La promesa de la Transparencia en México: Superemos el debate, comencemos a construir

Por Daniela Lemus Muñiz

Una colaboración de Nosótricos Tik-Tank


Hablar de corrupción en México se ha vuelto común, y cómo no serlo si por todos es bien sabido que es un problema significativo en nuestro país. Esto no quiere decir que aceptemos su práctica y la reconozcamos como propia, o que adoptemos justificaciones como la de Enrique Peña Nieto al decirnos que la corrupción es “cultural”, como si fuera una característica internalizada del mexicano la cual no tuviera solución. Tiene solución, pero si queremos encontrarla, necesitamos entender que la corrupción es un problema multidimensional que se debe abordar desde diferentes flancos.

En este discurso contra las malas prácticas, se nos hizo una gran promesa: la transparencia.
Uno de los flancos más referidos es el combate a la corrupción en la administración pública, por lo que me enfocaré a hablar de este tema. Aunque siempre se ha sabido de su existencia en este terreno, empezó a tomar importancia en la esfera pública apenas hace casi 50 años, cuando los políticos la retomaron como parte de su discurso por la modernización y la democratización del país. No costó trabajo incorporar a los discursos políticos la lucha contra la corrupción, pues era un deseo de la sociedad y nadie se opondría a ello, por el contrario serviría para ganar seguidores. Así fue como en este discurso contra las malas prácticas, se nos hizo una gran promesa: la transparencia.

Se nos presentó como una cura mágica que todo podía bajo una lógica sencilla: si vemos lo que hacen los servidores públicos, podemos supervisarlos y por tanto, no puede haber corrupción. De tal forma, se puso la esperanza ciudadana y gran parte de los esfuerzos y recursos públicos en la transparencia. Además, claro, de convertirse en uno de los grandes estandartes de toda campaña política, ganando eco con la transición presidencial.

Sin embargo, tras 15 años de ejercer la transparencia, parece que la corrupción no está cerca de extinguirse, ni siquiera de reducirse, por el contrario, al menos la percepción de ésta ha empeorado. De acuerdo al Índice de Percepción de la Corrupción 2002, México estaba en el lugar 37 de 176; ahora, el último Índice, el de 2016, lo pone en el 123 de 176, cayendo 86 lugares y quedando como el peor calificado de los 35 países que componen la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

Entonces, ¿qué pasó con la transparencia? ¿Por qué falló? ¿Qué hicimos mal?

Primero, hicimos mal en creer que la transparencia era la solución a la corrupción. No llegamos a comprender la complejidad del problema y aceptamos con un tanto de ingenuidad la respuesta simplona que nos dieron en las campañas. El problema de la corrupción, como mencioné al inicio, es demasiado complejo y es iluso pensar que un solo eje va a resolverlo. Al aceptar la transparencia como una respuesta única, dejamos de esforzarnos por estudiar a fondo las raíces del problema y cuestionarnos cosas como ¿de dónde surge la corrupción? ¿desde cuántos flancos puede ser atacada?, ¿qué acciones, además de entes que supervisen a la administración pública, podemos tomar?, en su lugar, nos enfocamos en generar iniciativas direccionadas a alcanzar una transparencia efectiva.

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Segundo, no nos dimos cuenta en su momento que la transparencia era parte de un discurso para legitimar el poder y no una verdadera convicción de los servidores públicos que la pregonaban. Esto es claro si analizamos los últimos gobiernos federales:

En México, la transparencia tomó mayor auge cuando Fox la retoma como un elemento distintivo de campaña y logra posicionarla en la agenda pública nacional. Aunque su compromiso se manifestó en los primeros dos años de gobierno, perdió fuerza cuando logró la publicación de la primer ley reglamentaria federal en junio del 2002, ya que se le dejó de dar seguimiento en la práctica.

Durante la administración de Felipe Calderón, también fue notorio que la transparencia era un recurso que se usaba sólo en algunos asuntos para ganar aprobación. El entonces Presidente de México fue apelado directamente en el 2011, cerca de acabar su sexenio, por la directora (en ese tiempo) del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales (IFAI), Jacqueline Peschard, por la negativa de su gobierno a dar a conocer información pública bajo el argumento de la seguridad nacional. De esta forma se aplicó el principio de la transparencia cuando resultaba conveniente, por ejemplo, cuando se trataba de la deuda de Pemex; pero se ocultó información cuando se trataba de la lucha contra el narcotráfico.

Hoy en día, pocos se atreverán a decir que el “nuevo” PRI tiene una gran ética
En la misma tendencia nuestro actual presidente, Enrique Peña Nieto, adoptó el valor de la transparencia como parte de la ética del “nuevo” PRI. Incluso, declaró en 2015 que la transparencia era un recurso para “domar” la condición humana. Hoy en día, pocos se atreverán a decir que el “nuevo” PRI tiene una gran ética, después de casos como el de Duarte; o que la transparencia ha domado la condición corrupta de la actual administración federal, como se vio en el caso de la Casa Blanca.

Aunque estos tres casos son sólo ejemplos a nivel federal, a nivel local la situación de la transparencia puede estar peor. Por ejemplo, en la administración de Vicente Fox, a nivel estatal, las legislaciones se alinearon en ritmos diferentes y la mayoría de los estados promulgó leyes de transparencia, sin reglamentos, con órganos garantes de naturalezas distintas, estructuras institucionales que propiciaban múltiples controles políticos sobre dichas instituciones y otros detalles que limitaban su potencial.

Por último, otro error que cometimos fue la falta de entendimiento sobre la naturaleza de la transparencia, así como sus límites y posibilidades reales. La transparencia se planteó como un segundo control del ejercicio del poder público y se observó como un medio para evaluar el desempeño de la administración pública, crear un ambiente institucional más restrictivo ante la corrupción, la aplicación discrecional de la ley, el corporativismo, los abusos y el mal uso de recursos públicos. Sin embargo, la transparencia por sí misma no puede hacer nada de esto.

Por su naturaleza, es una medida que adopta el sistema, no es una medida que puede modificar al sistema por completo. Implica una obligación de ciertos sujetos de publicar y hacer accesible la información con la que trabajan y que sirve para la articulación de las decisiones que sean públicas o que impliquen recursos públicos. Pero esto no significa que contemple procesos de rendición de cuentas. Así que, aunque es el primer paso, está limitada por el diseño institucional y la falta de regulación y mecanismos de responsabilidad eficientes.

Entonces, ¿qué podemos hacer?

Un camino para que la transparencia alcance su potencial, es acompañarla de otras medidas que modifiquen la cultura institucional que propicia la corrupción, por ejemplo, el rediseño de la institución misma, sus procesos, el perfil de los servidores públicos, sus funciones, la disciplina y creación de reglamentos claros que establezcan consecuencias ante actos que violan la ética pública. Medidas que aseguren el cumplimiento de la ley y que reduzcan la impunidad.

También, se debe aceptar la responsabilidad que tenemos como ciudadanos. Es necesario entender la transparencia como un recurso limitado, el cual necesita ser cuestionado e investigado. Abramos nuevas líneas de debate, que superen cuestiones como si es positiva o negativa, si debe existir o no y empecemos a construir sobre lo que se está haciendo bien, lo que se está haciendo mal y lo que se puede hacer mejor.

Por último, entendamos que la transparencia es solo un flanco para combatir la corrupción. Lo que debemos investigar y cuestionar de fondo es, cómo podemos contribuir para mitigar los actos de corrupción, no sólo en la administración pública, sino en nuestra vida diaria.


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