María Vázquez Valdez #VocesVioletas
#VocesVioletas es un espacio semanal dedicado a compartir poesía escrita por mujeres de México y Latinoamérica.
María Vázquez Valdez. Poeta mexicana nacida en Zacatecas. Es autora de varios libros de poesía, entre ellos Caldero (1999), Estancias (2004) y Kawsay. La llama de la selva (publicado en México en 2016 y en Estados Unidos en 2018). También es autora de Voces desdobladas / Unfolded voices (libro bilingüe de entrevistas, 2004), Estaciones del albatros (ensayos, 2008), y de cinco libros para niños y jóvenes.
Estudió el doctorado en teoría crítica, la maestría en diseño y producción editorial y la licenciatura en periodismo y comunicación. Se ha desempeñado en diversos medios de comunicación y ha colaborado en numerosos proyectos editoriales. Actualmente es parte del equipo editorial de la Academia Mexicana de la Lengua. Es traductora de cinco libros de la poeta estadounidense Margaret Randall. Ha recibido becas y apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos y de la Secretaría de Cultura.
A continuación presentamos una breve selección de su obra poética:
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Dimensiones
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Kauyumari
Venado Azul
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Danza de fuego
viaja en mensajes aire,
sonidos agua,
visiones tierra
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Luz en sombras
Cacería del origen
Caminos desgajan poder
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Híkuri germina en el silencio
Híkuri misterio geometría
Híkuri puerta hacia el tiempo
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Se quiebra el día
y se alza Metzeri de plata
alta Luna desafiante
alta sangre de los muertos
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Pasión
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Duelo en desiertos que fueron mar,
mares que serán desierto
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Dimensiones
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Claves apuntan a la conciencia,
ojos de cristal sacuden formas,
escrutan resquicios en la piel,
callan
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Huracán se cierne horizonte y dinosaurios,
Venus-Quetzalcóatl, la primera, danza
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Quemador en el Cerro de Las Brujas
lleva el fuego,
trae el fuego
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Incendio
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Brujas aire y Luna Metzeri de plata
Detrás cobrizo astro alabado por guerreros yuca
Manos arañan el misterio
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Dimensiones
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Inmóvil cuerpo
en la implosión
de los sentidos
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Hilos de plata
bajan desde Orión
hasta las puertas de las manos
y se mezclan
con las hebras rojas
de la sangre
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Pulso preciso
del silencio
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No hables si abres,
no pienses si sientes
y entonces vendrán,
desde las sombras
otra vez
serán.
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(Del libro Caldero, Alforja-Conaculta, Ciudad de México, 1999).
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Sangre coagulada
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A las niñas de Oventic
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I
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Esa niebla en la montaña
es un susurro,
un secreto húmedo.
Una llama azul
tintinea en los ojos
de las mujeres,
de los hombres.
Chiapas es un sembradío
de gigantes verdes,
escaleras adornadas
con listones brillantes
y carne amoratada.
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II
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Una niña sube
por el cerro helado.
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Desde arriba observa
una marea de soldados
que talan los cuerpos
como si fueran troncos,
que sostienen
el corazón amordazado
y ya hueco
entre sus botas.
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Más arriba,
lo sabe,
la sangre fue arrancada
a machetazos.
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Los troncos rojos de las ceibas
son muñones también rotos,
desgarrados.
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III
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Un anciano se extingue
en un cuarto
de lodo y madera
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Sus pies son surcos
sembrados de heridas,
su carne fue desterrada
hacia los páramos
de la tierra sorda.
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A oscuras baila su sombra,
recortada por las tijeras
de una vela.
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Invoca a los antiguos dueños
de esos vientos,
a jaguares rojos
que persiguen la lluvia
y los ríos.
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Invoca al espíritu
bordado en la Luna,
al solitario recuerdo
marchito entre las ciénagas
como su descendencia.
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IV
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Chiapas,
luminosa
como zinacanteca florecida
que entre tanto verde
se descuelga brillo,
como tzeltal adornada y limpia
que mira profundo, triste,
como tzotzil suspendida
en lo más alto de la montaña,
curtiendo lana y frío.
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¿En qué escarpado filo
cosechas la vida?
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Rota en los pliegues de la tierra,
mujer indefensa rodeada de fieras,
vientre saqueado entre las espinas.
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Chiapas,
reflejo limpio
en ojos y lagunas,
tierra oscurecida
por sangre coagulada,
mujer ligera como el fuego,
como el agua.
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(Del libro Caldero, Alforja-Conaculta, Ciudad de México, 1999).
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El Cairo
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En las orillas de
El Cairo
las esfinges sonríen
en la piedra y su silencio,
en la carne caliente
del viento sudoroso,
en la simétrica corpulencia
de los monumentos.
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Alfileres de sol caen sobre la tierra herida,
los camellos crepitan al atardecer
y El Cairo navega en El Corán
puerta grave canción.
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El Nilo alarga sus árboles
de manos verdes.
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Las calles son venas abultadas
y los escarabajos hierven
entre el oropel y los vestidos.
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Hay nudos en todas partes
y en el mercado todo brilla,
exhibe su misterio
en un espasmo.
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Me siento en una mezquita,
recuesto mis ojos en los quicios,
las ventanas.
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La luz es dulce
la luz
la luz
tan dulce
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Soy un pez verde
entre peces azules
que cantan
y duermen.
