Militar, ¿para qué?

Qué difícil ser mujer y militante. A nosotras nos juzgan bajo una doble categoría moral y con mayor severidad que los hombres. Qué difícil participar desde una perspectiva feminista, diversa, con conciencia de clase en un sistema patriarcal y capitalista, que se encarga de excluirnos de conversaciones y de invalidar nuestros sentires, de rezagarnos e inclusive de alienarnos para encontrar comodidad en nuestro silencio.

Hace unos días escuché a una compañera feminista que milita en otro partido decir: “no podemos claudicar de una lucha que no ha terminado”. De eso se trata: nosotras somos las que no renunciaremos a construir otros mundos que apelen a la ternura, a la radicalidad y al feminismo. 

Son de admirarse tanto las mujeres que resisten desde comunidades autogestivas, como de aquellas que inciden de forma partidista a pesar de ser sometidas a violencia política, cuestionamientos patriarcales y a la exigencia de pulcritud punitiva. ¿Cómo podemos edificar un gobierno feminista, que no lucre y acompañe, que no simule sino actúe, que no protagonice sino atienda? ¿Cómo generamos una militancia que le haga honor a los ideales de amor a la verdad, a la justicia y a la dignidad? ¿Cómo creamos servidores y servidoras públicas —que como decía una amiga— estén a la altura de nuestros sueños?

En mi actividad política siempre he tenido la claridad de que quiero participar en la vida pública de mi estado. Y así nos pasa a muchas: hacer política no es una decisión que tomamos de forma premeditada, sino que es la lucha diaria por la obtención de dignidad humana, desde denunciar la corrupción y el cacicazgo en nuestro ambiente educativo; señalar a nuestros familiares sus actitudes misóginas, así como proponer alternativas de organización social no sexistas y revictimizantes desde la crianza colectiva y la educación feminista. 

Las exigencias se convierten de carácter público hasta que los actores en el gobierno (en su mayoría hombres cis, ricos, blancos y heterosexuales) identifican la situación y ven necesaria una política para atender y dar seguimiento al problema. Es ahí donde existe la falta de representación, porque para ellos, situaciones como el trabajo no remunerado, la distribución equitativa de cuidados, la inaccesibilidad a la seguridad social, la educación pública deficiente o los abortos clandestinos son poco relevantes. Lamentablemente, hay una clase política que es indolente, toma decisiones a discrecionalidad y está disociada de la realidad que vivimos las mujeres pobres jóvenes, y la sociedad en general. De esta forma, la clase política dominante representa a las élites, aquellas que arbitrariamente ignoran lo que nos atraviesa, vulnera y violenta en el ejercicio de nuestra cotidianidad.

Porque el ejercicio político es una disputa de poder que se traduce en arrebatar lo que a nosotras se nos ha negado siglos, permanecer ahí y dar lugar a la transformación desde los ojos de las mujeres. De ahí viene la honestidad rebelde y la militancia generosa. Para algunas de nosotras no es negociable el obtener bienestar, porque nuestra emancipación y libertad no puede quedar a la voluntad insensible de la clase política actual. A nosotras que nos aqueja la desigualdad recalcitrante, no podemos prescindir de las instituciones públicas para existir, así nos restrinjan derechos o nos nieguen el poder público. Por y para nosotras hagamos política.

Finalmente, la militancia implica un espíritu de lucha de largo aliento, que colectiviza la rabia, forja valentía y crea realidades subversivas. No podemos condenarnos de forma permanente a la sumisión ni a la desesperanza.

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