Gerardo Deniz y los canales de desagüe

Atravesé el Canal de Sales (gran río de putrefacción y mierda, atracción turística de los barrios de Ecatepec, ya se imaginan, ahí nacen peces de tres ojos para envidia de Springfield)  a rastras, abrazado como un cobarde: pecho, brazos y piernas pegados a una tubería de un metro de diámetro que servía de puente. Mis primos lo atravesaron de pie.

Para ellos fue un acto de extravagante funambulismo, que hoy en día sería digno de gift. Hazaña o evento común de la adolescencia, yo era el menor de mis primos (9 años), y  Juan –que actualmente es un cholo amante del alcohol y la cocaína— tenía 13 años. Recordar aquello siempre me ha conducido a la siguiente duda existencial ¿qué hubiera pasado de haberme caído? La reflexión es inaudita y poco interesante, pero me imagino cayendo al compás de una rola de Tchaikowsky.

Los canales de mierda fueron los ríos de mi infancia (al mar lo conocí bastante tarde). Muchos habitantes de Ecatepec compartirán conmigo  divertidas e interesantes anécdotas sobre este tema. Por ejemplo mi amigo Humberto, editor de la actual revista de la FFyL, quien vive en una colonia aledaña al Gran Canal.

La excursión tenía como finalidad la creación de una instalación que se llamaría Zoo Zombi, o algo así
Muchos años después de aquella primera experiencia ribereña, volví a las márgenes del mismo canal de desagüe. Por petición de una amiga en común, acompañé a Gary, eminente artista plástico —del súper under fronterizo que venía de visita al centro del país—, a recolectar animales muertos y otros organismos pluricelulares  que aparecen en las orillas de los canales. La excursión tenía como finalidad la creación de una instalación que se llamaría Zoo Zombi, o algo así, según recuerdo: “El protagonista será la naturaleza torturada, tullida, excretada. Ha dejado de ser ella misma como consecuencia de la manipulación del hombre. Serán animales apocalípticos, una venganza contra la propia humanidad.”  

Ahí me tienen recolectando cadáveres en un triciclo (de los que usan para vender tamales). Levantamos un perro hinchado por la descomposición, dos gatos atropellados, y lo más repugnante, un sapo negro –todavía vivo—en un frasco gigante de mayonesa. Animales más interesantes no vimos. Al cabo de algunas horas regresábamos a mitad de la madrugada con las piezas de la instalación, media hora pedaleaba Gary y media hora yo. El español de Gary era mejor que el mío, así que nos entendimos a la perfección.

Levantamos un perro hinchado por la descomposición, dos gatos atropellados, y lo más repugnante, un sapo negro –todavía vivo—en un frasco gigante de mayonesa. Animales más interesantes no vimos.

De pronto, una patrulla del Estado de México nos cerró el paso. Lo que sucedió fue bastante normal: nos apuntaron con las pistolas, revisaron nuestro cargamento, nos inculparon de las atrocidades más perversas, decidieron que estábamos drogados y que formábamos parte de una secta satánica, y finalmente, nos arrestaron. No sé quién estaba más idiota, si Gary por idear semejante actividad artística o yo por acompañarlo. Los agentes fotografiaron nuestro cargamento con sus celulares y abandonaron el triciclo allí mismo, a mitad de la avenida, con la consigna de recogerlo después. Fuimos trepados a la camioneta patrulla.

Arriba del vehículo oficial nos encontramos con un tipo bastante extraño, era un músico que había decidido salir a componer bajo la inspiración del alba. Eso no tiene nada de extraño, dije. El músico respondió: lo que pasa es que iba con el cuchillo en la mano. Ah, eso cambia la situación.

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La plática fue bastante interesante, de un tema saltamos a otro, y llegamos a uno de nuestros compositores favoritos: el ruso Serge Prokófiev. Uh, un músico excepcional. No sé por qué le dije que también era el favorito de un poeta que yo leía: Gerardo Deniz. El nombre dejó indiferente a mi nuevo amigo. Deniz decía: “si hubiese descendido sobre mí, sencillamente, cierto «duende de la creación», ¿qué compondría, sin dejar de ser yo, sino música de Prokófiev?”. Oh, ¿no les parece que está situación es muy prokofieviana?, pregunté. El músico y Gary asintieron sin el menor convencimiento.  Después recité la lista de “los once” de aquel poeta: Bach, Beethoven, Brahms, Schubert, Schumman, Chopin, Debussy, Ravel, Scriabin, Bartók y Prokófiev. La conversación nos excitó tanto que uno de los policías tuvo que intervenir: ¡Se cayan o me los cojo!, gritó mientras se agarraba sus partes pudibundas.  

En efecto, los canales de desagüe y Gerardo Deniz tienen algún punto en común.

Si Gerardo Deniz hubiera escuchado mi anécdota seguramente le parecería de lo más trivial. Deniz, poseedor de una inteligencia punzante y cruel, me hubiera confundido con el más extraño de los monos saltimbanquis. O tal vez le hubiera parecido interesante el título de este artículo de haberlo encontrado por casualidad en la red, pero no lo habría leído. Acostumbrado como estaba a la crítica mordaz, pensaría que acaso se trataba de un comentario sobre su polémica contra José Emilio Pacheco.  Una confrontación crítica en donde Deniz acusaba a Pacheco, entre otras cosas, de falsa humildad: “un hombre que se da golpes de pecho públicamente pero incapaz de dar una conferencia si no le pagan en dólares”. Pacheco llamó a Deniz –y a José de la Colina— “emanaciones de las cloacas del hampa infraliterario”.

En efecto, los canales de desagüe y Gerardo Deniz tienen algún punto en común. Disculpen si he producido algún disgusto con este comentario, no lo escribo con malicia, sino al contrario, en el sentido más literal posible: la literalidad de mis propias experiencias vitales.  Otro punto de comunión está en el mismo apellido, Juan Almela (el verdadero nombre de Gerardo Deniz) eligió su apellido literario de una palabra turca que significa literalmente ‘las grandes aguas’. Poeta oceánico es Deniz.  Junto a Eduardo Lizalde es también uno de los poetas más influyentes de la poesía reciente, su obra tiene innumerables ecos.

Uno de estos ecos es el final de mi anécdota. La patrulla nos paseó por aquella colonia ribereña; antes de que llegáramos al Ministerio público —aka Emepé— le pidieron a mi amigo Gary una buena cantidad de dólares para dejarlo “libre”, por supuesto, no tenía ni un peso. Recuerdo la decepción en la cara de los policías cuando Gary contestó todas sus respuestas en un perfecto español. Finalmente llegamos a las puertas del Emepé, los policías nos quitaron nuestros celulares y exigieron que nos  largáramos, ni siquiera nos dejaron dormir en los separos.

El músico –a quien nunca le pregunté su nombre— nos acompañó a recoger el triciclo. Para nuestra sorpresa seguía ahí, ¡pero los cadáveres habían sido robados! Decepcionados por la vileza humana dimos por fracasada nuestra recolección. Gary pedaleó hasta las vías del tren donde vivía nuestro amigo el músico, ahí nos despedimos de él.

Me acomodé en el triciclo y contemplé el amanecer, todo era perfecto: los efluvios del gran canal mecían mi cabello, el color del cielo era impresionantemente gris, Gary pedaleando, había vivido una aventura de la que jamás nadie me creería… en ese momento recordé las palabras del gran maestro Deniz: “La música es una cosa respetable. La literatura no.”      

 

 

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