométrico rigor sobre la tierra húmeda y verde, ¿sientes algo?
Al pronunciar las palabras maleza y maleficio el hablante puede tener la impresión de estar diciendo lo mismo.
Sentir es un verde demasiado amplio.
En el Jardín de la Corte, frente a las seis mujeres dormidas sobre antebrazos y mesas, lánguidas todas ellas, pacíficas, pensé: “tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida que no acertamos a conocer”.
Pocas cosas son más terribles que ser testigo de la muerte de los niños.
Palpar. Pálpito. Púlpito. Pupilo.
Y en la Cámara del Consejo, ahí, frente al rey de hombros inclinados, avanzando entre espinas y telas inmóviles, dije: Yo tampoco sé ya quiénes somos, José Carlos.
La única cosa más terrible que ser testigo de la muerte de los niños es caminar muy lentamente por entre sus huesos livianos.
Con frecuencia mirar al cielo no tiene caso.
Es del todo posible que la imagen de un hombre y una mujer que caminan a paso lento sobre una súbita acumulación de huesos livianos sea también la alucinación de un pájaro.
¿Sientes algo?
Y cuando llega el sueño, antes de cerrar los ojos pero justo cuando la voluntad cede.
Suele haber, en los sueños de cien años, algo humano y maléfico, algo de un verde con mucho cobalto, algo de un rojo todavía roto y espeso.
Despejar
No es extraño que la libertad sea a veces una gran pared blanca.
El blanco, como se sabe, no es la ausencia de color.
A través del disco de Newton, un viejo ejercicio escolar, los niños aprenden que el blanco resulta de la rápida combinación de todos los colores.
The woman brought two glasses of beer and two felt pads. She put the felt pads and the beer glass on the table and looked at the man and the girl. The girl was looking off at the line of hills. They were white in the sun and the country was brown and dry.
‘They look like white elephants,’ she said.
‘I’ve never seen one,’ the man drank his beer.
‘No, you wouldn’t have.’
Todo eso en un famoso texto del escritor norteamericano Ernest Hemingway.
La aparente calidad de vacío del color blanco invita, por sí mismo, a soñar.
Las almohadas adoptan poco a poco la forma de una cabeza apocalíptica.
La niebla, a veces. La nube, que cae. El velo.
Es cierto que en el sueño todo ocurre por primera vez.
Alrededor del iris un paisaje invernal y, dentro del paisaje, un animal antediluviano y, sobre el paisaje, un falcón de plumas blanquísimas.
Prefiero, entre muchas, la palabra súbita.
La leve sonrisa en los labios es un signo de placer muy íntimo.
En el 2002, alguien publicó el artículo: From Yellow to Red to Black: Tantric Reading of “Blanco” by Octavio Paz’, en el Bulletin of Latin American Research, 21:4, 527-44.
La discreción suele ser una virtud.
En lo personal, me tienen sin cuidado las virtudes.
Frente al gran muro vacío, el cual es de color blanco, resulta fácil preguntarse: ¿Es cierto que si corro el velo desaparece el rostro? ¿Es esta la tela del invierno más largo? ¿Cómo cae sobre tu espalda la mano del amanecer?
El futuro es un trazo.
El futuro me mira con sus ojos alucinados.
El futuro sabe escuchar jazz.
De repente, de la nada, la palabra cañaveral.
“Blanco” es uno de los títulos de Trois Couleurs, la triología de Krzyzstof Kieslowski, de la cual prefiero en realidad “Azul”.
En el momento del despertar, el mundo es justo como esa gran pared despejada.
Empequeñecida por el tamaño del muro, pronuncio en voz baja las palabras: la vida empieza aquí.
Nunca he entendido lo que es un adverbio de lugar.
Tengo la impresión de que el disco de Newton es un breve estado de gracia.
Todos los colores están, en efecto, aquí.