Las visiones desde el cráneo verde: poemas de Juan Bañuelos
Juan Bañuelos fue un poeta que determinó la historia de la literatura mexicana de los años sesentas y setentas por su participación en el famoso grupo denominado “La espiga amotinada”. Dicho grupo, compuesto por cinco jóvenes poetas (Jaime Labastina, Jaime Augusto Shelley, Óscar Oliva, Eraclio Zepeda y el mismo Bañuelos), promovieron lo que hasta entonces la poesía de su época no había querido explorar: la ira. Una ira colmada en la lucha política y los intereses sociales. De tal manera, la poesía de los “espigos” fue combativa al mismo tiempo que se preocupó por sus circunstancias estéticas. Así, la poesía de Bañuelos se convirtió en un referente de la literatura por su visión para abordar las emociones más profundas del ser humano desde una perspectiva profética y misteriosa. Tras el fallecimiento del escritor, este pasado este jueves 30 de marzo a la edad de 84 años, recopilamos una brevísima selección de sus poemas para recordar su destaca obra poética.
Visión desde un cráneo verde
*
Cuando somos un instrumento peligroso
no parpadea la locura.
O amanecer en la fruta del día
y en la boca del diablo
es grave, porque esa fruta
se nombra soledad y sabe a pez despacio.
Una vez y otra vez somos fecha de alguien
que nos mancha de tiempo como una calendario.
Nos usan las palabras, nos usan los vestidos,
el triste rato de pensarnos;
nos ladra el mastín corpulento del miedo,
nos arrastran los mares cuando mueven sus brazos.
Somos la brasa, el amante que flota
lascivamente ahogado.
Algo muere en nosotros
cuando se apagan los astros.
Y es que a través del humo,
del cuervo espejo diario,
nos damos cuenta, al fin, por un largo cabello,
de que somos humanos.
Al pasar por la vida
¿qué sentirá aquel árbol desgajado?
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*
Sala de espera
Cada verdad, cada palabra,
la mala y la buena muerte,
el cencerro de todo lo que existe,
la hazaña que ahora ruge en forma tumultuosa
en la víspera de un mar varonil,
son aspectos de un reino de rosas elementales
o el rostro de una planta en donde el sol no brilla.
Y es que después de pájaros y helechos,
el convento de la boca avasalla
la palabra, y son huéspedes
la sombra y la locura
y alguien que ha cerrado la puerta.
En la sala llena de sillas estaban sentados
mi mano y su cigarro,
mis ojos y los montes matinales,
mis huesos fatuos como estrellas.
Toda la noche floté como el corcho
de una botella golpeada por ahogados,
tañí un árbol de crines transparente,
saludé repitiendo los mismos harapos
y fui de sangre en sangre entre los que caían
en Vietnam y en la Dominicana.
En la sala sonaba un órgano de esponjas.
*
Detrás del ojo amanecían los hombres.
Fue el año en que el relámpago
era el diente rampante de la noche,
la hora en que la flor nació imperfecta
en las manos de los amos.
¿Es éste un barco, o alguna terminal de trenes?
Toda la sala estaba llena de manos amputadas
como un astillero entre la niebla
(alguien dijo que en la otra pieza jugaban a los dados).
*
Por lo tanto, los pétalos de yeso
caen ahora en la cuaresma y en la erosión que embiste
las costas, el otoño y todas esas cartas comerciales
y la antena y los cables.
*
Detrás del ojo amanecían los hombres.
*
(Sonó una esquila bajo la manga de un paciente,
y aquella sala fue un Viernes Santo anestesiado.)
*
Festín de las imágenes de alcohol
*
Cae en cámara lenta la sed de mi garganta.
Murmurios de cimbras recorren la ciudad
mientras gotea la noche y el ulular de una ambulancia
mueve las hojas de los árboles.
Cantizal de sollozos, cebollas de mercurio,
todo es lenta penumbra como una llave que se cierra.
Paseantes al amanecer me rodearon
las noticias inciertas, mi barrio y la ciudad donde vivo.
El día escombra sus rincones,
busco mi corazón debajo de un zapato,
llamo a la dueña de la fonda
y le pido que traiga una vasija de agua
para lavar el tiempo.
De niño me jalaron de los pies los muertos
(era un rábano largo de temores),
ahora participo en otra broma o en el abandono,
o simplemente apoyo mi brazo en la frente del suicida.
Esto es un juego que nunca aprenderemos,
sólo el lazo de cazadores en un bosque
(entre aquellos pulmones disecados
era el aire una sonora calavera
redonda como el seno de una hora
ceremonial e incorruptible).
Qué jugada:
El festín de las imágenes de alcohol
sobre la tabla dinástica del humo.
A la puerta del bar
se despide de nosotros nuestra sombra,
y pronto, de trago en trago, con mansedumbre caminamos
(ceremoniosas marionetas manipuladas desde el hipo).
Es un quehacer de ciegos en la oscura medusa del desastre,
un árbol de lisonjas puesto en pie como un domingo,
y esa lana de vergüenza que brota entre las cuerdas
de la estriada guitarra.
Mujeres instantáneas, perfumes disecados,
y mi sombra crepita en la espuma del vaso de cerveza:
Lucía es un cristal que tiembla,
Delia tiene la edad del vino
Y Ester lleva su falda quemada por los muslos.
Desciende el hilo sérico del sueño,
con una vara azafrán viene el espectro de mi padre:
…los mineros se ahogan… ¿qué se hizo la fragua…
y aquel cincel, mi favorito? Con una espina de maguey
te hiere el campo, hijo…
Llena, entonces, mi copa la marimba
que es un árbol de música apretada,
sinagoga boreal llena de helechos.
(Los canoeros del río Grijalva me esperaron
en la ribera, y el agua brillaba en la barba del más viejo…
“…responso del olvido, fervor de aquel olvido
en el limo de nuestros labios”.)
Alguien llega y me jala. El cabaret humea.
Colgado de sus hombros
mi sombra me saca del alcohol,
y los dos –dúo mudo en un solo tallo—
jubilosos
recogemos la calle con ternura.