Deshilacharse y volverse a coser
Por Julia Piastro
I.
Mejor no regresar al pueblo, escribió el poeta jerezano. Pero sabemos que es imposible: algo siempre nos regresa al origen, a la infancia, a la adolescencia. A la familia, a la tierra en que nacimos. Una jacaranda en medio del patio es un poemario impregnado de nostalgia: lleno de texturas y ambientes que nos llevan de vuelta a la provincia. Olemos los polvorones, el pan de caja, el mole verde, el atole de galleta; recorremos el barrio, el mercado, el camposanto; escuchamos los novenarios, el suave martilleo de la máquina Singer de la abuela, los cuchicheos de las vecinas, las risas de los niños jugando con las cochinillas. El grado de precisión con que Zel Cabrera, poeta oriunda de Iguala, Guerrero, va sugiriendo los espacios, es envidiable; sin embargo, su libro no está situado en un territorio concreto, sino en el vasto territorio de la memoria.
Mientras explora dicho territorio, la autora va desovillando las vidas de las mujeres de su familia: las tías que enviudaron, las primas que prefirieron seguir solteras, las que se que se comieron la torta antes del recreo y se casaron embarazadas. Ahí está la tía Delia, que renunció a sus sueños para casarse con un borracho que le pone el cuerno. Y la tía Elena, desencantada porque la vida no es como dicen las canciones de Agustín Lara:
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Para las mujeres como Elena,
solo se ama una vez,
solamente una vez se entrega el alma,
con la dulce y total renunciación.
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Ahí está la prima que no aprendió la lección y siguió lavando ropa ajena. Y la tía Vicenta, fuerte, sin hijos, que cuida a las otras. Pero los chismes y cotilleos familiares adquieren una profundidad distinta desde el lente de la empatía: se vuelven hilos de una tela que es nuestra propia identidad, que a la vez nos pesa y nos abriga.
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Palpo el hilo y palpo la costura,
transparente, impregnada de sudor,
noches en vela, calores, menopausia,
lágrimas, muerte.
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Poemario híbrido, donde se cuelan la narrativa y la crónica, Una jacaranda en medio del patio va indagando en la vida de estas mujeres como si se tratara de un misterio, de un enigma —y no es para menos: la sociedad patriarcal suele borrar la historia de las mujeres, al grado que las épicas personales, las históricas pequeñeces de las familias también suelen estar protagonizadas por hombres. Así, el árbol de jacaranda se vuelve un anti-árbol genealógico, el árbol femenino de las otras historias. Ejercicio de memoria donde la voz poética va buscando las ramificaciones de vidas que podrían ser (que de alguna manera son) la historia de todas, de nadie. Esta búsqueda nos lleva a preguntarnos qué queremos heredar de aquellas y aquellos que nos anteceden, y qué cosas no son para nosotros:
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porque no sé tejer bufandas,
ni rebanar pimientos
y hasta hace un día, aprendí a usar la lavadora.
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La costura, la palabra, los libros, la infancia, son pistas que la poeta va recogiendo, como un investigador que avanza por la casa familiar, sujetando lupa y cuaderno. Poco a poco, el misterio se aclara: las páginas trazan un mapa que le permite a la autora reconocerse, situarse en esta constelación de historias. No es más que otra rama de un árbol lleno de soledad, pero también de rebeldías. Rebeldías muy distintas, pero que tienen una misma raíz:
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Mamá volvió a ser mamá
y con esa complicidad
con la que me leyó cuentos infantiles
ahora leía mis poemas, me escuchaba.
Me reconocía.
Mamá volvió a sonreír:
«¿Ya ves? No era tan difícil».
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II.
¿Cómo hablar desde el interior?, ¿cómo escribir desde la herida? Sentadas en un balconcito de la Fundación para las Letras Mexicanas, cigarro en mano, Zel y yo pasamos muchas horas hablando de esto. Comentando lo difícil y lo importante que es nombrar las cosas tal como son. Preguntándonos para qué escribimos, y cómo queremos hacerlo. Por momentos, la sencillez parece ir a la baja, en el mercado de valores de la poesía actual: lo de hoy es dejar al lector medio mareado y atontado. Pero maestras como Rosario Castellanos están ahí para recordarnos la belleza de la claridad, de las palabras cotidianas cuando se cargan de nuevos y potentes significados.
