La dignidad de las buscadoras frente al horror de los Zetas y el Estado

Un relato sobre el exterminio en el rancho La Gallera

Texto y fotos: Tercero Díaz


“¿Sabes qué se siente recorrer los mismos caminos de muerte por donde llevaron a tus hijos? Yo sí, yo los he caminado, y solo puedo imaginar el miedo que sintieron ellos”
Gritos, llantos y un padre nuestro cantado. Lágrimas y desesperanza. Como alguna vez me dijo María Herrera, madre de cuatro varones desaparecidos, “Yo he caminado los caminos de terror por los que llevaron a mis hijos, ¿sabes qué se siente recorrer los mismos caminos de muerte por donde llevaron a tus hijos? Yo sí, yo los he caminado, y solo puedo imaginar el miedo que sintieron ellos”.

Allí estábamos, en la Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas en la zona norte del estado de Veracruz, caminando esas rutas del terror con Doña Mari, o Mamá Mari, como muchos le llaman a María Herrera, acompañados por más familiares de todo México y solidarixs.

Entramos por caminos enlodados por la constante lluvia de la región, entre ramas y arbustos que dejan entrever caminos por donde los Zetas entraban y salían de la propiedad que se llama La Gallera; donde hemos encontrado fosas, restos óseos, tambos y un horno gigante donde se presume, “cocinaban” a las personas. Esto no es grato para nadie, los cuerpos se estremecen, el aire sabe amargo y el ambiente se vuelve lúgubre. Las cenizas que se observan fuera del horno son desalentadoras para todxs.

Foto: Tercero Díaz

Pero no, no es una derrota, solo un momento de shock y descolocamiento. Porque esto que las autoridades no hacen, es buscar… las familias siguen de pie y buscando… siguen luchando. Se han enfrentado a todo y a todxs, no dan un paso atrás por más difícil que se vuelve el camino aquí en La Gallera y en todo México.

En la comunidad de Tlahuatlán, solidarixs y familiares recorremos la propiedad conocida como La Gallera, donde hay fosas destapadas de hace años, una casa con dos balcones, cocina, sala y varias habitaciones donde podemos ver marca de manos en la pared, nombres y apellidos, dibujos, esmalte y una pinta que dice Z–35. Ventanales grandes y rotos, cordones policiales viejos y nuevos de todos los procesos anteriores.

Aquí es donde el Estado muestra su cinismo y su falta de vergüenza. Aquí, un rancho que por lo menos se ha procesado cuatro veces, es donde los huesos siguen brotando de la tierra; las historias de decenas de víctimas siguen hablando, siguen gritando. Aquí se desnuda la incompetencia de un Estado que ni siquiera se apena de no hacer bien su trabajo. Aquí es donde las familias llenos de tristeza, pero también de fortaleza y dignidad, alzan la cara y exigen una vez más justicia.

Se forman islas, tres familiares por allá, una sola por acá, otras más caminan inspeccionando el área. Algunas lloran en silencio, solidarixs dan abrazos y acompañan hasta donde pueden.

Ropa, chupones para bebés, zapatos y restos carbonizados de personas, un cráneo de un menor de edad y más de una decena de fosas en el rancho.

Aquí, donde un campesino tuvo que ceder su rancho a los Zetas a cambio de la vida de un familiar secuestrado, las historias de tortura, asesinato y desaparición son narradas por los matices y sensaciones de lo que no se ve, pero se siente.

Esas cenizas son sus hijxs… son lxs hijxs de todxs.
Después de minutos de recorrer la tragedia y buscar cualquier tipo de pistas, familias y solidarios se reúnen frente al horno, un horno enorme de ladrillos, con una entrada cuadrada, oscura. Hacen un medio círculo y comienza su momento de luto. Porque esas cenizas son sus hijxs… son lxs hijxs de todxs. Son familares de todxs, porque si tienen algo claro aquí en este campo de exterminio, es que lxs desaparecidxs nos faltan a todxs.

Foto: Tercero Díaz

Este es el momento de explosión, aquí es donde bajamos las cámaras y se da el respeto que se merece el luto íntimo de la tragedia. Mario Vergara hace una pequeña intervención sobre la situación desoladora. Doña Mari, rodeada por quince personas, se torna gris e inicia la oración. Llorando y cantando el padre nuestro fuimos testigos y participes del dolor. Allí donde Doña Mari se hincó, cogió las cenizas entre sus manos y comenzó a besarlas. El resto continuaban orando.

Doña Mari pedía perdón y entró en trance… Lxs demás cantábamos.

A la distancia un grito estremecedor, una compañera de Michoacán rompía en llanto. Las demás familiares pedían no acercarse, era necesario que la compañera rota, sintiera y procesara ese dolor.

Nadie está aquí por gusto, esto se ha vuelto una necesidad de lxs familiares de personas desaparecidas, una necesidad basada en la imposibilidad de fiarse del trabajo de los policías, las fiscalías y demás autoridades encargadas de procurar la justicia. E irrefutablemente, cada hallazgo se vuelve como dicen ellas; un tesoro que regresa a casa.

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