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Mis ojos se levantan de las ventanas
mansos, silenciosos.
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(Del libro Estancias, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-LunArena, Puebla, 2004).
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Epifanía
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Crece la claridad
entre la bruma que se disipa,
como un gorrión entre tormentas
que se levanta,
vela en la marea,
semilla minúscula
que contiene al mundo,
en espera ardiente
y en silencio.
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Un latido musita sobre los goznes
empolvados de tantos días,
hoguera esperando el fuego.
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Y un tambor anuncia el regreso,
y el cuerpo vuelve a la sintonía
para que la piel se abra
a la llama que ondea
como un corazón abierto.
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Vuelve el sol al cuerpo,
fuego líquido que se esparce,
revelación
limpieza
curación
para dar forma al viento,
dar voz, dar las claves
de los universos escondidos
dentro
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cerraduras hacia el vórtice
del que procede toda forma,
todo signo.
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Vuelve el sol
para insertarse en su sitio,
magma con voluntad alta,
vuelo de claridad
entre la bruma que se disipa.
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(Del libro Kawsay. La llama de la selva, The Operating System, Nueva York, 2018).
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Diez Días
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En un desnudo
cuarto de madera
está lo que ya no tengo.
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En medio de la selva amazónica
vine a encontrar lo que soy
y a dejar lo que nunca
he tenido.
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Esta orilla del mundo
no conoce la electricidad,
la luz aquí es real.
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Un silencio exuberante
hierve de verdes,
envuelve una médula de carne
que es bañada por el río,
claro como un bocado
de nieve derretida
cantando ondinas
de espuma.
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En esta selva
se alzan las ceibas
absortas en el misterio,
enredando lianas,
describiendo signos,
lanzando su bendecida soga
hacia los muertos,
hacia mí.
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En este cuarto de madera
una vela humilde me ilumina,
una cama pequeña me arropa
y una hamaca mece el amanecer.
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Nada más y tanto,
tan sólo y suficiente.
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Aquí los apegos se desvanecen,
la frugalidad
—suculenta—
se pone al centro del cuerpo
que durante diez días
no comerá ni usará químicos,
no pronunciará palabras.
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Un himno
comienza a alzarse humilde
y lo no ingerido
se suma a lo incorpóreo
y comienza a refulgir.
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La inmovilidad conjura lo real,
diluye la ilusión,
quiebra los turbios espejos
que esconden
lo que es.
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Silencio y ayuno llenan los vacíos,
huecos desbordados
de miseria inexistente.
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Gotas de luz
florecen
en un tibio aroma
de canto
y firmamento.
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(Del libro Kawsay. La llama de la selva, The Operating System, Nueva York, 2018).
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La soga de los muertos
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I
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Vengo de entre muertos
que caminan
con pies vendados de amnesia,
transitando vidas
de concreto interminable.
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Muertos que no se encuentran
porque ya se fueron,
o quizá nunca llegaron,
atrapados en una urbe
de espejismos.
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Pero entre esos muertos la he visto,
con un fulgor de formas incandescentes
y la geométrica estructura de la vida
más allá de la tempestad.
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La he sentido abrasándome por dentro,
fuego que se extiende
con la sencillez de lo imprescindible.
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Con sabiduría perfecta
dio vida a mi muerte,
para huir de una dentellada sin sentido.
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Me hizo refulgir desde lo más hondo
curando mi gangrena,
respirando sobre mi asfixia,
devolviendo miembros amputados.
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Me ha levantado de la fosa común
donde yacen todos los miedos
aferrados a una noche descompuesta.
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Me contó los secretitos
de la tierra y del agua
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Me contó los secretitos
del fuego y de los vientos
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Transfusión de vida
que se esparce en sudor
electrizante,
la soga de los muertos
me ha despojado de todo,
como a un diamante
que estuviera cubierto de carbón
y en el olvido.
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II
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Un capullo se disolvió desde su núcleo
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Sachamama Amoru,
gran Serpiente
despojada de pieles,
renaciendo,
una noche eclipsó mis atavismos,
y quedé desnuda
de mí
conmigo.
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El camino se llenó
de flores incendiadas,
de aguas pulcras
sumadas a mi boca,
picos blancos
altos como un suspiro,
lunas cruzadas
de lianas bendecidas
en la selva,
rostros nuevos
como orquídeas desconocidas,
luces que gravitan
a mi paso
con el pulso de guardianes,
y el ritmo de icaros
y silencios.
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III
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Un largo camino he andado
hasta llegar a ella,
en la oscuridad
he percibido su latido,
tras caídas y tropiezos,
cicatrices que ya son humo.
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El camino me encontró a mí
y me dio a elegir
entre vivir con un trozo de mi cuerpo
—de mi vida—
a rastras
o comenzar desde un principio
y sin resguardo.
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Porque dando tumbos había tocado,
dando tumbos, rasguñando,
había mirado,
dando tumbos y sin paladear
había comido.
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Un amor desconocido
pulsa en las orillas,
reverencia honda,
frente que toca la tierra,
labios que besan la distancia.
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Neonata perlada de líquido amniótico,
luciérnaga que descubrió su luz
y su alimento.
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Hoy amaneció.
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(Del libro Kawsay. La llama de la selva, The Operating System, Nueva York, 2018).
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