Partir de la experiencia personal es básico para escribir poesía; sin embargo, cada poeta se desnuda frente al lector en grados muy distintos. Algunos prefieren desdoblarse, crear versiones ficticias de sí mismos, como un bailarín que usa una máscara ritual para expresar aquello que su rostro cotidiano le obliga a reprimir. Pero es cierto que, en otros casos, el virtuosismo literario puede ser una forma de esconderse de uno mismo, por pudor o por miedo. La escritura de Zel Cabrera es todo lo opuesto; tiene un talento inusitado para nombrar lo que duele, para deshilacharse, ver qué hay dentro y después volverse a coser, tal vez fruto del oficio médico de su padre:
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Cuando nadie estaba cerca,
hurgaba en un manual de dermatología
que tenía mi padre;
[…,]
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Recuerdo aquel libro
como si hubiera sido el primero
en tomarme en serio,
en decirme algo de alguien,
algo de mí.
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En su poesía, la técnica no es un fin: está al servicio de la verdad, de esa verdad intima, subjetiva, que resuena profundo en las palabras. En ese sentido, se acerca a la escritura de poetas estadounidenses como Sandra Cisneros o Marge Piercy, directas, incluso prosaicas, y a la vez muy eficaces. No siempre es necesario andarse con rodeos, y es posible que una escritora oriunda de un contexto católico termine cansada de tanta ambigüedad, de la cultura de lo no-dicho y lo dicho a gritos, del pudor y el morbo, del recato por un lado y la gula por el otro. Por momentos Zel parece ceder a este juego, y responde con un lenguaje también ambivalente, el lenguaje juguetón y engañoso del doble sentido:
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Aquella libre de prejuicios,
aquella que no siguió el consejo de la tía Chonita,
aquella que olvidó,
aquella que sabe que la moral se distrae en cualquier rama
para atorarse y volverse a atorar,
hasta que es suficiente, hasta el hartazgo,
hasta que conoces otra rama,
más larga, más gruesa,
más apetitosa que la anterior.
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Pero también sabe salirse del juego de lo moral y lo inmoral, para mostrarnos la belleza de las emociones al desnudo, cuando no están rodeadas de juicios.
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En el espejo somos la misma,
somos mujeres posibles
que habitamos la tierra,
ceñidas como una jacaranda
a sus raíces,
a florecer en primavera.
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Mientras iba leyendo Una jacaranda en medio del patio llegaban a mí las historias de las mujeres de mi familia, y las de escritoras que han usado su pluma para darle voz a vidas en apariencia invisibles. Son esas historias, no una o dos, sino todas, en bandada, las que harán que nos aprendamos a escuchar y a conocer: a sentirnos verdaderamente libres. Sí, hay que salir a las calles, pero también es necesario ir deshaciendo las marañas interiores, y desde ahí tener el valor para enunciarnos, para recrearnos, para creernos:
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—Esto no es falso,
repito en voz alta.
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—Esto no es falso,
grito muy fuerte.
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La falsedad es otra cosa,
es una falta de nombre exacto
en el que todas las cosas se olvidan.
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Confieso que tuve que leer el libro en PDF, y nada me hace más ilusión que tenerlo en físico, para pasearlo por la ciudad, y molestar a mis amigos y a mi familia leyéndoles poemas después de comer, a la hora del chisme, o en la cena. La poesía es algo comunitario, y aunque mi hermana me reproche que “ahorita no es un buen momento para leer poemas” (¿cuándo lo es?), puedo decir que Una jacaranda en medio del patio es un libro que estaré releyendo muy seguido, y leyéndolo en voz alta, tal vez porque siento que al hacerlo, recupero algo de mi propia voz.